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“VIAJE A ORIENTE” 014

II. Las esclavas – IV. La Khanoun (La anciana dama)… Me volví reflexionando sobre todo aquello, salve ya que  hacía un buen rato que había despedido al trujimán, diciéndole que me esperara en casa, pues yo ya comienzo a orientarme en la calles; pero al llegar, la encontré llena de gente. De entrada, había unos cocineros enviados por el señor Jean, que fumaban tranquilamente abajo en el vestíbulo, en donde se habían hecho servir un café; luego, el judío Yousef, en la primera planta, se estaba librando a las delicias del narguilé, y más gente aún que armaba un gran alboroto en la terraza. Desperté al trujimán que sesteaba en la habitación del fondo y que me gritó como alguien que estuviera al borde de la desesperación: –         “¡Ya se lo había advertido esta mañana! –         ¿Pero qué? –         Que hacía usted mal en permanecer en la terraza. –         Pero si usted me dijo que estaba bien subir por la noche para no inquietar a los vecinos. –         Sí, pero usted se quedó hasta el amancecer. –         ¿Y qué? –         Pues que ahí arriba hay unos obreros trabajando a su costa, que el sheij del barrio ha enviado hace una hora.” En efecto, me encontré a unos carpinteros que se empeñaban en ocultar la vista de todo un extremo de la terraza. “A este lado, me dijo Abdallah, está el jardín de una Khanoun (dama principal de una casa) que se ha quejado de que usted ha estado mirando hacia su casa. –         Pero si yo no la he visto… (por desgracia) –         Ella le ha visto a usted, y eso basta. –         ¿Y qué edad tiene esa dama? –         ¡Ah!, es una viuda que pasará sobradamente de los cincuenta años.” Todo esto me pareció tan ridículo, que arrojé a la calle los cañizos que comenzaban a amurallar la terraza. Los trabajadores sorprendidos, se retiraron sin decir nada, ya que en El Cairo nadie, a menos que sea de raza turca, osaría resistirse a un franco. El trujimán y el judío menearon la cabeza sin pronunciarse demasiado. Hice subir a los cocineros y retuve de entre ellos al que me pareció más inteligente. Era un árabe de ojos negros, que se llamaba Mustafá, y que parecía satisfecho con la piastra y media diaria que le prometí. Otro se ofreció a ayudarle por una piastra solamente; pero no juzgué oportuno aumentar hasta ese extremo mi tren de vida. Había empezado a charlar con el judío, que me explicaba sus ideas sobre el cultivo de las moreras y la cría de los gusanos de seda, cuando llamaron a la puerta. Era el viejo sheij que volvía con sus obreros. Me hizo comprender que yo le estaba comprometiendo, que no estaba respondiendo bien a su amabilidad al haberme alquilado su casa. Añadió que la Khanoun estaba furiosa sobre todo porque había arrojado a su jardín los cañizos que habían intentado colocar en mi terraza, y que muy bien podría querellarse ante el qadi. Pude entrever toda una serie de molestias, y traté de excusarme alegando mi ignorancia de los usos, asegurándole que no había visto ni podido ver nada de la casa de esa dama. “Comprenda usted, insistió, cuánto se temerá aquí que una mirada indiscreta penetre en el interior de los jardines y los patios, cuando se elige siempre a viejos ciegos para llamar a la oración desde los alto de los minaretes. –         Eso ya lo sabía, le dije. –         Convendría, añadió, que su mujer hiciera una visita a la Khanoun, y le llevara algún presente, un pañuelo, una bagatela. –         Pero ya sabe usted…, repuse incómodo, que hasta ahora… –         ¡Machallah! Exclamó dándose una palmadita en la frente, ¡no había vuelto a pensar en eso!. ¡Ay!, ¡qué fatalidad tener frenguis en este barrio!. Le había dado a usted ocho días para seguir la ley. Aunque usted fuera musulmán, un hombre sin mujer sólo puede habitar en el OKEL (Khan o caravanserrallo). Usted no puede quedarse aquí.” Le calmé lo mejor que pude y le recordé que aún me quedaban dos días del plazo acordado. En el fondo quería ganar tiempo y asegurarme de que no hubiera en todo aquello alguna superchería para obtener una suma mayor sobre el alquiler pagado por adelantado. Así que, tras la marcha del sheij, tomé la resolución de ir a ver al cónsul francés.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 febrero, 2012 7 febrero, 2012 Khanoun, Mustafá el cocinero, Okel.
“VIAJE A ORIENTE” 037

IV. Las pirámides – III. Las pruebas iniciáticas… Con estos recuerdos intentábamos poblar de nuevo esa soledad imponente. Rodeados de árabes que se habían echado a dormir, treatment esperando para abandonar la gruta de mármol que la brisa de la tarde hubiera refrescado el aire, buy nosotros nos dedicábamos a apuntar las más diversas hipótesis sobre los hechos realmente constatados por la tradición antigua. Estas extrañas ceremonias de iniciación tantas veces descritas por los autores griegos, see que todavía pudieron asistir a ellas, para nosotros cobraban un interés muy especial, al ver cómo lo narrado correspondía perfectamente con la disposición de aquellos lugares. “¡Qué hermoso sería, le dije al alemán, ejecutar y representar aquí “La flauta mágica” de Mozart[1]. ¿cómo es que ningún hombre rico se había permitido la fantasía de darse tal espectáculo?. Con poco dinero se podría llegar a limpiar todos estos conductos, y bastaría después con traer el vestuario adecuado a toda la trouppe italiana de El Cairo. Imagínese la voz tonante de Zoroastro resonando desde el fondo de la sala de los faraones, o a “La Reina de la noche” apareciendo sobre el sarcófago de la llamada Cámara de la Reina y lanzando hacia la sombría bóveda su argentina voz. Imagínese el sonido de la flauta mágica a través de estos largos corredores, y las muecas y el temor de Papagino, forzado por los pasos del iniciado su maestro, a afrontar al triple Anubis, después al bosque en llamas, luego este canal sombrío agitado por las ruedas de hierro, y más aún con esa extraña escalera de la que cada peldaño se desprende a medida que se asciende por ella, haciendo sonar el agua con un sinistro chapoteo… –    Sería difícil, dijo el oficial, interpretar todo esto en el interior mismo de las pirámides… Hemos dicho que el iniciado seguiría, a partir del pozo, por una galería de unas cuantas leguas. Esta vía subterránea le conduciría hasta un templo situado a las puertas de Menfis, cuyo emplazamiento usted ha visto desde lo alto de la pirámide. Una vez terminadas estas pruebas, el iniciado volvería a ver la luz del día; la estatua de Isis aún continuaría velada para él; todavía tendría que superar una última prueba totalmente moral, de la que no tenía pista alguna, y cuyo objetivo le quedaba oculto. Los sacerdotes le habrían llevado triunfalmente, como uno más entre ellos, los cánticos y la música habrían celebrado su victoria. Aún tendría que ser purificado mediante un ayuno de cuarenta y un días, antes de poder contemplar a la gran diosa, viuda de Osiris. Ese ayuno se rompería cada día al ponerse el sol, momento en que se le permitiría reponer fuerzas con algunas onzas de pan y una copa de agua del Nilo. Durante esta larga penitencia, el iniciado podría conversar, a ciertas horas, con los sacerdotes y sacerdotisas, cuya vida discurría en las ciudades subterráneas. Tenía derecho de preguntar a cada uno y de observar las costumbres de esta comunidad mística, que había renunciado al mundo exterior, y cuyo inmenso número espantó a Semiramis, la victoriosa, cuando al hacer retirar los cimientos de la Babilonia egipcia (el viejo Cairo) vio desmoronarse las bóvedas de una de esas necrópolis habitadas por seres vivos[2]. –    Y tras los cuarentaiún días, ¿qué pasaba con el iniciado? –    Todavía tendría que pasar dieciocho días de retiro, durante los que debería guardar un completo silencio. Sólo le estaría permitido leer y escribir. Después pasaría un examen en el que todas las acciones de su vida eran analizadas y criticadas. Esto duraba aún doce días. Después se le hacía acostarse a lo largo de nueve días detrás de la estatua de Isis, tras haber suplicado a la diosa que se le apareciera en sus sueños y le inspirara sabiduría. Por fin, hacia los tres meses, las pruebas habían terminado. La aspiración del neófito hacia la divinidad, ayudada por las lecturas, las enseñanzas y el ayuno, le llevaban a un grado tal de entusiasmo que por fin era digno de ver cómo caían ante él  los velos sagrados de la diosa. En ese momento, su sorpresa llegaba al colmo viendo cómo se animaba aquella fría estatua cuyos trazos habían tomado de repente el parecido de la mujer que más amaba o del ideal que se había formado sobre la belleza más perfecta3. “Pero en el momento en que extendía sus brazos para alcanzarla, ella se desvanecía en una nube de perfumes. Los sacerdotes entraban con gran pompa y el iniciado era proclamado igual a los dioses; ocupando un lugar de inmediato en el banquete de los sabios, entonces le estaba permitido degustar los más delicados manjares y embriagarse con la ambrosía, que no faltaba en estas fiestas. Sólo le quedaba una pena, la de haber admirado tan sólo por un instante la divina aparición que se había dignado sonreírle… Sus sueños se la iban a devolver. Un largo sueño, debido sin duda al jugo de loto exprimido en su copa durante el festín, permitía a los sacerdotes transportarle a algunas millas de Menfis, al borde del célebre lago que aún lleva el nombre de Karoun (Carón) Una balsa le recibía aún dormido y le transportaba en esta provincia de El Fayoum, oasis delicioso que, aún hoy, es el país de las rosas. Allí existía un valle profundo, rodeado en parte de montañas, y por otra separado del resto del país por abismos excavados por la mano del hombre, en donde los sacerdotes habían sabido reunir las dispersas riquezas de la naturaleza entera. Los árboles de la India y del Yemen entremezclaban allí su follaje tupido y sus extrañas flores con la vegetación más rica y variada de la tierra de Egipto. “Animales en cautividad daban vida a ese maravilloso escenario, y el iniciado, depositado allí, aún dormido sobre la hierba, se encontraba al despertar en un mundo que semejaba la perfección misma de la naturaleza creada. Se levantaba, respirando el aire puro de la mañana, renaciendo al fuego del sol que no había visto desde hacía mucho tiempo; escuchaba el cadencioso canto de los pájaros, admiraba las flores embalsamadas, la tranquila superficie de las aguas rodeadas de papiros y consteladas por lotos rojos, en donde el flamenco rosa y el ibis trazaban sus curvas graciosas. Pero aún faltaba algo para animar esta soledad. Una mujer, una virgen inocente, tan joven, que ella misma parecía surgir de un sueño puro y matinal, tan bello, que mirándola de cerca se podían reconocer los admirables rasgos de Isis vislumbrados a través de una veladura. Tal era la criatura divina que se convertía en compañera y recompensa del iniciado triunfante”. Aquí, me creo en el deber de interrumpir la narración imaginada por el sabio berlinés: “Me parece, dije, que usted me está contando la historia de Adán y Eva. –   Más o menos”, me respondió. En efecto, la última prueba, tan encantadora, pero tan imprevista, de la iniciación egipcia era la misma que Moisés relató en el Génesis. En aquel jardín maravilloso existía un árbol cuyos frutos estaban prohibidos al neófito admitido en el paraíso. Es tan cierto que esta última victoria sobre uno mismo era la cláusula de la iniciación, que se han encontrado en el Alto Egipto bajorrelieves datados de 4.000 años, representando a un hombre y a una mujer, bajo un árbol, en el que ésta última ofrece el fruto a su compañero de soledad. Alrededor del árbol está enroscada una serpiente, representación de Tifón, el dios del mal. En efecto, en general sucedía que el iniciado, que había vencido todos los peligros materiales se dejaba llevar por esta seducción, cuyo desenlace consistía en su exclusión del paraíso terrenal. Su castigo entonces debía ser el de errar por el mundo, y difundir en los pueblos extranjeros las enseñanzas que él había recibido de los sacerdotes. En cambio, si él resistía, lo que era muy raro, a la última tentación, se convertía en un igual al rey. Se le paseaba en triunfo por las calles de Menfis, y su persona era sagrada. Precisamente, por haber fallado en esta prueba, Moisés fue privado de los honores que esperaba. Herido por este resultado, declaró una guerra abierta contra todos los sacerdotes egipcios, luchó contra ellos mediante la ciencia y los prodigios, y terminó liberando a su pueblo gracias a un complot cuyo resultado es bien conocido4. El prusiano que me contaba todo esto era evidentemente un hijo de Voltaire…este hombre estaba aún anclado en el escepticismo religioso de Federico II y no pude evitar hacerle esta observación. “Se equivoca, me dijo: nosotros los protestantes, analizamos todo; pero no por ello somos menos religiosos. Si parece demostrado que la idea del paraíso terrenal, de la manzana y de la serpiente, ha sido conocida por los antiguos egipcios, esto no prueba de ningún modo que la tradición no sea divina. Estoy dispuesto a creer, incluso que la última prueba de los misterios no era más que una representación mística de la escena que pudo suceder en los primeros días del mundo; que Moisés, tal vez hubiera tomado esto de los antiguos egipcios, depositarios de la sabiduría primigenia; o que se haya servido, al escribir el Génesis, de las impresiones que él mismo hubiera podido conocer; pero aún así esto no implica que no sea cierta la verdad primera. Triptolemo, Orfeo y Pitágoras también pasaron por las mismas pruebas. El uno fundó Los Misterios de Eleusis, el otro, los de Las Cabirias de Samotracia; el otro, las asociaciones místicas del Líbano5. “Entonces, Orfeo tuvo menos éxito que Moisés. Falló en la cuarta prueba; en la que era necesario tener la suficiente fuerza de espíritu como para alcanzar los anillos suspendidos sobre él: cuando los peldaños de hierro comenzaron a caer bajo sus pies se precipitó en el canal, de donde le sacaron con dificultad y, en lugar de llegar hasta el templo, tuvo que volver hacia atrás y remontar el camino hasta la salida de las pirámides. Durante la prueba, su mujer le había sido arrebatada por uno de esos “accidentes naturales” que los sacerdotes amañan con facilidad y les dan esa apariencia. Pero Orfeo obtuvo, gracias a su talento y renombre, la gracia de comenzar de nuevo las pruebas, y por segunda vez falló, y así fue cómo perdió para siempre a Euridice, y él se vió reducido a llorarla en el exilio. –   Con este sistema, dije, es posible explicar materialmente todas las religiones, pero ¿qué ganaríamos nosotros?. –   Nada. Nosotros únicamente acabamos de pasar dos horas charlando sobre los orígenes de la historia. Ahora cae la tarde y es hora de buscar un refugio”. Pasamos la noche en una LOCANDA italiana, situada cerca de allí, y al día siguiente se nos condujo al emplazamiento de Menfis, situada a unas dos millas hacia el mediodía. Las ruinas allí son irreconocibles; de hecho, todo está recubierto por un bosque de palmeras en medio del que se encuentra la inmensa estatua de Sesostris, de sesenta pies de altura, pero caída sobre su vientre en la arena. Pero todavía debo hablar de Saqqarah, adonde se llega enseguida, de sus pirámides, más pequeñas que las de Gizeh, entre las que se distingue la gran pirámide de ladrillos construida por los hebreos. Un espectáculo aún más curioso se halla en el interior de las tumbas de animales, muy numerosas y extendidas por la llanura. Las hay de gatos, cocodrilos y de ibis. Se penetra a ellas con mucha dificultad, respirando la ceniza y el polvo, arrastrándose a veces por conductos por los que sólo de puede pasar de rodillas. Después, uno de encuentra ante vastísimos subterráneos en donde se acumulas a millones y simétricamente colocados todos estos animales, cuyos cuerpos, los bondadosos egipcios, se preocupaban en embalsamar y amortajar, igual que a los hombres. Cada momia de gato está envuelta en una gran cantidad de vendajes, en los que, de un extremo a otro, se han escrito en jeroglíficos, probablemente la vida y virtudes del animal. Incluso se hace lo mismo para con los cocodrilos… En cuanto a los ibis, sus restos son encerrados en vasijas de arcilla de Tebas, ordenadas perfectamente a lo largo de una superficie incalculable, como si fueran vasijas de mermelada en una granja. Pude cumplir fácilmente el encargo que me había hecho el cónsul, después, me separé del oficial prusiano, que continuó su ruta hacia el Alto Egipto, y yo, volví al Cairo, bajando por el Nilo en una barca. Me ocupé de ir a llevar al consulado el ibis obtenido al precio de tantas fatigas, pero me dijeron que durante los tres días consagrados a mi exploración, nuestro pobre cónsul había sentido cómo se agravaba su enfermedad y se había embarcado para Alejandría. Después me enteré de que había muerto en España. [1] Interpretación masónica de las antiguas iniciaciones, “La flauta mágica” ejerce sobre Nerval una fuerte atracción (ver n. 64) Se ve aquí la parte de intuición y de especulación que aporta a su descripción de las pirámides, lo menos arqueológica posible. La idea de reanimar las ruinas con un espectáculo aparece igualmente en ISIS, cap. I.  [2] Sobre los magos y los ancestros retirados en los hipogeos para cultivar allí los secretos primitivos, ver más abajo la leyenda de Adoniram (capítulos VI y VII) y “Aurelia I,8” 4.- Esas especulaciones sobre el origen egipcio de la Revelación bíblica se remontan al Renacimiento y se han convertido en lugar común de toda una tradición exotérica. Nada más nervaliano, sin embargo que esta búsqueda de un hogar común a todas las creencias y esa reducción del mensaje bíblico a un avatar de la Historia de las Religiones.  4.- El mito de Pigmalión, otro de los temas recurrentes en Nerval. 5.-  Alusión a la doctrina sincretista de la PRISCA TEOLOGÍA; el Hermes Trimegisto de los egipcios, Moisés, Orfeo, Pitágoras y otros sacerdotes antiguos, habrían recibido una revelación paralela y sus misterios enseñarían una verdad única y universal.

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 Adán y Eva, Isis, Las pirámides, Menfis, Moisés, Orfeo, Osiris, pruebas iniciáticas, Semiramis, Tifón
“VIAJE A ORIENTE” 060

VII. La montaña – VI. La tumba del santón… Andaba yo intentando resolver por mí mismo esa cuestión[1], malady cuando escuché unos cantos y el sonido de unos instrumentos en un barranco que bordea las murallas de la ciudad. Me dio la impresión de que podría tratarse de una boda, ya que las tonadas eran alegres; pero pronto vi aparecer a un grupo de musulmanes agitando banderas, luego a otros que llevaban a hombros un cuerpo tendido en una especie de litera; al que seguían algunas mujeres lanzando gritos, y una multitud de hombres también abanderados y agitando ramas de árbol. Todos se detuvieron en el cementerio y depositaron en tierra el cuerpo enteramente cubierto de flores. La proximidad del mar proporcionaba una cierta grandeza a esa escena e incluso a los extraños cantos que entonaban con lánguida voz. Numerosos paseantes se habían reunido en ese punto y contemplaban con respeto la ceremonia. Un comerciante italiano, que se encontraba a mi lado, me dijo que aquel no era un entierro corriente y que el difunto era un santón que vivía desde hacía años en Beirut, al que los francos consideraban un loco, y los musulmanes un santo. Había vivido en los últimos tiempos en una gruta situada bajo una de las terrazas de los jardines de la ciudad; se guarecía allí, completamente desnudo y con el aspecto de una bestia salvaje, pero de todas partes venían a pedirle consejo. De vez en cuando se daba una vuelta por la ciudad y cogía todo lo que le venía en gana de las tiendas de los comerciantes árabes, en cuyo caso, estos quedaban plenamente agradecidos pues consideraban que este gesto les traería buena suerte; pero los europeos, que no opinaban lo mismo, tras algunas visitas del santón ejerciendo esa práctica singular, se quejaron al pachá, del que obtuvieron que al santón no se le permitiera salir de su jardín. Los turcos, poco numerosos en Beirut, no se opusieron a esta medida y se contentaron con mantener al santón con provisiones y regalos. Ahora, una vez muerto el personaje, el pueblo se entregaba a la alegría, ya que no se llora a un santo turco como a los mortales corrientes. La certeza de que tras tantas miserias él haya al fin conquistado la beatitud eterna, hace que se vea este suceso como un desenlace feliz, y que se celebre con el ruido de las orquestinas. Antaño, en estas ocasiones incluso había danzas, cantos de almées[2] y banquetes públicos. Mientras tanto, se había abierto la puerta de una pequeña construcción cuadrada, rematada por una cúpula y destinada a ser la tumba del santón. Los derviches, colocados en medio de la muchedumbre, volvieron a subir el cuerpo a hombros. Pero en el momento de pasar al interior dio la impresión de que eran rechazados por una fuerza desconocida y casi se cayeron de espaldas. Hubo gritos de estupefacción entre los reunidos, y los derviches se volvieron encolerizados hacia la muchedumbre culpando a las plañideras que acompañaban el cuerpo y a los salmodiadores de himnos por haber interrumpido un instante sus cantos y sus gritos. Volvieron a empezar, esta vez más conjuntados, pero en el momento de franquear la puerta, encontraron el mismo obstáculo. Entonces, algunos ancianos tomaron la palabra. –  Esto es un capricho del venerable santón que no quiere entrar a la tumba con los pies por delante. Dieron la vuelta al cuerpo, se volvieron a retomar los cánticos y… otro capricho, y otra caída de los derviches que llevaban las parihuelas.  Se consultaron de nuevo: –   “Puede ser, dijeron algunos creyentes, que el santón no encuentre esta tumba digna de él. Habrá que construirle una más adecuada. –  No, no, respondieron algunos turcos, no vamos a obedecerle en todos sus caprichos, el hombre santo siempre ha demostrado un humor muy voluble. Tratemos de todos modos de hacerle entrar, y una vez en el interior, puede que le guste; de otro modo, siempre tendremos tiempo de sacarle afuera. –  ¿Y cómo lo haremos? dijeron los derviches. – ¡Pues bien!, hacedle girar rápidamente para aturdirle un poco y luego, sin darle tiempo a que se de cuenta, le empujáis hasta la abertura.” Ese consejo pareció convencer a todos, así que otra vez resonaron los cánticos  con renovado ardor, y los derviches, agarrando el féretro por los dos extremos, le hicieron dar vueltas durante unos minutos; después, con un súbito movimiento, se precipitaron hacia la puerta; esta vez con un éxito total. El pueblo esperaba ansioso el resultado de esa difícil maniobra; pues se temió por un instante que los derviches sucumbieran víctimas de su audacia, y los muros se derrumbasen sobre ellos; pero no tardaron en salir triunfantes, anunciando que tras algunas dificultades, el santo se había mantenido tranquilo: tras lo cual, la muchedumbre prorrumpió en gritos de alegría y se dispersó por la campiña y hacia dos cafetines que dominaban la costa de Raz-Beirut. Este era el segundo milagro turco que tuve ocasión  de presenciar (todavía recuerdo el de la Dhossa, en donde el Sharíf de la Meca pasaba a caballo sobre los cuerpos de los creyentes, tendidos en medio del camino); pero aquí el espectáculo de ese muerto caprichoso, que se agitaba en los brazos de sus porteadores, rehusándose a entrar en la tumba, me trajo a la memoria un pasaje de Luciano[3], que atribuye las mismas fantasías a una estatua de bronce del Apolo sirio[4]: Cuentan que en un templo situado al este del Líbano, sus sacerdotes, una vez al año, tenían por costumbre lavar a sus ídolos en un lago sagrado. Apolo siempre rechazó esta ceremonia… no le gustaba el agua, sin duda, por su calidad de príncipe de los fuegos celestes, y cada vez que iban a lavarlo al lago, se agitaba visiblemente sobre los hombros de los porteadores, a los que siempre terminaba arrojando al suelo. Según Luciano, esa maniobra era fruto de una cierta habilidad gimnástica de los sacerdotes; pero ¿vamos a creernos esa afirmación del Voltaire de la Antigüedad?. En lo que a mí respecta siempre estuve más dispuesto a creer todo que a negarlo, y a admitir los prodigios atribuidos al Apolo sirio, que no es otro que Baal. No veo porqué ese poder acordado a los genios rebeldes y a los espíritus de Python no habría de producir tales efectos; tampoco entiendo porqué el alma inmortal de un pobre santón no podría ejercer una acción magnética sobre los creyentes convencidos de su santidad. Además, ¿quién osaría mostrar escepticismo al pie del Líbano? ¿Acaso no es esa orilla la cuna de todas las creencias del mundo? Pregunten al primer paisano de la montaña con que se encuentren allí y les dirá que es en ese mismo punto de la tierra en donde acaecieron los primeros sucesos de la Biblia; les conducirá al lugar en donde ardieron los primeros sacrificios; les mostrará la roca manchada con la sangre de Abel; más allá, dirá que estaba la ciudad de Enochia[5], construida por los gigantes y de la que aun se distinguen algunos vestigios; en cualquier otra parte, les mostrará la tumba de Canáan, hijo de Cam… Y todo ello, sin olvidarse de la antigüedad griega, pues verán también descender de esos montes a todo el risueño cortejo de divinidades que Grecia aceptó y cuyo culto transformó, propagado por las emigraciones fenicias. Estos bosques y estas montañas han retumbado con los gritos de Venus llorando a Adonis, y es en esas grutas misteriosas donde todavía algunas sectas idólatras celebran orgías nocturnas en las que se va a adorar y llorar sobre la imagen de la víctima, pálido ídolo de marfil con sangrantes heridas, y en torno al que las mujeres afligidas imitan los gritos de lamento de la diosa. Los cristianos de Siria tienen ritos parecidos: durante la noche del viernes santo una madre llorosa sostiene en sus brazos al amante, pero esa imitación plástica no es menos sobrecogedora, ya que se han conservado las formas de la celebración descrita tan poéticamente en Los Idilios de Teócrito[6]. Y desde luego créanme: bastantes tradiciones primitivas no han hecho más que transformarse o renovarse en los nuevos cultos. No sé muy bien si nuestra Iglesia está muy conforme con la leyenda de Simeón el Estilita[7], y pienso, espero que sin ser demasiado irreverente, que bien puede encontrarse exagerado el tipo de mortificación elegido por ese santo; aunque Luciano también comenta que ciertos devotos ascetas de la antigüedad pasaban varios días de pie sobre altas columnas de piedra erigidas por Baco, a poca distancia de Beirut, y en honor de Príapo y de Juno.[8]  Pero desechemos ese bagaje de antiguos recuerdos y ensoñaciones religiosas a las que nos han llevado de forma irrefutable el aspecto de estos lugares y la mezcolanza de sus pobladores, que es posible resuman todas las creencias y supersticiones de la tierra: Moisés, Orfeo, Zoroastro, Jesús, Mahoma, y hasta un Buda indio, hallan aquí discípulos más o menos numerosos… No se vayan a creer que todo ello debería animar a la ciudad, colmándola de fiestas y ceremonias y convirtiéndola en una suerte de Alejandría en tiempos de los romanos. No, hoy aquí todo es calma y monotonía por influencia de las ideas modernas. Es en la montaña donde encontraremos sin duda esas costumbres pintorescas, esos extraños contrastes que tantos autores han señalado, aunque de hecho pocos fueran los que pudieran jactarse de haberlos observado personalmente. [1] La pregunta que se hace el autor en el párrafo anterior sobre la posible ubicación del circo de Herodes Agripa junto a la mezquita del cementerio turco. [2] Almée, del árabe âlmet («sabia»), mujer india cuya profesión es la de improvisar versos, cantar y danzar en las fiestas, acompañándose de flauta, castañuelas o címbalos. Eran escogidas entre las muchachas más hermosas y recibían una cuidadosa educación. Con frecuencia eran reclamadas por la gente importante para alegrar los festines. (« Almée » dans Dictionnaire universel d’histoire et de géographie, 1878) (EDL) [3] Sobre Luciano (Luciano de Samosata) y La Déese de Syrie: http://remacle.org/bloodwolf/philosophes/Lucien/deessesyr.htm#01a   y http://www.scielo.org.ar/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0328-12052007000100003 (EDL) [4] Nerval se refiere, alterándolo, a un pasaje del tratado atribuido a Luciano de Samosata, La Diosa de Siria, en el que el Apolo de Hierápolis imprime ciertos movimientos a sus sacerdotes para inspirarles sus oráculos. (GR) [5] Thomich dijo que Iared, nieto de Adam por la línea de Set, edificó una ciudad llamada Astrahim, que después fue llamada Enochia por su hijo Enoch; pero hay quien dice que fue Caín el constructor de esa ciudad en honor a su hijo Enoch (http://es.wikipedia.org/wiki/Henoc) (EDL) [6] Teócrito (c. 310 a. C. – c. 260 a. C.), poeta griego fundador de la poesía bucólica o pastoril y uno de los más importantes del Helenismo.  (http://es.wikipedia.org/wiki/Te%C3%B3crito#Idilios_y_poemas_buc.C3.B3licos) (EDL)  [7] Venerado cerca de Alepo, pasó 27 años en una celda colocada sobre el capitel de una columna. (GR) [8] Columnas fálicas, en el templo de Hierápolis, erigidas por el dios Baco en honor de la diosa Juno.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 febrero, 2012 28 febrero, 2012 Accidentado entierro de un santón, el Apolo sirio o el Baal fenicio, engaño de los derviches, Simeón el estilita y los ascetas de Príapo y Juno, tocados por el dedo de dios
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, case EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XI. La cena del rey… de cómo Solimán, ask ya ebrio, pretende forzar a Balkis que le acusa de traidor y de abusar de su poder. Y de cómo la reina le pone un narcótico en la copa de vino y consigue escapar, aunque sin recuperar el anillo que había regalado a Solimán para que gobernara sobre los genios…        En la siguiente sesión, el narrador prosiguió…        Empezaba a ponerse el sol; el sofocante aliento del desierto abrasaba los campos iluminados por los reflejos de un torbellino de nubes cobrizas; sólo la sombra de la colina del Moria proyectaba algo de frescor sobre el seco lecho del Cedrón; las hojas moribundas se agostaban, y las resecas flores de las adelfas pendían exangües y arrugadas; camaleones, salamandras y lagartos pululaban entre las rocas; los bosquecillos habían suspendido su rumor, y los arroyuelos, silenciado su murmullo.        Frío y preocupado durante esa ardiente y monótona jornada, Adonirám, tal y como le había anunciado a Solimán, fue a despedirse de su real amante, preparada para una separación que ella misma había solicitado. “Partir conmigo, -había dicho-, sería enfrentarse con Solimán, humillarle frente a su pueblo, y añadir un ultraje al sufrimiento que las potencias eternas me han obligado a causarle. Quedarse aquí, tras mi marcha, querido esposo, sería buscar vuestra muerte. El rey está celoso, y en cuanto yo huya, vos seréis la única víctima que quedará a merced de su resentimiento.        – ¡Pues bien! Compartamos el destino de los hijos de nuestra raza, y vaguemos por la tierra errantes y dispersos. Yo he prometido al rey que marcharía hacia Tiro. Seamos sinceros ahora que vuestra vida ya no depende de una mentira. Esta misma noche tomaré el camino de Fenicia, desde donde continuaré para reunirme con vos en el Yemen, atravesando las fronteras de Siria, cruzando la Arabia pedregosa, y siguiendo por los desfiladeros de los montes Cassanitas[1]. ¡Qué desgracia! mi querida reina, ¿tengo que dejaros ya, abandonaros en una tierra extranjera a merced de un déspota enamorado?        – No os inquietéis, mi señor, mi alma es totalmente vuestra, mis servidores son fieles, y esos peligros desaparecerán gracias a mi prudencia. Tormentosa y sombría va a ser la próxima noche que ha de ocultar mi huida. Odio a Solimán; él sólo codicia mis Estados; me ha rodeado de espías; ha intentado seducir a mis servidores, sobornar a mis oficiales, negociar con ellos la conquista de mis fortalezas. Si él hubiera adquirido derechos sobre mi persona, yo jamás habría vuelto a ver el Yemen. Me arrancó con engaños una promesa, es cierto; pero ¿qué es mi perjurio comparado con el precio de su deslealtad? y además ¿acaso no debía yo engañarle, a él, que en cuanto ha podido me ha querido mostrar, con amenazas mal fingidas, que su amor no tenía límites y que se había acabado su paciencia?        – ¡Hay que sublevar a las corporaciones!        – Las corporaciones solo esperan su paga; no se moverán. ¿Para qué lanzarse a azares tan peligrosos? Esas palabras que acabáis de pronunciar, lejos de alarmarme, me satisfacen; incluso las había previsto, y las esperaba con impaciencia. Pero id en paz, mi bien amado, ¡Balkis será vuestra para siempre!        – Entonces, adiós, reina: debo abandonar ya este aposento en el que he encontrado una felicidad como jamás había soñado. Tengo que dejar de contemplar lo que para mí es la vida. ¿Os volveré a ver? ¡Qué desgracia! ¡estos rápidos instantes habrán pasado como un sueño!        – No, Adonirám; muy pronto, estaremos juntos para siempre… Mis sueños, mis presentimientos, de acuerdo con el oráculo de los genios, me aseguran la continuidad de nuestra raza, y llevo conmigo una preciosa prenda de nuestro himen. Vuestras rodillas recibirán a ese hijo destinado a hacernos renacer y a liberar el Yemen y la Arabia entera del débil yugo de los herederos de Solimán. Un doble aliciente os llama; un doble afecto os ata a la que os ama, y vos volveréis.”        Adonirám, enternecido, apoyó los labios sobre la mano en la que la reina había dejado caer sus lágrimas y, armándose de todo su valor, posó sobre ella una última y prolongada mirada; después, volviéndose a la fuerza, dejó caer tras de si la cortina de la jayma y tomó el camino del Cedrón.        En Mello esperaba Solimán a la sonriente y desolada reina; roído por las angustias más terribles; dividido entre la cólera y el amor; la sospecha y los remordimientos anticipados. Mientras, Adonirám, esforzándose por enterrar los celos en las profundidades de su tristeza, llegaba al templo para pagar a los obreros antes de tomar el cayado del exilio. Cada uno de estos personajes pensaba vencer a su rival contando para ello con un secreto conocido por ambas partes. La reina ocultaba sus intenciones, y Solimán, a su vez, bien informado, disimulaba poniendo en duda su ingenioso amor propio.        Desde las terrazas de Mello, vigilaba el cortejo de la reina de Saba que serpenteaba a lo largo del sendero de Emathia. Por encima de Balkis, las murallas teñidas de púrpura del templo, en el que todavía reinaba Adonirám, hacían brillar sobre una sombría nube sus almenas dentadas. Un sudor frío bañaba las sienes y pálidas mejillas de Solimán; sus ojos, de par en par, devoraban el espacio. La reina hizo su entrada acompañada por sus oficiales de más alto rango y la gente de su servicio, que se mezclaron con los del rey.        Durante la velada, el príncipe parecía preocupado; Balkis se mostró fría y casi irónica; sabía que Solimán estaba enamorado. La cena fue silenciosa; las miradas del rey, furtivas o desviadas con afectación, parecían evitar la impresión que le causaban las de la reina que a su vez, apagadas o avivadas por una llama lánguida y contenida, reanimaban en Solimán ilusiones sobre la que deseaba ser dueño. Su aire concentrado denotaba algún deseo. Él era hijo de Noé, y la princesa observó cómo, fiel a la tradición del padre de las viñas, buscaba en el vino la firmeza que le faltaba. Cuando se retiraron los cortesanos, fueron los guardianes mudos los que sustituyeron a los oficiales del príncipe; y como la reina había sido atendida por sus servidores, ella cambió a los sabeos por nubios, que desconocían la lengua hebrea.        “Señora, -dijo con severidad Solimán Ben-Daoud-, creo que se hace necesaria una explicación entre nosotros.        – Querido Señor, os habéis anticipado a mis deseos.        – Yo había pensado que, fiel a la palabra dada, la princesa de Saba, más que una mujer, era una reina…        – Pues es al contrario, -interrumpió Balkis con viveza-; antes que reina, señor, soy una mujer. ¿Quién no está sujeto a errores? Yo os creí sabio; luego, os creí enamorado… Soy yo la que ha sufrido el más cruel de los desengaños.”        Balkis suspiró.        “Vos sabéis de sobra que os amo, -continuó Solimán-; de no haber sido así, vos no habríais abusado de vuestro ascendente, ni arrojado a vuestros pies un corazón que al fin se revuelve.        – Pensaba haceros los mismos reproches. No es a mí a quien amáis, señor, es a la reina. Y francamente, ¿estoy yo en edad de ambicionar un matrimonio de conveniencia?. Pues bien, sí, he querido sondear vuestra alma: más delicada que la reina, la mujer, descartando la razón de Estado, ha pretendido disfrutar de su poder: ser amada, tal era su sueño. Atrasando la hora de satisfacer una promesa arrancada por sorpresa; la mujer os puso a prueba; esperaba que vos únicamente desearais la victoria de su corazón, pero ella se equivocó; vos habéis querido consumarla con amenazas; vos habéis empleado con mis servidores tretas políticas, y vos sois ya más su soberano que yo misma. Esperaba un esposo, un amante; y estoy temiendo a un dueño y señor. Como veréis os he hablado con sinceridad.        – Si vos hubierais amado a Solimán, ¿no habríais excusado las faltas causadas por su impaciencia en perteneceros? Pero no, en vuestros pensamientos sólo le veíais como objeto de odio, no es por culpa suya que…        – Deteneos, señor, y no añadáis ofensa a suposiciones que me han herido. La desconfianza azuza a la desconfianza, los celos intimidan al corazón y, mucho me temo, que el honor que vos queríais hacerme habría costado muy caro a mi paz y a mi libertad.”        El rey se calló por miedo a perder todo, a comprometerse más adelante por culpa de un vil y pérfido espía.        La reina prosiguió con una gracia familiar y encantadora:        “Escuchad, Solimán, sed sincero, sed vos mismo, sed amable. Mi ilusión aún está ahí… mi espíritu se debate; lo noto, y sería aún más dulce si pudiera sentirme tranquila.        – ¡Ah! ¡cómo desterraríais toda preocupación, Balkis, si leyerais en este corazón en el que sólo vos reináis! Olvidemos mis sospechas y las vuestras, y consentid al fin en hacerme feliz. ¡Fatal poderío el de los reyes! ¡qué soy yo, a los pies de Balkis, hija de patriarcas, sino un pobre árabe del desierto!        – Vuestro deseo concuerda con los míos, y me habéis comprendido. Sí, -añadió ella, acercando al cabello del rey su rostro a un tiempo cándido y apasionado-; sí, es la austeridad del matrimonio hebreo la que me deja de hielo y me asusta: el amor, sólo el amor me habría arrastrado, si…        – ¿Si?… terminad, Balkis: la música de vuestra voz me penetra y abraza.        – No, no… ¿qué iba a decir, y qué repentino desfallecer?… Estos vinos tan dulces tienen algo de pérfidos, y me siento completamente trastornada.”        Solimán hizo una señal: los mudos y los nubios llenaron las copas, y el rey vació la suya de un solo trago, observando con satisfacción cómo Balkis hacía otro tanto.        – Hay que admitir, -siguió la princesa entusiasmada-, que el matrimonio, siguiendo el rito judío, no ha sido establecido para uso de reinas, y presenta algunos aspectos enojosos.        – ¿Es eso lo que no os permite tomar una decisión? –preguntó Solimán clavando sobre ella una mirada transida de una cierta languidez.        – No lo dudéis. Eso, sin mencionar el desagrado que supone el que os preparen jóvenes obligadas a revestirse de fealdad, ¿no es doloroso librar el cabello a las tijeras, y verse envuelta en pelucas para el resto de vuestros días? A decir verdad, -añadió, mostrando sus magníficas trenzas de ébano-, no tenemos ricos atavíos que perder.        – Nuestras mujeres, -objetó Solimán-, tienen la libertad de reemplazar sus cabellos por pelucas de plumas de gallo hermosamente rizadas[2].        La reina sonrió algo desdeñosa. “Entonces, -dijo Balkis-, aquí el hombre compra a la mujer como si fuera una esclava o una sirvienta; incluso ella debe venir humildemente a ofrecerse a la puerta de su marido. En fin, que la religión algo tiene que ver en ese contrato más parecido a una mercadería; y el hombre, cuando recibe a su compañera, extiende la mano sobre ella diciendo: Mekudescheth-li; en buen hebreo: “Tú me has sido consagrada”. Y más aún, vos tenéis todas las facilidades para repudiarla, traicionarla, incluso para hacerla lapidar bajo cualquier ligero pretexto… Tanto podría yo estar orgullosa de ser amada por Solimán, como de estar temerosa de desposarle.        – ¡Amada! -exclamó el príncipe levantándose del diván en el que reposaba-; ¡ser amada, vos!  jamás mujer alguna ha ejercido un poder más absoluto. Yo estaba irritado; vos me apaciguásteis a vuestro antojo; siniestras preocupaciones me trastornaban; y yo me he esforzado en hacerlas desaparecer. Me estáis confundiendo; lo noto, y aún así estoy conspirando con vos para abusar de Solimán…”        Balkis alzó la copa por encima de su cabeza dándose la vuelta con un voluptuoso movimiento. Los dos esclavos volvieron a llenar las cráteras y se retiraron.        El salón del banquete estaba desierto; la claridad de las lámparas, haciéndose cada vez más débil, arrojaba misteriosos resplandores sobre el pálido Solimán, los ojos ardientes, los labios temblorosos y descoloridos. Una extraña languidez se iba amparando poco a poco de él: Balkis le contemplaba con una equívoca sonrisa.        De pronto, él se acordó… y saltó sobre su lecho.        “Mujer, -exclamó-, se acabó el jugar con el amor de un rey…; la noche nos protege con sus velos, nos rodea el misterio, una llama abrasadora recorre todo mi ser; la rabia y la pasión me enervan. Esta hora me pertenece, y si vos sois sincera, no me privaréis más de una felicidad tan costosamente comprada. Reinad, sed libre; pero no rechacéis a un príncipe que se ofrece a vos, cuyo deseo le consume, y que, en este momento, os disputaría incluso a los poderes del infierno.”        Confusa y palpitante, Balkis respondió bajando los ojos:        “Dejadme tiempo para reflexionar; ese lenguaje es nuevo para mí…        – ¡No! –interrumpió el delirante Solimán, acabando de vaciar la copa que le proporcionaba tal audacia-; no, mi paciencia ha llegado al límite. Para mí es ya una cuestión de vida o muerte. Mujer, tu serás mía, lo juro. Si me engañas… yo seré vengado; si me amas, un amor eterno comprará mi perdón.”        Él extendió las manos para enlazar a la joven, pero sólo abrazó una sombra; la reina había retrocedido suavemente, y los brazos del hijo de Daoud cayeron pesadamente. Su cabeza se inclinó; guardó silencio, y de pronto, dando traspiés, se sentó… Sus ojos entornados se dilataron con esfuerzo; sentía expirar el deseo en su pecho, y los objetos se movían sobre su cabeza. Su rostro embotado y pálido; encuadrado por la barba negra, expresaba un terror vago; sus labios se entreabrieron sin articular sonido alguno, y la cabeza, abrumada por el peso del turbante, cayó sobre los cojines del lecho. Atenazado por fuertes lazos invisibles, trataba de sacudírselos de encima con el pensamiento, pero sus miembros no obedecían a su imaginario esfuerzo.        La reina se acercó, lenta y severa; él la contempló temeroso, de pie, la mejilla sobre sus dedos doblados, mientras que con la otra mano se apoyaba en el codo. Ella le observaba; él la oyó hablar y decir:        “El narcótico actúa…”        Las negras pupilas de Solimán se apagaron en las órbitas blancas de sus grandes ojos de esfinge, y se quedó inmóvil.        “¡Bien, -continuó ella-, obedezco y cedo, me ofrezco a vos!…”        Se arrodilló y tocó la mano helada de Solimán, que exhaló un profundo suspiro.        “Aún oye… -murmuró ella-. Escucha, rey de Israel, tú que impones el amor valiéndote de tu poderío, del servilismo y de la traición; escucha: me escapo de tu poder. Pero si la mujer ha abusado de ti, la reina no te habrá engañado. Estoy enamorada, pero no de ti; el destino no lo ha permitido. Descendiente de un linaje superior al tuyo, he debido, para obedecer a los genios que me protegen, escoger un esposo de mi sangre. Tu poderío expira ante el suyo; olvídame. Que Adonay te escoja compañía. Él es grande y generoso: ¿acaso no te ha otorgado la sabiduría, que por cierto bien se la has pagado en esta ocasión con tus servicios?. A él te abandono, y te retiro el inútil apoyo de los genios que tanto desdeñas y que no has sabido gobernar…”        Y Balkis, amparándose del dedo en el que veía brillar el talismán con el anillo que le había dado a Solimán, se dispuso a retirárselo; pero la mano del rey, que respiraba a duras penas, contrayéndose en un sublime esfuerzo, se cerró crispada, y todos los esfuerzos que hizo Balkis para volver a abrirle la mano, fueron inútiles.        Balkis iba a hablarle de nuevo, cuando la cabeza de Solimán Ben-Daoud cayó hacia atrás, los músculos del cuello se distendieron; se le entreabrió la boca, y sus ojos entornados se empañaron, pues su alma había volado al país de los sueños.        Todo dormía en el palacio de Mello, excepto los servidores de la reina de Saba, que habían narcotizado a sus anfitriones. A lo lejos gruñía la tormenta; el cielo negro, surcado de rayos; los vientos desencadenados dispersaban la lluvia sobre las montañas.        Un corcel de Arabia, negro como una tumba, esperaba a la princesa, que dio la señal de retirada, y pronto el cortejo, tomando el camino de los barrancos que rodeaban la colina de Sión, descendió hasta el valle de Josafat. Vadearon el Cedrón, cuyas aguas comenzaban ya a crecer con la lluvia torrencial para proteger la huida y, dejando a la derecha el Tabor, coronado de relámpagos, llegaron a una de las lindes del huerto de los olivos para desde allí tomar el montuoso sendero de Betania.        “Sigamos este camino, -dijo la reina a su guardia-; nuestros caballos son ágiles; a estas horas, nuestro campamento ya se habrá recogido y nuestra gente se habrá encaminado hacia el Jordán. Les encontraremos en la segunda hora del día más allá del lago Salado[3], desde donde nos adentraremos por los desfiladeros de los montes de Arabia.”        Y aflojando la brida de su montura, sonrió a la tempestad pensando que compartía las desgracias con su querido Adonirám, sin duda ya errante y camino de Tiro.        Justo en el instante en que se dirigían hacia el sendero de Betania, el resplandor de los relámpagos desenmascaró a un grupo de hombres que lo atravesaban en silencio y se detuvieron estupefactos ante el ruido del cortejo de espectros que cabalgaba en medio de las tinieblas.        Balkis y su séquito pasaron delante de ellos y uno de los guardias, adelantándose para ver quiénes eran, dijo en voz baja a la reina:        “Son tres hombres que llevan a un muerto envuelto en el sudario.” [1] Ptolomeo (Geografía VII) habla de la “región Cassanite”, al norte del Yemen. (GR). También en “Ensayo de geografía histórica antigua” (pg. 53), de José María Anchoriz (Madrid, 1853) [2] En Oriente, todavía hoy, las mujeres judías casadas están obligadas a sustituir por plumas su cabello, que debe permanecer cortado a la altura de las orejas y oculto bajo su tocado (MJ). [3] El Mar Muerto, llamado en la Biblia “mar de Sal”. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 24 mayo, 2012 30 mayo, 2012 Adoniram, Balkis, Betania, Mello, monte Moria, montes Cassanitas, Noé, río Cedrón, río Jordán, Solimán
“VIAJE A ORIENTE” 001

EL VIAJE A ORIENTE, de Gérard de Nerval Una incitación a descubrir a los viajeros románticos por tierras de Oriente… Eso pretende ser esta modesta traducción que, capítulo a capítulo, por entregas, como los antiguos folletones, iré dejando en el Archivo de la Frontera a quienes se interesen por ese mundo oriental, descrito, ensoñado y en muchas ocasiones inventado por Gérard de Nerval en su peculiar viaje a Oriente. Porqué he elegido a Gérard de Nerval… He viajado y trabajado durante años en algunos de los países mencionados por Nerval en su “Viaje a Oriente”, y he tenido la ocasión de vislumbrar una buena parte de los episodios descritos en la obra de este visionario del XIX que, a pesar de los años transcurridos desde su creación, no sólo no ha perdido vigencia, sino que su aguda ironía, su especial percepción y fino humor (despojándolo de los prejuicios propios de la época) son la mejor guía de viaje para el curioso que desee todavía adentrarse en ese Oriente de amalgamas culturales y contradicciones intensas. ¿Un libro de viajes?, ¿una reflexión sobre el origen de las civilizaciones?, ¿nostalgia de un mundo más libre y menos encorsetado que el “occidente” que vivió Nerval?.  Yo prefiero definir esta obra como el intento suicida de buscarse a uno mismo en una vertiginosa carrera por un Oriente, en apariencia confortable y doméstico, acogedor y hospitalario, pero a la postre ajeno y escurridizo. Nerval, en su obra, parece buscar la libertad del individuo, esa inocencia primitiva que no encuentra en su propio mundo, pero pronto se muestra aturdido y comienza a describir ese aspecto que tanto le confunde y fatiga cuando lo encuentra en su peculiar Oriente: el hombre-colectivo, el hombre despojado de su individualidad; el hombre que existe y se relaciona dentro de las reglas establecidas por la comunidad islámica. En el Islām sólo la “ŷamā’a” (colectividad musulmana) rige las normas sociales en las que se ha de mover el individuo. El individuo existe en tanto que es miembro de esa “ŷamā’a”. La “ŷamā’a” únicamente puede darse dentro del “camino” (“Islam”). Este “camino” tiene sus reglas, sus leyes para gobierno de esa comunidad. De la traducción… De los dos volúmenes que componen el “Voyage en Orient” (Viaje a Oriente), de Gérard de Nerval, editados por FLAMMARION en 1980 y comentados por Michel Jeanneret, en principio he seleccionado para su traducción la parte que se centra en su viaje a Egipto, Líbano y Siria, y he omitido, de momento, el inicio de su “Viaje…”, que comienza en Ginebra y describe la ruta seguida a través de Suiza, Austria y Grecia. El propósito de esta omisión es introducir al lector, interesado en el Oriente nervaliano, en ese universo que comienza a partir del apartado dedicado a “Las mujeres del Cairo”. He respetado el orden de los capítulos y los títulos de los mismos que aparecen en la edición de FLAMMARION. También he recogido aquellas notas de Jeanneret  necesarias para una mejor comprensión del texto, además de otras propias, que he incluido por considerarlas necesarias para aclarar algunos términos. Y ahora, les invito a seguir la aventura personal y literaria del “Viaje a Oriente” y a participar en este grupo con sus comentarios, correcciones, tertulias varias y cuanto les sugiera la lectura de este libro. EdL    CRONOLOGÍA – Gérard de Nerval (1808-1855) 1808: Gérard de Nerval nace en París el 22 de mayo. Su nombre auténtico fue Gérard Labrunie. Su padre, de Agen, en el Perigord, es del sur; la familia de su madre, una “mujer del norte”, se instaló en la región de Valois. El niño es criado por una nodriza en Loisy, cerca de Ermenonville y Mortefontaine. 1810: Su padre, médico destinado al servicio del ejército del Rhin, acompaña a las tropas napoleónicas en Alemania, siempre acompañado de su mujer. Su esposa muere en Silesia, a los veinticinco años, y será enterrada en el cementerio católico polaco de Gross-Glogau. Antoine Boucher, de Montefontaine, tío-abuelo materno de Gérard de Nerval, se hace cargo de su custodia. 1814: Regreso del doctor Labrunie, que se instala en París con el niño. Nerval volverá durante las vacaciones al Valois, en donde encontrará las adolescentes y los paisajes que conformarán sus mitos sobre la infancia feliz. 1820-1826: Alumno externo del Liceo Charlemagne, junto con su camarada Teófilo Gautier. Primeros ensayos literarios, de los que aunque todavía son escolares, se publican dos: “Elegías nacionales”[1] a la gloria de Napoleón, y “La Academia o los miembros imposibles de encontrar”[2], una comedia satírica. 1828: La traducción del “Fausto” de Goethe, le permite introducirse en los medios literarios. Le presentan a Víctor Hugo, y se une a los jóvenes románticos: Pétrus Borel, Célestin Nanteuil… 1830: Participa en la batalla de Hernani. Publica una traducción de “Poesías alemanas” y una “Selección de poesías de Ronsard, Du Bellay, etc.” 1831-1833: Toma el seudónimo de Gérard de Nerval, del nombre de una propiedad perteneciente a su familia materna. Aunque estudiante de medicina, frecuenta sobre todo los círculos de artistas. Desde ese momento y durante diez años llevará la vida de la bohemia. Colabora con poemas y traducciones del alemán en varias revistas; comienza a escribir teatro, y termina una novela “El príncipe de los idiotas”[3] 1834: Viaja a italia, hasta Nápoles. Conoce a Jenny Colon, comediante y cantante, de la que se enamora, y crea para ella una revista, “El mundo dramático”[4], que le llevará  rápidamenta a la ruina. 1835: Se instala con Teófilo Gautier, Camille Rogier, Arsène Houssaye y Esquirós, en el pasadizo del Doyenné. Es “La Bohemia galante”. 1836: Se gana la vida como periodista. Viaja a Bélgica con Gautier. 1837: Colaboración teatral con Alejandro Dumas: escriben juntos una ópera-cómica, “Piquillo”, interpretada por Jenny Colon. 1838: Jenny Colon se casa. Viaja a Alemania con Dumas. Termina el drama de “Léo Burckart”, que será representado al año siguiente. 1839: Estreno de “El alquimista”[5], en colaboración con Dumas. Misión oficiosa en Austria, por encargo del Ministerio del Interior. Deja París el 31 de octubre, pasa por Lyon, Bourg, Ginebra, Lausanna, Berna, Zurich, Constance, Lindau, Munich, Salzburgo, Linz, y llega a Viena el diecinueve de noviembre. Es recibido en la embajada de Francia, en donde conoce a la pianista Marie Pleyel y a Liszt. Su amigo Alexandre Weill le introduce en los círculos literarios, y colabora en periódicos vieneses. 1840: Sale de Viena el uno de marzo y vuelve a París, en parte a pie, por falta de dinero. Traducción del “Segundo Fausto”, publicado con un importante prefacio. Viaja a Bélgica, y de nuevo en Bruselas con Jenny Colon y Marie Pleyel. 1841: Graves preocupaciones materiales. Primera crisis de locura y estancia de ocho meses en la Clínica del Doctor Emile Blanche. 1842: Muere Jenny Colon, y del veintitrés al veintiocho de diciembre, Nerval viaja de París a Marsella acompañado por un personaje poco conocido, Joseph de Fonfrède.  1843: COMIENZA EL VIAJE A ORIENTE. Del uno al ocho de enero pasa de Marsella a Malta a bordo del “Mentor”. Del nueve al dieciséis de enero hace la travesía desde Malta a Alejandría, a bordo el Minos. Avista Cérigo, y hace escala en Syra. Del treintaiuno de enero al seis de febrero viaja por el Nilo, desde Alejandría a El Cairo. Del siete de febrero al dos de mayo reside en El Cairo. Al principio, se aloja en el Hotel Domergue, después, en una casa alquilada en el barrio copto. Paseos por los alrededores de El Cairo, lecturas y encuentros con la colonia europea en el barrio franco. De primeros a mediados de mayo, desciende hasta Damieta por el delta del Nilo, luego, navega por el Mediterráneo hasta llegar a Beirut, con escalas en Jaffa y en San Juan de Acre. De mediados de mayo a primeros de julio, reside en Beirut, en donde parece ser que estuvo enfermo. Excursiones a las montañas del Líbano. De primeros de julio al veinticinco de julio, viaja desde Beirut hasta Constantinopla, con escalas en Chipre, Rodas y Esmirna. Del veinticinco de julio al veintiocho de octubre vive en Constantinopla. Se aloja en Péra, y luego en  Estambul. Se introduce en diversos círculos, turcos y europeos, gracias al pintor Camille Rogier. Del veinticinco de septiembre al veinticinco de octubre participa en las fiestas nocturnas del Ramadán. Del veintiocho de octubre al cinco de noviembre se traslada desde Constantinopla a Malta, a bordo del “Eurotas”. Del cinco al dieciséis de noviembre pasa la cuarentena en Malta, y del dieciséis al dieciocho de noviembre navega desde Malta hasta Nápoles. Del dieciocho de noviembre al uno de diciembre permanece en Nápoles y visita Pompeya y Herculano. Es acogido por la familia del Marqués de Gargallo. Del uno al cinco de diciembre viaja de Nápoles a Marsella a bordo del “Francesco Primo”. Del cinco de diciembre al uno de enero vive en Marsella, recorre la Provenza, pasa las Navidades en Nîmes, con la familia de Camille Rogier. Después vuelve a París por Lyon. 1844: Comienza la redacción y publicación en artículos del “Viaje a Oriente”[6]. Colabora con regularidad en “L’Artiste”. Viaja a Bélgica y a Holanda con Arsène Houssaye. 1846-1847: Algunos viajes breves a los alrededores de París y a Londres. Los recuerdos de Oriente siguen apareciendo de modo fragmentario en revistas. 1848: Primer volumen de “Escenas de la vida oriental. Las mujeres del Cairo”[7], sin eco a causa de la revolución. Publica traducciones de los poemas de Heine, con el que traba amistad. 1849: Publicación de una novela histórica, “El marqués de Fayolle”[8], inacabada. Creación de “Los Montenegrinos”[9], una ópera-cómica. Nueva crisis y corto reposo en la Clínica. Viaje a Londres con Gautier. 1850: Segundo volumen de las “Escenas de la vida oriental-II. Las mujeres del Líbano”[10]. Otra obra, “El carrito del niño”[11], en colaboración con Méry. Periodo de depresión nerviosa y atención médica. Viaje a Alemania y a Bélgica. Asiste en Weimar al estreno de “Lohengrin”. 1851: Edición definitiva del “Viaje a Oriente”[12], en Chez Cepentier, el catorce de junio. Representación de “El escultor de Harlem”[13]. Nueva crisis nerviosa y nuevos tratamientos médicos intermitentes. 1852: Enfermo y hospitalizado durante tres semanas en la “Maison Dubois” (Hospital Municipal), vive a finales de ese año grandes dificultades económicas y sicológicas, hasta el punto de pedir ayuda al Ministerio. Viajes a Bélgica, Holanda y después al Valois. Trabajo considerable: publica “Lorely”, “Las noches de octubre”[14], y “Los iluminados”[15], que había estado redactando durante años. 1853: Breves escapadas al Valois. De nuevo vuelve al hospital municipal, y después, desde agosto, se interna en la Clínica del Doctor Emile Blanche, en Passy, que abandona, aunque tiene que regresar a ella enseguida. Publica “Pequeños castillos de Bohemia”[16]; termina “Las hijas del fuego”[17] y “Las Quimeras”[18]. 1854: Encargado de una misión en Oriente, debe renunciar a causa de su salud. Internado en la Clínica del Doctor Blanche hasta mayo. Viaja a Alemania, y regresa de nuevo a la Clínica en agosto, de donde le sacan sus amigos en octubre. Lleva una existencia errante, sin domicilio fijo. Aparición de “Las hijas del fuego”[19]. Publica el comienzo de “Pandora” y de “Paseos y recuerdos”[20]. Trabaja en “Aurelia”[21]. 1855: Aparecen, el uno de febrero, y luego el quince de ese mes, las dos partes de “Aurelia”. Nerval ha llegado a un terrible estado de miseria física y moral. El veintiséis de enero, al alba, le encuentran ahorcado en la calle de la Vieille-Lanterne. Es enterrado en el cementerio de Père-Lachaise.         [1] Élégies Nationales [2] L’Académie ou les membres introuvables” [3] Le Prince des sots” [4] “Le Monde dramatique” [5] L’Alchimiste” [6] “Voyage en Orient” [7] “Scènes de la vie orientale. Les femmes du Caire” [8] “Le Marquis de Fayolle” [9] “Les Montenegrins” [10] “Scènes de la vie orientale. Les femmes du Liban” [11] “Le charriot de l’enfant” [12] “Voyage en Orient” [13] “L’Imagier de Harlem” [14] “Les Nuits d’octobre” [15] “Les Illuminés” [16] “Petits Châteaux de Bohême” [17] “Les Filles du feu” [18] “les Chimères” [19] “Les Filles du feu” [20] “Promenades et Souvenirs” [21] “Aurélia”

Esmeralda de Luis y Martínez 25 enero, 2012 26 enero, 2012 cronología, Egipto, Líbano, Nerval, Oriente, presentación, traducción, Viajes
“VIAJE A ORIENTE” 042

V. La embarcación – IV. La Sirafeh… Al entrar el MUTAHIR todos los niños fueron a sentarse de cuatro en cuatro en torno a unas mesas redondas, stuff en las que el maestro de escuela, sick el barbero y los santones ocupaban los sitios de honor. Los demás esperaron a que estos acabaran de comer para colocarse en su lugar. Los nubios se sentaron ante la puerta y recibieron el resto de los platos, cialis cuyas últimas sobras distribuyeron aún entre la pobre gente atraída por el ruido de la fiesta. Por último, y tras haber pasado por dos o tres series de invitados de inferior rango, llegaban los huesos a un último círculo compuesto por perros vagabundos atraídos por el olor de la comida. Nada se pierde en estos festines patriarcales, en donde, por muy pobre que sea el anfitrión, toda criatura viviente puede reclamar su parte de la fiesta. Aunque bien es verdad que la gente con más posibilidades acostumbran a pagar su participación con pequeños regalos, lo que alivia un poco la carga que se imponen en estas ocasiones las familias del pueblo. Y mientras tanto, llegaba para el MUTAHIR, el doloroso instante que debía clausurar la fiesta. Se hizo levantar de nuevo a los niños, y entraron solos en el salón en el que se encontraban las mujeres. Allí se cantaba: “¡Oh tú, tía paterna!, ¡Oh, tú, tía materna! Ven a preparar su sirafeh!”. A partir de ese momento los detalles me los dio la esclava que estuvo presente en la ceremonia de la sirafeh (ofrenda). Lass mujeres les dieron a los niños un chal que cuatro de ellos agarraron cada uno por un extremo. La tableta para escribir fue colocada en el centro, y el alumno más aventajado de la escuela (‘arif) se puso s salmodiar un cántico tras el cual los alumnos y las mujeres repetían a coro un estribillo. Se rogaba a Dios, que todo lo sabe, “que conoce el camino de la hormiga negra y su trabajo en las tinieblas”, que diera su bendición a ese niño, que ya sabía leer y podía comprender El Corán. Se daba las gracias, en su nombre, al padre, que había pagado las lecciones del maestro, y a la madre, que desde la cuna le había enseñado a hablar. “¡Que Dios me conceda, decía el niño a su madre, el verte sentada en el paraíso, saludada por María, Zeynab, hija de Ali, y por Fátima, hija del Profeta!” El resto de los versículos estaba dedicado al elogio de los pobres* y del maestro de escuela, por haberle explicado y hecho aprender al niño diversos capítulos del Corán. Otros cánticos menos serios se sucedían tras estas letanías. “¡Eh, vosotras, jóvenes muchachas que nos rodeáis, decía el ‘arif, que Dios os proteja mientras os peináis mirándoos al espejo! Y vosotras, mujeres casadas aquí reunidas, por la virtud de la azora 37:             la de La fecundidad, seáis benditas! – Pero si hay aquí mujeres que hubieren envejecido en el celibato, sean arrojadas fuera a alpargatazos!” Durante esta ceremonia, los muchachos paseaban la sirafeh por toda la sala, y cada mujer depositaba sobre la tableta pequeños donativos que se colocaban después en un pañuelo que los niños debían entregar a los pobres. Y regresando a la habitación de los hombres, el Mutahir fue colocado sobre un sillón alto. El barbero y su ayudante se colocaron de pie a ambos lados con sus instrumentos. Se colocó delante del niño una jofaina de cobre donde cada cual hubo de ir a depositar su ofrenda, tras lo cual, fue llevado por el barbero a una habitación separada de las otras, en donde la operación se celebró bajo los ojos de dos de sus parientes, mientras los timbales resonaban para tapar sus gritos. La asamblea, sin preocuparse por este asunto, pasó todavía la mayor parte de la noche bebiendo sorbetes, café y una especie de cerveza espesa (bouza); bebida embriagante, de la que sobre todo hacen uso los negros, y que sin duda es la misma que Herodoto designa con el nombre de cebada**. * J. Richer apunta que Nerval confunde FAKIRS y FAQUIS (maestros de escuela) ** Herodoto, II.77 (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 17 febrero, 2012 17 febrero, 2012 'arif, Ali, bouza, Fátima, La sirafeh, Zeynab
“VIAJE A ORIENTE” 030

III. El harem – VII. El viaje del virrey…  Muy pronto emprendimos de nuevo nuestro paseo y fuimos a visitar un palacio encantador adornado de rocallas y en donde las mujeres del virrey vienen a alojarse algunas veces durante el verano. Parterres arreglados al estilo turco, buy cialis representando los dibujos de un tapiz, viagra rodeaban esta residencia a la que se nos permitió el acceso sin mayores dificultades. No había pájaros en la jaula, y en las salas los únicos seres vivientes que se podían observar eran los relojes de péndola, que cada cuarto de hora lo anunciaban con una breve sonata tomada de las óperas francesas. La distribución de un harén es igual en todos los palacios turcos, y yo había visto ya un buen número de ellos. Siempre hay pequeños gabinetes rodeando grandes salas de reunión con divanes por todas partes, y como únicos muebles, pequeñas mesillas de madera  taraceada de nácar; receptáculos recortados en la carpintería, en forma de ojiva, aquí y allá, sirven para guardar los narguiles, los floreros y las tazas de café. Tres o cuatro habitaciones tan solo, decoradas a la europea, muestran unos cuantos muebles de pacotilla que harían el orgullo de la vivienda de una portera; pero se trata de los sacrificios al progreso, o de los caprichos de una favorita, y además, ninguno de aquellos trastos tiene utilidad alguna. Pero lo que en general se echa de menos en los harenes más importantes son las camas. “¿Dónde se acuestan entonces, le dije al cheikh, las mujeres y sus esclavas? –          Sobre los divanes. –          ¿Y no tienen cobertores? –            Duermen vestidas. De todas formas hay cobertores de lana o de seda para el invierno. –          No veo cuál es el lugar del marido en todo esto. –          ¡Pero hombre!, el marido duerme en su habitación, las mujeres en las suyas, y las esclavas (odaleuk) sobre los divanes de las grandes salas. Si los divanes y los cojines no son cómodos para dormir, se colocan colchones en medio de la habitación y se duerme ahí. –            ¿Totalmente vestidas? –            Siempre, aunque eso sí, conservando tan solo la ropa más sencilla: el pantalón, una camisola, una túnica. La Ley prohíbe a los hombres, al igual que a las mujeres, desnudarse los unos ante los otros del cuello para abajo. El privilegio del marido es el de ver libremente la cara de sus esposas, porque si la curiosidad le llevara más lejos, sus ojos serían malditos. –            Entonces comprendo, dije, que el marido no quiera pasar la noche en una habitación repleta de mujeres vestidas y que, por tanto, prefiera dormir en la suya; pero si se lleva con él a dos o tres de estas damas… –          ¡Dos o tres! Exclamó el cheikh indignado, ¿pero qué clase de perros cree usted que serían los que obraran de ese modo? ¡Bendito sea dios! ¿habría una sola mujer, incluso entre las infieles, que consintiera en compartir con otra el honor de dormir con su marido?, ¿es que en Europa se actúa de ese modo?. –          ¡En Europa!, repuse, no, desde luego que no, pero es que los cristianos sólo tienen una mujer, y se supone que los turcos, al tener muchas, viven con ellas como con una sola. –          Si hubiera, me dijo el cheikh, musulmanes tan depravados como para actuar tal y como suponen los cristianos, sus legítimas esposas exigirían de inmediato el divorcio, y hasta las mismas esclavas tendrían derecho de abandonarles. –          Fíjese usted, le dije al cónsul, en qué error nos movemos los europeos con respecto a las costumbres de estas gentes. La vida de los turcos representa para nosotros el ideal del placer, y ahora me doy cuenta de que ni siquiera ellos mandan en su propia casa. –          Casi todos, me repuso el cónsul, en realidad no viven más que con una sola mujer. De ese modo, las hijas de buenas familias, siempre imponen sus condiciones en sus alianzas. El hombre bastante rico para alimentar y mantener convenientemente a varias mujeres, es decir, darles un alojamiento privado a cada una, una doncella y dos ajuares de ropa completos al año, junto con un estipendio mensual fijo para sus casas puede, desde luego, tomar hasta cuatro esposas, pero la Ley le obliga a consagrar a cada una de ellas un día a la semana, lo que no siempre resulta tan agradable. Todo eso, sin mencionar además que las intrigas de cuatro mujeres, prácticamente con los mismos derechos, le harán la existencia aún más desafortunada, a no ser que se trate de un hombre muy rico y bien situado. E incluso, para estos últimos, el número de mujeres es un lujo como el de los caballos; y prefieren, en general, limitarse a una esposa legítima y tener bellas esclavas con las que incluso tampoco tienen siempre unas relaciones muy fáciles, sobre todo si sus esposas pertenecen a una gran familia. –          ¡Pobres turcos!, exclamé, ¡cuánto se les calumnia!. Pues si se trata tan sólo de tener aquí y allá amantes, todo hombre rico en Europa tiene las mismas facilidades. –          Tienen más, me dijo el cónsul. En Europa las instituciones son estrictas en estas cosas; pero los usos y costumbres se toman muy bien la revancha. Aquí, la religión, que regula todo, domina a la vez el orden social y el orden moral, y como no exige nada imposible, el hecho de observarla es un signo de honorabilidad. Eso no quiere decir que no existan excepciones; aunque son raras, y no se han podido producir hasta después de la reforma. Los devotos de Constantinopla se indignaron con Mahmoud, porque se enteraron de que había hecho construir un hammám en donde él podía asistir al aseo de sus mujeres; pero es algo poco probable, y lo más fácil es que sin duda sea una invención de los europeos”. Recorrimos, charlando de esta forma, los senderos pavimentados con piedras ovales formando dibujos blancos y negros, y los setos de boj tallados que bordeaban el camino. Me imaginaba a las blancas jovencitas dispersándose por los caminillos, arrastrando las babuchas por el pavimento de mosaico, y reuniéndose entre los recovecos de la vegetación, en donde grandes arrayanes se transformaban en balaustradas y arquerías; y en donde las palomas a veces se posaban allí, como almas que lamentaran esa soledad… Volvimos a El Cairo tras haber visitado el Nilómetro, en donde un pilar graduado, en la antigüedad consagrado a Serapis, se sumerge en un estanque profundo, y sirve para constatar la altura de las inundaciones de cada año. El cónsul quiso llevarnos aún al cementerio de la familia del pachá. Ver el cementerio después del harén, era hacer una triste comparación, pero, en efecto, la crítica a la poligamia está ahí. Este cementerio, consagrado sólo a los niños de la familia, parece una ciudad. Hay allí más de sesenta tumbas, grandes y pequeñas, la mayor parte nuevas, y formadas por cipos de mármol blanco. Cada uno de estos cipos está rematado bien por un turbante, bien por un tocado femenino, lo que imprime a las tumbas un carácter de realidad fúnebre. Parece como si se caminara a través de una multitud petrificada. Las tumbas más importantes están adornadas con ricas sedas y turbantes de brocado y cachemira; así, la ilusión es aún más dolorosa. Consuela pensar que a pesar de todas esas pérdidas la familia del pachá todavía es bastante numerosa. Por lo demás, la mortalidad de los niños turcos en Egipto parece un hecho tan antiguo como incontestable. Esos famosos mamelucos, que dominaron el país durante tanto tiempo, y que hicieron venir a las mujeres más bellas del mundo, no han dejado ni un solo vástago.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 el ajuar, el cementerio de los mamelucos, el harem, el nilómetro, el virrey, la poligamia, orden social y orden moral, religión
“VIAJE A ORIENTE” 052

VI. La Santa Bárbara – VIII. La amenaza… Volviéndome hacia el capitán vi, cialis en un escondrijo al pie de la chalupa, a la esclava y al viejo marinero hadji que habían vuelto a sus conversaciones religiosas, a pesar de mi prohibición. Esta vez no había más que decir; tiré violentamente del brazo de la esclava, que fue a caerse mullidamente, todo hay que decirlo, sobre un saco de arroz.             “Giaour! – Gritó. Comprendí perfectamente el significado de esa palabra. No era cuestión de ablandarse: “Ente giaour” , la repliqué, sin saber muy bien si esta palabra se decía así también en femenino: “Tú sí que eres una infiel, y él – añadí señalándole al hadji- es un perro (kelb)”. Aún no sé si la cólera que me agitaba era más por verme despreciado como cristiano o por sufrir la ingratitud de esta mujer a la que en todo momento había tratado como a una igual. El hadji, al oir que le trataban de perro, había hecho una tentativa de amenaza, pero se volvió hacia sus compañeros con la dejadez habitual de los árabes de baja estofa que, después de todo, no se atreverían a atacar a un franco ellos solos. Dos o tres avanzaron profiriendo injurias y, maquinalmente, yo agarré una de las pistolas que llevaba al cinto, sin pensar ni por un momento que esas armas de brillantes ornamentos, compradas en El Cairo para complementar mi disfraz, generalmente no eran fatales más que para la mano del que las usara. Además, tengo que añadir que ni siquiera estaban cargadas. –    “¿Pero en qué está usted pensando? , me dijo el armenio sujetándome del brazo. –     Ese es un loco, y para esas gentes es un santo; déjeles gritar, el capitán les va a hablar”. La esclava hacía como que lloraba, simulando que yo le había hecho mucho daño, y no quería moverse del lugar en que se encontraba. Llegó el capitán y dijo con aire indiferente: –    “¿Qué quiere usted? ¡estos no son más que unos salvajes!” y les dirigió con bastante indolencia unas cuantas palabras. –    “Añada, le dije al armenio, que en cuanto llegue a tierra iré en busca del pachá, que les hará apalear”. Me dió la impresión que el armenio les tradujo esto último como una especie de cumplido teñido de moderación. No volvieron a decir nada más, pero me daba cuenta de que ese silencio me dejaba en una posición bastante dudosa. De pronto me acordé de una carta de recomendación que tenía en la cartera para el pachá de Acre, y que me la había entregado mi amigo A.R.[1], que había formado parte del diván de Constantinopla durante bastante tiempo. Saqué mi portafolios del gabán, lo que provocó una inquietud generalizada. La pistola no había servido más que para amedrentar… sobre todo siendo de fabricación árabe; pero las gentes del pueblo en Oriente siempre ven a los europeos un poco como a magos, capaces de sacarse del bolsillo en cualquier momento, algo con lo que destruir a una armada entera. Se tranquilizaron al ver que yo no extraje del portafolios más que una carta, por otra parte bien escrita en árabe y dirigida a S.E. Méhmed-R, pachá de Acre, que anteriormente había residido mucho tiempo en Francia. Pero lo más afortunado en esta situación era que nos encontrábamos en ese momento justo a la altura de San Juan de Acre, en donde teníamos que hacer escala para proveernos de agua. Todavía no se avistaba la ciudad, pero no podíamos tardar mucho, si el viento continuaba, en llegar allí al día siguiente. En cuanto a Méhmed-Pacha, por otro azar digno de llamarse providencia para mí y fatalidad para mis adversarios, yo le había frecuentado en París en numerosas veladas, en las que él me había regalado tabaco turco y mostrado gran honestidad. La carta que yo llevaba le recordaba estos detalles, temiendo que el tiempo y sus nuevos cargos me hubieran borrado de su memoria; pero al menos quedaba claro, por la carta, que yo era un personaje muy fuertemente recomendado. La lectura de este documento produjo el efecto de quos ego de Neptuno[2]. El armenio, tras poner la carta sobre su cabeza en señal de respeto, echó una ojeada al sobre que, como es costumbre para las recomendaciones, no estaba cerrado y mostró el texto al capitán, a medida que lo iba leyendo. De repente, los palos prometidos habían dejado de ser una fantasmada para el hadji y sus camaradas. Estos granujas bajaron la cabeza, y el capitán me dio explicaciones de su propia conducta por el miedo que tenía de herir sus creencias religiosas, no siendo él mismo más que un pobre súbdito griego del sultán (raya), que no tenía más autoridad que en razón de su servicio: “En cuanto a la mujer, dijo, si es usted amigo de Méhmed –Pacha, es bien vuestra: ¿quién osaría luchar contra el favor de los grandes?” La esclava no se había movido; aunque había entendido perfectamente todo lo que se había dicho. No le cabía ya la menor duda respecto a su posición en aquel momento, ya que en un país turco, una protección vale más que un derecho; por tanto y a partir de ahora yo iba a mantener y constatar el mío ante todos los demás. –   “¿Acaso tú no has nacido en un país que no pertenece al sultán de los turcos? –    Eso es cierto, respondió; yo soy hindi (natural de la India). –    Entonces tú puedes estar al servicio de un franco como las abisinias (habesch), que son, igual que tú, de color cobrizo, y por tanto tus iguales. –     Aioua (¡sí!) dijo como convencida, ana memlouk enté: yo soy tu esclava. –     Pero, añadí yo, ¿recuerdas que antes de dejar El Cairo yo te ofrecí la libertad, y tú me dijiste que no sabrías adónde ir?. –      Es verdad, es preferible que me revendas. –      ¿Así que tú me has seguido tan sólo para cambiar de país e inmediatamente dejarme?. ¡Pues bien! Ya que eres tan ingrata, te quedarás esclava para siempre, y ya no volverás a ser una cadine, sino una criada. Desde este momento, llevarás el velo y te quedarás en la cabina del capitán… con las cucarachas. No hablarás aquí con nadie.” Cogió su velo sin responder, y fue a sentarse a la pequeña cabina de proa. Puede que yo haya cedido un poco al deseo de impresionar a estas gentes, tan pronto insolentes como serviles; siempre influenciables ante los exabruptos fuertes y pasajeros, y que hay que conocer para comprender hasta qué punto el despotismo es la forma normal de gobierno en Oriente. El viajero más modesto se ve amenazado rápidamente si no consigue hacerse respetar de inmediato mediante una apariencia de vida suntuosa; manifestarse con toda la teatralidad posible y mostrar, en multitud de ocasiones, poses agresivas que, de todos modos, se llevan a cabo sin peligro alguno. El árabe, es el perro que muerde si te ve recular, y que viene a lamer la mano que se levanta contra él. En cuanto recibe un bastonazo ignora si en el fondo quien se lo da no estaría en todo su derecho de hacerlo. Si vuestra posición le ha parecido de pronto débil; vuélvase usted feroz, y así se convertirá en un abrir y cerrar de ojos en un gran personaje que aparenta sencillez. En Oriente jamás se duda de nada; allí todo es posible: el sencillo zapatero remendón bien puede ser el hijo de un rey, como en Las mil y una noches. Por lo demás, ¿acaso no se ve a las princesas en Europa viajar vestidas con un frac negro y sombrero de copa?. [1] Alphonse Royer (1803-1875), después de haber pasado algunos años en Turquía, se consagró sobre todo al teatro, como autor y como director del Odeón, y después de La Ópera. (G.R.) [2] Frase inacabada que expresa la amenaza que Virgilio (Eneida, I, 135) pone en boca de Neptuno. (G.R.)  

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 pachá de Acre, raya, San Juan de Acre, ¿quién osaría luchar contra el favor de los grandes?
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – III. El Templo… El narrador prosiguió: La ciudad, clinic reconstruida de nuevo por el magnífico Solimán, treatment había sido edificada conforme a un plano irreprochable; calles tiradas a cordón, seek casas cuadradas, todas exactamente iguales, como si fueran colmenas de monótono aspecto.             “En estas anchas y bellas calles, dijo la reina, el viento procedente del mar es imposible de contener, y debe barrer a la gente como a briznas de paja, además, durante los fuertes calores, el sol, penetra aquí sin obstáculo alguno y debe recalentar todo esto como si fuera un horno. En Mareb, las calles son estrechas, y de una casa a otra, piezas de tela colgadas a lo largo de la vía pública esparcen sombras sobre el suelo y proporcionan frescor. –          Eso va en detrimento de la simetría, respondió Salomón. Mirad, ya hemos llegado al peristilo de mi nuevo palacio: se han precisado treinta años para construirlo.”             La reina de Saba visitó el palacio, al que encontró rico, cómodo, original y de un gusto exquisito.             “El plano es sublime, dijo, la disposición de los espacios admirable, y, tengo que reconocer que el palacio de mis ancestros, los Hémiarites[1] (Himyaríes), construido en el estilo de los palacios indios, con pilares rematados por capiteles antropomorfos, no llegan ni mucho menos a esta gallardía y elegancia: vuestro arquitecto es un gran artista. –          Yo soy el que ha ordenado todo y costeado los gastos de los obreros, exclamó el rey orgulloso. –          Pero los planos, ¿quién los ha trazado?, ¿quién es el genio que ha llevado a cabo tan noblemente vuestros diseños?. –          Un tal Adoniram, un tipo extraño y medio salvaje, que me envió mi amigo el rey de los Tirios. –          Señor, ¿podría verle? –          Huye de todo el mundo y no gusta de alabanzas. Pero, ¿qué diréis entonces, Reina mía, cuando hayáis recorrido el templo de Adonai?. Esa no es la obra de un artesano: yo mismo he diseñado los planos y soy yo el que ha indicado los materiales que deben emplearse. Los puntos de vista de Adoniram han sido sometidos al dictado de mi poética imaginación. Trabajamos en ello desde hace cinco años; todavía nos faltan dos para llevar toda la obra a su estado más perfecto. –            Entonces sólo siete años os han bastado para albergar dignamente a vuestro Dios; mientras que habéis necesitado treinta para establecer convenientemente a su servidor. –          El tiempo no tiene nada que ver en esto”, objetó Solimán. Pero, tanto como Balkis había admirado el palacio, otro tanto criticó el templo.             “Habéis querido hacerlo todo demasiado bien, dijo Balkis, y el artista ha tenido menos libertad. El conjunto es un poco pesado, aunque recargado detalles… Demasiada madera, cedro por todas partes, salientes vigas… vuestros corredores entarimados parecen a simple vista, al soportar en su parte superior bloques de piedra, faltos de solidez. –          Mi objetivo, objetó el príncipe, ha sido el de preparar, gracias a un fuerte contraste, para los esplendores del interior. –          ¡Dios mío! exclamó la reina, cuando penetró en el recinto, ¡cuántas esculturas! Estas sí que son estatuas maravillosas, extraños animales de aspecto imponente. ¿Quién ha fundido, quién ha cincelado tales maravillas? –            Adoniram; la escultura es su principal talento. –          Su genio es universal. En cambio, estos querubines son demasiado pesados, demasiado dorados y excesivamente grandes para esta sala a la que confieren un aspecto agobiante. –          Así lo quise yo: cada querubín me ha costado ciento veinte talentos. ¡Mirad, mi reina! Aquí todo es de oro, y nada hay más precioso que el oro. Los querubines son de oro; las columnas de cedro, regalo de mi amigo el rey Hiram, se han revestido con láminas de oro; hay oro cubriendo todas las paredes; sobre estas murallas de oro habrá unas palmeras de oro y un friso con granadas de oro macizo, y a lo largo de los tabiques dorados, he hecho colocar doscientos escudos de oro puro. Los altares, las mesas, los candelabros, los jarrones, suelos y techos, todo será revestido de láminas de oro… –          “Mucho oro me parece a mí”, objetó la reina con modestia.             Solimán replicó:             “¿Hay algo más espléndido que el oro para el rey de los hombres? Deseo asombrar a la posteridad… Pero entremos en el santuario, cuyo techo todavía no se ha construido, y en donde ya se han puesto los cimientos del altar, frente a mi trono casi acabado. Como podéis ver, hay seis escalones; el asiento es de marfil, soportado por dos leones, al pie de los cuales se encuentran acurrucados doce cachorros. Todavía hay que bruñir los dorados, y hay que esperar hasta erigir el palio. Dignaos, noble princesa, en ser la primera que se siente sobre este trono, aún virgen; así podréis inspeccionar el conjunto de los trabajos. Perdonad porque vais a ser el blanco de los rayos del sol, pues el pabellón todavía está al descubierto.”             La princesa sonrió, y tomó en su puño al pájaro Hud-Hud, que los cortesanos contemplaron con viva curiosidad.             No hay pájaro más ilustre, ni más respetado en todo Oriente. Y no lo es por la finura de su pico negro, ni por sus mejillas escarlatas; tampoco por la dulzura de sus ojos color gris de avellana, ni por la soberbia cresta de menudo plumaje de oro que corona su hermosa cabeza; tampoco lo es por su larga cola, negra como el azabache; ni por el brillo de sus alas de un verde dorado, realzado por  estrías y franjas de oro vivo; ni por sus espolones rosa pálido; ni por sus patas de color púrpura; que la alegre Hud-Hud es el objeto predilecto de la reina y de su conversación. Bella sin saberlo, fiel a su ama, buena para todos los que la aman, la abubilla brilla con ingenua gracia, sin buscar por ello deslumbrar. A la reina, se la ha visto consultar a este pájaro en circunstancias difíciles.             Solimán, que quería mantener buenas relaciones con Hud-Hud, buscó en ese momento llevarla también en su puño; pero ella no quiso bajo ningún concepto prestarse a esas intenciones. Balkis, sonriendo finamente, llamó a su favorita y dio la impresión de que la murmuraba algunas palabras en voz baja… Rápida como una flecha, Hud-Hud desapareció en el aire azul.             Después la reina se sentó; cada cual se acomodó en torno a ella; charlaron unos instantes; explicando el príncipe a su invitada el proyecto del mar de bronce concebido por Adoniram, y la reina de Saba, asombrada de admiración, exigió de nuevo que le presentaran a ese hombre.             Mientras corrían a las forjas y a través de las obras, Balkis, que había echo sentarse al rey de Jerusalén a su lado, le preguntó cómo iba a decorar el pabellón de su trono.             “Será decorado al igual que el resto, respondió Solimán. –          ¿No teméis que a causa de esa exclusiva predilección por el oro, parezca que criticáis los otros materiales que ha creado Adonai?  ¿De verdad pensáis que no hay nada en el mundo tan bello como ese metal? Permitidme aportar a vuestro plan un divertimento… del que vos seréis su juez.”             De pronto se oscureció el aire, el cielo se cubrió de puntos negros que se hacían más grandes conforme se acercaban; nubes de pájaros se abatieron sobre el templo, se agruparon, descendieron en círculos, se aproximaron los unos a los otros, se distribuyeron como si fueran un follaje tembloroso y espléndido; sus alas desplegadas formando hermosos ramos verdes, escarlata, azabache y azul. Ese pabellón viviente se desplegaba bajo la hábil dirección de la abubilla, que revoloteaba en medio de aquella multitud de plumas… Un árbol encantador se formó sobre la cabeza de ambos príncipes, y cada pájaro se convirtió en una hoja. Solimán, loco de contento y encantado, se vio al abrigo del sol bajo aquel techo animado, que temblaba, se sostenía batiendo las alas, y proyectaba sobre el trono una espesa sombra de la que escapaba el suave y dulce concierto del canto de los pájaros. Tras lo cual, la abubilla, a la que el rey guardaba aún algo de rencor, se vino a posar, sumisa, a los pies de la reina.             “¿Qué piensa monseñor? Preguntó Balkis. –            ¡Admirable!, exclamó Solimán, esforzándose por atraer a la abubilla, que le huía con obstinación, cosa que no escapaba a la atención de la reina. –          Si os ha agradado esta fantasía, retomó la reina, será un placer para mí rendiros homenaje con este pequeño pabellón de pájaros, a condición de que me dispenséis de hacerlos bañar en oro. Será suficiente con que dirijáis hacia el sol el engaste de este anillo cuando deseéis convocarlos… Este anillo es precioso. Lo heredé de mis padres, y Sarahil, mi nodriza, me regañará por habéroslo regalado. –          ¡Ah! Gran reina, exclamó Solimán, arrodillándose delante de ella, vos sois digna de mandar sobre los hombres, sobre los reyes y sobre los elementos. ¡Haga el cielo y vuestra bondad que aceptéis la mitad de un trono en el que no encontraréis a vuestros pies más que a rendidos vasallos! –          Vuestra proposición me halaga, dijo Balkis, y hablaremos de ello más tarde.” Descendieron los dos del trono, seguidos de su cortejo de pájaros, que les seguía como un palio dibujando sobre sus cabezas diversas figuras de adorno.             Cuando se encontraban cerca del lugar en el que se habían asentado los cimientos del altar, la reina divisó un enorme tronco de vid que había sido arrancada de raíz y echada a la basura. Su mirada se tornó pensativa, hizo un gesto de sorpresa, y la abubilla comenzó a lanzar un canto de dolor que hizo huir a toda prisa a la nube de pájaros.             La mirada de Balkis se hizo severa; su majestuosa altura pareció elevarse aún más, y con voz grave y profética exclamó: “¡Ignorancia y ligereza de los hombres!; ¡vanidad y orgullo!… tú has elevado la gloria sobre la tumba de tus padres. Esa cepa de vid, ese venerable tronco… –          Reina, esa vid nos estorbaba; la hemos arrancado para dejar sitio al altar de pórfido y de madera de olivo al que deben decorar cuatro querubines de oro. –          Tú has profanado, tú has destruido la primera vid… la que fue plantada por el mismísimo padre de la raza de Sem, por Noé, el patriarca. –          ¿Cómo es posible? respondió Solimán profundamente humillado, ¿y cómo lo sabéis vos?… –          ¡En lugar de creer que la grandeza es la fuente de la ciencia, yo he pensado justo lo contrario, oh, rey! y me he hecho del estudio una fiel creyente… Y ahora escúchame bien, hombre cegado por la vanidad y el esplendor: esa madera que tu impiedad ha condenado a la muerte, ¿sabes qué destino la reservan las potencias inmortales?… –          Hablad. –          Se la reservará para ser el instrumento de suplicio en el que será clavado el último príncipe de tu raza. –            ¡Entonces, que sea convertida en astillas, ese madero impía, y reducido a cenizas!. –            ¡Insensato! ¿quién puede borrar lo que está escrito en el libro de Dios?, ¿Y cuál será el éxito de tu sabiduría confrontado a la voluntad suprema? Prostérnate ante los decretos que tu espíritu material no puede penetrar: sólo ese suplicio salvará tu nombre del olvido, y hará brillar sobre tu casa la aureola de una gloria inmortal…”             El gran Solimán se esforzaba en vano por disimular su turbación bajo una apariencia entre jovial y burlona, cuando de pronto llegó un montón de gente anunciando que por fin habían encontrado al escultor Adoniram.             Al poco, Adoniram, anunciado por los clamores de la multitud, apareció a la entrada del templo. Benoni acompañaba a su maestro y amigo, que avanzaba con la mirada ardiente, la frente inquieta, todo revuelto, como un artista bruscamente arrancado de su inspiración y su trabajo. Ni una sola traza de curiosidad ablandaba la poderosa expresión y noble aspecto de este hombre; no menos imponente por su elevada estatura que por el carácter grave, audaz y dominador de su bella fisonomía.             Se detuvo con desenvoltura y arrogancia, sin familiaridad ni tampoco desdén, a algunos pasos de Balkis, que no pudo recibir las ojeadas incisivas de esa mirada de águila sin experimentar un sentimiento de confusa timidez.             Pero se rehizo de inmediato de aquel apuro involuntario; una veloz reflexión sobre la condición de ese maestro obrero, de pie, con los brazos desnudos y el pecho al descubierto, la devolvió a la realidad; sonriendo ante su propia timidez, casi halagada por haberse sentido tan joven, se dignó a hablar al artesano.             Él respondió, y su voz golpeó a la reina como el eco de un recuerdo fugitivo; a pesar de que ella nunca le había conocido ni le había visto jamás.             Tal es el poderío del genio, esa belleza de las almas; a la que los espíritus se encadenan sin poderse ya nunca escapar. El encuentro con Adoniram hizo olvidar a la princesa de los Sabeos todo lo que la rodeaba; y, mientras el artista mostraba caminando con breve paso las obras comenzadas, Balkis le seguía, casi sin darse cuenta de la vehemencia de sus palabras; mientras el rey y los cortesanos marchaban tras las huellas de la divina princesa…             Esta última no dejaba de preguntar a Adoniram acerca de sus trabajos, sobre su país, sobre su nacimiento…             “Señora, respondió Adoniram con cierto apuro y fijando sobre ella una mirada penetrante, he recorrido muchas comarcas; mi patria está por todas partes en las que brilla el sol; mis primeros años transcurrieron a lo largo de las vastas montañas del Líbano, desde las que a lo lejos se divisa a Damasco en el llano. La naturaleza, así como los hombres han esculpido esas tierras montañosas, erizadas de amenazantes rocas y de ruinas. –          No creo, puntualizó la reina, que sea en esos desiertos en donde se aprendan los secretos de las artes que vos domináis con excelencia. –          Pero es ahí, al menos, en donde se eleva el pensamiento, se despierta la imaginación, y en donde, a fuerza de meditar, se aprende a crear. Mi primer maestro fue la soledad; en mis viajes, más tarde, he utilizado ese conocimiento. He vuelto mi mirada hacia los restos del pasado; he contemplado los monumentos, y he huido de la sociedad de los humanos… –          ¿Y por qué, maestro? –          No disfrutaba con la compañía de los semejantes… y me sentía solo.”             Esa mezcla de tristeza y de grandeza emocionó a la reina, que bajó los ojos con recogimiento.             “Veréis, continuó Adoniram, no tengo mucho mérito en practicar estas artes, ya que su aprendizaje no me ha resultado trabajoso. Mis modelos los he encontrado en los desiertos; yo reproduzco la impresión que he recibido de esas ruinas ignoradas y de esas terribles y grandiosas estatuas de los dioses del mundo antiguo. –          En más de una ocasión, interrumpió Solimán con una firmeza que la reina no había observado hasta entonces, más de una vez, maestro, he reprimido en vos, como una tendencia idólatra, ese ferviente culto por los monumentos de una teogonía impura. Guardaos para vos esos pensamientos, y que el bronce y la piedra no reflejen nada de esto ante el rey.”             Adoniram, inclinándose, reprimió una sonrisa amarga.             “Señor, dijo la reina para consolarle, el pensamiento del maestro se eleva, sin duda, por encima de las consideraciones susceptibles de inquietar la conciencia de los levitas… En su alma de artista, se dice que lo bello glorifica a Dios, y busca la belleza con una piedad inocente. –          ¿Acaso sé yo, dijo Adoniram, lo que fueron en su tiempo esos dioses extintos y petrificados por los genios de antaño? ¿Quién podría inquietarse? Solimán, rey de reyes, me ha pedido prodigios, y ha sido necesario recordar que los antepasados de este mundo han dejado maravillas. –            Si vuestra obra es bella y sublime, añadió la reina apasionadamente, entonces será ortodoxa, y, a su vez, por el hecho de ser ortodoxa, la posteridad os copiará. –          Gran reina, en verdad grande, vuestra inteligencia es pura como vuestra belleza. –            Entonces, esas ruinas, se apresuró a interrumpir Balkis, ¿eran numerosas en las tierras del Líbano?. –            Ciudades enteras enterradas en un sudario de arena que el viento levanta y abate una y otra vez; hipogeos de tamaño sobrehumano que sólo yo conozco… Trabajando para los pájaros del aire y las estrellas del cielo, anduve errante y sin rumbo, esbozando figuras sobre las rocas y tallándolas allí mismo a grandes mazazos. Un día… Pero ¿no estaré abusando de la paciencia de tan augustos oyentes?. –          No; estos relatos me cautivan. –            Sacudida por mi martillo, que hundía el cincel en las entrañas de la roca, la tierra temblaba bajo mis pisadas, sonora y hueca. Armado con una palanca, hice rodar el bloque de piedra…, que descubrió la entrada de una caverna en la que me precipité. Estaba excavada en la roca viva, y sustentada por enormes pilares cargados de molduras y extraños dibujos; sus capiteles servían de base a las nervaduras de unas bóvedas increíbles. A través de los arcos de ese bosque de piedra, aparecían dispersas, inmóviles y sonrientes tras millones de años, legiones de colosales estatuas, de distintas formas. Su aspecto me produjo un terror embriagador: hombres; gigantes desaparecidos de nuestro mundo; animales simbólicos pertenecientes a especies extintas; en una palabra, ¡toda la magnificencia que el sueño de la imaginación más delirante apenas osaría concebir!… Viví allí durante meses… años; interrogando a aquellos espectros de una sociedad muerta, y fue allí donde recibí la tradición de mi arte, en medio de aquellas maravillas del genio primitivo. –          La reputación de esas obras sin nombre ha llegado hasta nosotros, dijo Solimán, meditabundo: allí, se dice, en las tierras malditas, se ve surgir de entre las ruinas los restos de la ciudad impía sumergida por las aguas del diluvio, los vestigios de la criminal Henochia… construida por el gigantesco linaje de Tubal; la ciudad de los hijos de Caín[2]. ¡Anatema sobre ese arte de impiedad y tinieblas! Nuestro nuevo templo refleja la claridad del sol; sus líneas son simples y puras, y el orden, la unidad del plan, muestran lo recto de nuestra fe incluso en el estilo de esas moradas que estoy erigiendo al Eterno. Tal es nuestra voluntad; tal es la voluntad de Adonai, que así la transmitió a mi padre. –          Rey, exclamó en tono arisco Adoniram, tus planos han sido seguidos en su conjunto: Dios reconocerá tu docilidad; pero yo he querido que además el mundo admire tu grandeza. –            Hombre industrioso y sutil, no tentarás al señor tu rey. Con ese objetivo has fundido esos monstruos, objeto de admiración y espanto; esos ídolos gigantescos que se rebelan contra los estereotipos consagrados por el rito hebraico. Pero, cuidado: la fuerza de Adonai está conmigo, y mi ofendido poder reducirá a Baal al polvo. –          Sed clemente, ¡oh, rey!, prosiguió con dulzura la reina de Saba, con el artista del monumento a vuestra gloria. Los siglos pasan, el destino de la humanidad continúa progresando según los deseos de su Creador. ¿Es acaso un signo de desconocimiento del Altísimo, el interpretar más noblemente sus obras?; ¿se debe reproducir eternamente la fría inmovilidad de la hierática escultura legada por los egipcios, dejando como ellos, sus relieves a medio acabar dentro del sepulcro de granito del que no pueden desprenderse, y representar a los genios como esclavos encadenados a la piedra?. Rechacemos, gran príncipe, como una negación peligrosa la idolatría de la rutina.”             Ofendido por haberle llevado la contraria, pero subyugado por una encantadora sonrisa de la reina, Solimán la dejó que felicitara calurosamente al hombre genial que él mismo admiraba, no sin cierto despecho, y quien, de ordinario indiferente a las alabanzas, ahora las recibía con una embriaguez totalmente nueva.             Los tres grandes personajes se encontraban en el peristilo exterior del templo, -situado sobre una meseta elevada y cuadrangular,- desde donde se descubría la vasta campiña desigual y montuosa. Una muchedumbre inmensa cubría a lo lejos los campos y las entradas de la ciudad construida por Daoud (David). Para contemplar a la reina de Saba, cerca o lejos, el pueblo entero había invadido los accesos al palacio y al templo; los albañiles habían abandonado las obras de Gelboé, los carpinteros habían dejado las lejanas canteras; los mineros habían salido a la luz del sol. La voz de que la famosa reina había llegado, recorriendo las comarcas vecinas, había puesto en movimiento a todo aquel pueblo de trabajadores y les había conducido hasta el centro de su obra.             Allí estaban, todos revueltos, mujeres, niños, soldados, mercaderes, obreros, esclavos y apacibles ciudadanos de Jerusalén; llanuras y valles apenas eran suficientes para contener aquel inmenso tumulto, y a más de una milla de distancia los ojos de la reina se posaban, extrañada, sobre un mosaico de seres humanos que se escalonaban en anfiteatro hasta perderse en el horizonte. Algunas nubes, interceptando aquí y allá al sol que inundaba esa escena, proyectaban sobre aquel mar viviente algunos fragmentos de sombra.             “Vuestro pueblo, dijo la reina Balkis, es más numeroso que los granos de arena del mar… –          ¡Hay ahí gente de todos los países, que han corrido hasta aquí para veros; y, lo que me extraña, es que el mundo entero no esté sitiando Jerusalén en el día de hoy! Gracias a vos, los campos están desiertos, la ciudad ha sido abandonada, y hasta los infatigables obreros del maestro Adoniram… –          ¡En verdad!, interrumpió la princesa de Saba, que andaba buscando un medio de honrar al artista: obreros como los de Adoniram han de ser maestros. Son los soldados de este jefe de una milicia artística… Maestro Adoniram, nos, deseamos pasar revista a vuestros obreros, felicitarles y cumplimentaros en su presencia.” –          El sabio Solimán, ante esas palabras, levantó los brazos por encima de la cabeza en señal de estupor:             “¿Cómo, exclamó, reunir a los obreros del templo, dispersos en medio de la fiesta, vagando por las colinas y confundidos entre la multitud? Son muy numerosos, y sería en vano intentar agrupar durante horas a tantos hombres de diferentes países y que hablan distintas lenguas, desde el sánscrito del Himalaya, hasta los sonidos oscuros y guturales de la salvaje Libia. –          No os preocupéis por eso, señor, dijo con sencillez Adoniram; la reina nunca pediría algo que fuera imposible, y sólo unos minutos serán suficientes.”             Tras estas palabras, Adoniram, colocándose en el pórtico exterior y utilizando como pedestal un bloque de granito que se encontraba allí cerca, se volvió hacia la numerosa multitud, sobre la que posó su mirada. Hizo una señal, y todas las olas de aquel mar palidecieron, ya que todos elevaron y dirigieron hacia él sus miradas.             La muchedumbre estaba atenta y curiosa… Adoniram elevó el brazo derecho, y, con la mano abierta, trazó en el aire una línea horizontal, del medio de la cual hizo caer una perpendicular, dibujando de ese modo dos ángulos rectos en escuadra, como las que produce el hilo a plomo suspendido de una regla, signo bajo el que los sirios escriben la letra T, trasmitida a los fenicios por los pueblos de la India, que la nombraron tha, y que pasó más tarde a los griegos, que a su vez la llamaron tau.             Dibujando en estas antiguas lenguas, mediante la analogía jeroglífica, ciertos útiles de la profesión masónica, la figura T era un signo de concentración[3].             De modo que, apenas Adonirám la había trazado en el aire, cuando un movimiento extraño se manifestó entre la muchedumbre. Aquel mar de humanidad se estremeció, comenzó a agitarse, oleadas de gente se dirigieron a distintos lugares, como si un huracán hubiera puesto todo en movimiento. Al principio, sólo se percibía una confusión generalizada; cada cual corría en sentido contrario. Pero pronto, comenzaron los grupos a disgregarse, juntarse, separarse; los vacíos se rellenaban; legiones se disponían en formaciones cuadrangulares; una parte de la multitud reculaba; millares de hombres, dirigidos por jefes desconocidos, se organizaron como un ejército distribuido en tres cuerpos principales, subdivididos en distintas cohortes, espesas y profundas.             Entonces, y mientras Solimán comenzaba a darse cuenta del mágico poder del maestro Adonirám, entonces, todo se estremece; cien mil hombres en perfecta formación avanzan silenciosos y al unísono por los tres lados. Sus pasos fuertes y acompasados hacen temblar la campiña. En el centro se podía reconocer a los constructores y a cuantos trabajan la piedra; los maestros en primera línea; después sus compañeros, y detrás de estos, los aprendices. A su derecha y siguiendo la misma jerarquía, iban los carpinteros, ebanistas, aserradores, talladores. A la izquierda, los fundidores, cinceladores, herreros, mineros y cuantos trabajan la industria de los metales.             Había más de cien mil artesanos, y se aproximaban como las fuertes olas que invaden las orillas del mar…             Turbado, Solimán, retrocedió dos o tres pasos; volvió la cabeza y sólo vió tras él la débil y brillante corte de sus sacerdotes y cortesanos.             Tranquilo y sereno, Adonirám está de pie cerca de los dos monarcas. Extiende el brazo; todo se detiene, y él se inclina humildemente delante de la reina, diciendo:             “Vuestras órdenes han sido ejecutadas.”             Poco faltó para que ella no se prosternara ante aquel poderío oculto y formidable, tanto le impresionaron la sublime fuerza y sencillez de Adonirám.             Rápidamente, ella volvió a su compostura, y con un gesto saludó a la milicia de las corporaciones allí reunidas. Después, quitándose un magnífico collar de perlas del que colgaba un sol de piedras preciosas, encuadrado en un triángulo de oro, ornamento simbólico, ella hizo el gesto de ofrecérselo a las distintas corporaciones y avanzando hacia Adonirám que, inclinado ante ella, sintió temblando cómo caía sobre su pecho y espalda semidesnudos aquel precioso regalo.             En ese mismo instante una inmensa aclamación  respondió desde las profundidades de la multitud al generoso acto de la reina de Saba. Y mientras la cabeza del artista estaba cerca del rostro radiante y del palpitante seno de la princesa, ésta le murmuró en voz baja: “Maestro, ¡tened cuidado y sed prudente!.”             Adonirám elevó sus grandes ojos deslumbrado , y Balkis se admiró ante la dulzura penetrante de aquella mirada tan noble.             “¿Quién es pues, se preguntaba Solimán ensoñador, este mortal que somete a los hombres tanto como la reina lo hace sobre los habitantes del aire?… Una señal de su mano hacer surgir ejércitos; mi pueblo es suyo, y mi dominación se ve reducida a un miserable rebaño de cortesanos y sacerdotes. Un simple parpadeo le haría rey de Israel.”             Esas preocupaciones no le permitieron observar la contención de Balkis, que seguía con la mirada al verdadero jefe de aquella nación, rey de la inteligencia y del genio, pacífico y paciente árbitro del destino del elegido del Señor.             El regreso al palacio fue silencioso; la existencia del pueblo acababa de ser revelada al sabio Solimán…, que creía saber todo y ni siquiera lo había comprendido. Educado en el campo de las doctrinas; vencido por la reina de Saba, que mandaba sobre las bestias del aire; vencido por un artesano que mandaba a los hombres, el teólogo, entreviendo el porvenir, meditaba sobre el destino de los reyes, y se decía: “estos sacerdotes, antaño mis preceptores; hoy mis consejeros, encargados de la misión de enseñarme todo, me han camuflado todo, ocultando mi ignorancia. ¡Oh, confianza ciega de los reyes!, ¡Oh, vanidad de la sabiduría!…¡Vanidad!, ¡vanidad!”.             Mientras que la reina se abandonaba a sus ensueños, Adonirám retornaba a su taller, apoyado familiarmente sobre su discípulo Benoni, que ebrio de entusiasmo celebraba las gracias y el simpar talante de la reina Balkis.             Pero, más taciturno que nunca, el maestro guardaba silencio. Pálido y con la respiración entrecortada, a veces se abrazaba su amplio pecho con las manos crispadas. Una vez en el santuario de sus trabajos, se encerró solo, lanzó una mirada a una estatua todavía esbozada, la halló imperfecta y la destrozó. Finalmente, cayó abatido sobre un banco de roble, y tapándose la cara con ambas manos, exclamó con voz entrecortada: “¡Diosa adorable y funesta!… ¡qué desgracia! ¡porqué mis ojos han tenido que ver a esa perla de Arabia!”… [1] Mellar, hijo de Saba (ver o. 240), dio su nombre a loa Árabes, los Hémiarites o Himyaríes, de los que Balkis es la reina. Ver d’Herbelot, Bibliothèque orientale, artículo “Hémiar”. [2] Sobre la descendencia de Caín y la ciudad subterránea de Hénochia, ver más adelante los capítulos VI y VII y la nota correspondiente (MJ). Tubal Caín es el nombre de un personaje de la  Biblia y Tubal (en el idioma asirio es Tabal y en griego es Tibarenoi) es el de una tribu del Asia Menor. Hijo de Lamec, su función dentro de la genealogía de Caín, junto a su padre, su madre, su madrastra y sus hermanos, es la simbolización del progreso y el avance cultural. Tubal-Caín en concreto representa la metalurgia. El conocimiento de la forma de trabajar el hierro y el cobre se difundió desde el Asia Menor para llegar a todo el Oriente Próximo, con lo que el nombre del personaje Tubal está muy relacionado con el de la tribu Tubal por sus conocimientos de los metales. La tribu Tubal es una tribu sudoriental del Asia Menor que siempre aparece mencionada en conjunto con la tribu de Mesec o Mesej en la tradición cuneiforme asiria en los escritos griegos y en la Biblia, que vivieron especificamente en Cilicia. En la Biblia aparecen mencionados y descritos en el Libro de Ezequiely en el Libro de Isaías para el siglo VII a.C., donde se les considera buenos guerreros, orfebres y vendedores de esclavos. En el Génesis se los cuenta entre los hijos de Jafet. Los cimerios los habrían hecho retirarse a la zona montañosa oriental del Mar Negro y en momentos dados de su historia fueron aliados de los escitas y de otras tribus para comerciar, guerrear y defenderse de sus enemigos comunes, Gén. 10:2, Ez. 27:13, Is. 66:19. (De http://es.wikipedia.org/wiki/Tubal)  [3] La Tau no es sólo un emblema masónico, sino, en la tradición cabalística, un signo mágico. Ver también en la Leyenda de Hakem, Argévan lleva sobre la frente “la forma siniestra de la tau signo de los destinos fatales”.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 marzo, 2012 25 marzo, 2012 Adoniram, Balkis, Caín, Hémiarites, Henochia, Hud-Hud, Jerusalén, Líbano, Solimán, Tubal
“VIAJE A ORIENTE” 015

II. Las esclavas – V. Visita al cónsul de Francia…  Cuando viajo procuro evitar lo más que puedo las cartas de recomendación. En cuanto eres conocido en una ciudad es imposible ver nada. Nuestra gente de mundo, view incluso en Oriente, order no consentirían ser vistos fuera de determinados lugares reconocidos como apropiados, ni charlar públicamente con gentes de clase inferior, ni pasearse vestidos de manera informal a ciertas horas del día. Me dan pena esos caballeros siempre tan repeinados, empolvados, enguantados, que no se atreven a mezclarse con la gente ni para ver un detalle curioso, una danza, una ceremonia; que temblarían si fueran vistos en un café o en una taberna, o siguiendo a una mujer, incluso confraternizando con un árabe expansivo que os ofrece cordialmente la boquilla de su larga pipa, os hace servir un café a sus expensas, a poco que os descubra parado, ya sea por curiosidad o por fatiga. Los ingleses, sobre todo, son el prototipo, y cada vez que les veo pasar aprovecho para divertirme de lo lindo. Imagínense a un señor subido en un pollino, con sus largas y escuálidas piernas colgando hasta casi tocar el suelo. Su sombrero redondo forrado de un espeso revestimiento de algodón blanco perforado; lo que pretende ser un invento contra el ardor de los rayos del sol que se absorben, dicen, con este tocado, mitad colchón, mitad fieltro. El caballero se parapeta los ojos con algo así como dos cáscaras de nuez montadas en acero azul, para evitar la luminosa reverberación del sol y de los muros, y sobre toda esa parafernalia se pone un velo verde de mujer para protegerse del polvo. Su gabán, de caucho, está además recubierto por un sobretodo de tela encerada para garantizarle protección contra la peste y el contacto fortuito de los viandantes. Sus manos enguantadas sostienen un bastón largo que utiliza para apartar de él a todo árabe sospechoso, y generalmente no sale a la calle si no es flanqueado a derecha e izquierda por su GROOM y su trujimán. Raramente está uno expuesto a trabar conocimiento con esos fantoches, ya que el inglés jamás se dirige a nadie que no le haya sido presentado; pero nosotros tenemos bastantes compatriotas que viven hasta cierto punto a la manera inglesa y, desde el momento en que uno ha sido presentado a esos amables viajeros, ya está perdido, pues toda la sociedad le invadirá. De todos modos, acabé por decidirme a buscar en el fondo de la maleta una carta de recomendación para nuestro cónsul general, que de momento vivía en El Cairo. Por supuesto, que esa misma noche me encontré cenando ya en su casa, sin ingleses y sin nadie de su especie. Tan solo estaba el doctor Clot-Bey, cuya casa colindaba con el consulado, y el Sr. Lubbert, antiguo director de La Ópera, convertido en historiógrafo del pachá de Egipto.[1] El cabello rasurado, la barba y la piel ligeramente bronceada que se adquiere en los países cálidos, pronto convierten a un europeo en un turco más que aceptable. Ojeé rápidamente los diarios franceses apilados sobre el sofá del cónsul. ¡Debilidad humana!, ¡leer los periódicos en el país del papiro y de los jeroglíficos!; no poder olvidar, como Mme. Staël al borde del Leman, el arroyo de la calle del Bac[2]. Durante la cena nos ocupamos de un asunto que se había juzgado como muy grave y había hecho mucho ruido en la sociedad franca. Un pobre diablo francés, un criado, había resuelto hacerse musulmán, y lo que aún resultaba más extraordinario era que su mujer quería también abrazar el islamismo. Se andaban ocupando del modo de evitar este escándalo: el clérigo francés se había tomado la cosa a pecho, pero el clérigo musulmán ponía todo su amor propio, por su parte, para triunfar. Los unos ofrecían a la pareja de infieles dinero, un buen trabajo y diferentes ventajas; los otros, decían al marido: “Es un buen asunto hacerte musulmán, si te quedas cristiano, siempre estarás igual; tu vida seguirá como hasta ahora. Jamás se ha visto en Europa a un criado convertirse en señor. Aquí, en cambio, el último de los sirvientes, un esclavo, un simple pinche, puede llegar a emir, pachá o ministro; se puede casar con la hija del sultán; la edad no cuenta; la esperanza de llegar a lo más alto sólo nos abandona cuando morimos”. El pobre diablo, que es posible que tuviera sus ambiciones, se dejaba llevar por estas esperanzas. También para su mujer la perspectiva no era menos halagüeña: se convertía rápidamente en una señora igual a las grandes damas, con derecho a despreciar a toda mujer cristiana o judía; a llevar la habbarah negra y las babuchas amarillas; se podía divorciar, y aún algo más seductor, podría casarse con un gran personaje, heredar, poseer tierras, cosa que estaba prohibida a los YAVOURS (infieles) sin contar las posibilidades de convertirse en favorita de una princesa o de una sultana madre gobernando el imperio del fondo de un serrallo. Esa era la doble perspectiva que se abría a esas pobres gentes, y hay que reconocer que esa posibilidad de los de clase baja de llegar, gracias al azar o a su inteligencia natural, a las más elevadas posiciones, sin que su pasado, su educación o condición primera puedan ser un obstáculo, acuña bastante bien ese principio de igualdad que, para nosotros, no está escrito más que en las leyes. En Oriente, el criminal incluso, si ha pagado su deuda con la ley, no encuentra ninguna carrera cerrada; el prejuicio moral desaparece delante de él. ¡Pues bien! Hay que reconocerlo, a pesar de todas estas seductoras promesas de la ley turca, las apostasías son muy raras. La importancia que se estaba dando a este asunto del que hablo es una buena prueba. El cónsul había concebido la idea de hacer secuestrar al hombre y a la mujer durante la noche y hacerles embarcar en un navío francés. ¿Pero cómo transportarles desde El Cairo hasta Alejandría. Se necesitan cinco días para descender por el Nilo. Metiéndoles en una barca cerrada se corría el riesgo de que sus gritos se escucharan durante la travesía. En país turco, el cambio de religión es la única circunstancia en la que cesa el poder de los cónsules sobre los nacionales. “Pero ¿por qué hacer secuestrar a esa pobre gente?, le dije al cónsul; ¿tendría usted derecho a ello al amparo de la legislación francesa? –         Desde luego; en un puerto de mar, yo no vería ninguna dificultad. –         Pero ¿y si se les supone una convicción religiosa? ¿Aún concediéndoles el beneficio de la duda de una conversión sincera? –         ¡No me diga!, ¿hacerse turco? –         Usted conoce a algunos europeos que han adoptado el turbante. –         Sin duda, pero se trata de altos funcionarios del pachá, que de otro modo no hubieran podido llegar a hacerse obedecer por los musulmanes. –         Me gustaría pensar que la mayor parte de esta gente fue sincera al convertirse al Islam; de otro modo, yo no vería en todo esto más que un puro motivo de interés. –         Pienso como usted, de ahí que, en casos ordinarios, nos opongamos con todo nuestro poder a que un individuo francés abandone su religión. Para nosotros, la religión y la ley civil son asuntos completamente aparte y bien diferenciados, mientras que para los musulmanes, estos dos principios se confunden. El que abraza el mahometismo se convierte en un ciudadano turco desde todos los aspectos posibles, perdiendo incluso su nacionalidad. No podemos ejercer de ningún modo acción alguna contra él, ya que desde ese momento, el individuo converso pasa a pertenecer “al sable y al bastón”, y si quisiera volver al cristianismo, la ley turca le condenaría a muerte. Al hacerse musulmán, no se pierde únicamente la fe católica, sino que también abandona su nombre, el de su familia, su patria, jamás volverá a ser el mismo hombre, se habrá convertido en un turco. Como usted podrá apreciar se trata de un asunto bastante grave. Mientras tanto, el cónsul nos andaba invitando a paladear una buena colección de vinos griegos y chipriotas de los que yo no acertaba a apreciar los diversos matices a causa de su pronunciado sabor a alquitrán lo que, según el cónsul, probaba su autenticidad. Se necesita algún tiempo para acostumbrarse a este refinamiento helénico, necesario sin duda para la conservación de la auténtica malvasía, del vino de Encomienda[3] o del de Tenedós. A lo largo de la visita por fin encontré un momento para exponer mi situación doméstica. Le conté la historia de mis fallidos matrimonios y de mis modestas aventuras. “Ni se me habría ocurrido, añadí, hacerme pasar aquí por un seductor. He venido a El Cairo para trabajar, para estudiar la ciudad, interrogar a los recuerdos, y mira por dónde resulta imposible vivir aquí por menos de sesenta piastras diarias, lo cual, debo reconocer, no se adecua a mis previsiones. –         Comprenda, me dijo el cónsul, que en una ciudad por la que los extranjeros sólo pasan durante determinados meses del año, camino de Las Indias; en donde se dan cita lores y nababs; los tres o cuatro hoteles que existen se ponen de acuerdo fácilmente para elevar el precio y evitar así cualquier tipo de competencia. –         Sin duda; precisamente por eso alquilé una casa por algunos meses. –         Es lo más acertado. –         ¡Pues bien! Ahora me quieren echar a la calle so pretexto de no tener esposa. –         Tienen derecho a ello; el señor Clot-Bey ha señalado ese detalle en su libro. Mister William Lane, el cónsul inglés, cuenta en el suyo que él mismo ha sido sometido a esta exigencia. Aún más, lea usted la obra de Maillet, el cónsul general de Luis XIV, y verá que lo mismo sucedía en su época. Tiene usted que casarse. –         He renunciado. La última mujer que me propusieron me ha hecho olvidar a las otras y por desgracia, no dispongo de una dote suficiente para conseguirla. –         Comprendo. –         Dicen que las esclavas son mucho menos costosas, y mi dragomán me ha aconsejado comprar una e instalarla en mi casa. –         Es una buena idea. –         ¿Cumpliría así con la ley? –         Perfectamente. La conversación se prolongó en torno a este tema. Me extrañaba un poco ese tipo de facilidades que se otorgaba a los cristianos, de adquirir esclavas en país turco, y me explicaron que esto sólo se permitía con las mujeres de color; pero que dentro de esta categoría, se podían encontrar abisinias casi blancas. La mayoría de los hombres de negocios establecidos en El Cairo poseían alguna. El señor Clot-Bey se encargaba de educar a varias para el oficio de comadronas. Una prueba más que me aportaron de que esta costumbre era totalmente aceptada, fue lo acontecido a una esclava negra que se había escapado hacía poco de la casa del señor Lubbert, y que le había sido devuelta por la propia policía turca. Todavía andaba yo sumido en los prejuicios inherentes a un europeo mientras me iba enterando bastante sorprendido de todos esos detalles. Hay que vivir durante un tiempo en Oriente para comprender que en estas tierras el concepto de esclavo no es, en principio, sino una especie de adopción. Aquí, la condición de esclavo es, desde luego, mejor que la del fellah o la del rayah aunque estos dos sean hombres libres. Y tras lo aprendido acerca de los matrimonios, me iba percatando de que no existía una gran diferencia entre la egipcia vendida por sus padres y la abisinia expuesta para la venta en el bazar. Los cónsules de Levante difieren de opinión en lo tocante al derecho de los europeos sobre los esclavos. El código diplomático no contiene ninguna formalidad ni procedimiento a ese respecto. Nuestro cónsul me afirmó además que esperaba que la actual situación no cambiara al respecto, alegando que los europeos no pueden ser propietarios de derecho en Egipto; pero, mediante la ayuda de ficciones legales, explotan propiedades y fábricas a pesar de la dificultad que supone el hacer trabajar a la gente de este país que, en cuanto ganan lo mínimo, dejan el trabajo para darse a la buena vida, tumbándose al sol  hasta que se les acaba el último céntimo. Otra dificultad que tienen con frecuencia aquí los europeos es el enfrentamiento ante la mala voluntad de los cheikhs o de altos cargos de la administración turca, sus rivales en la industria que de un golpe les pueden arrebatar a todos los trabajadores so pretexto de utilidad pública. Con los esclavos, al menos, pueden conseguir un trabajo regular y continuado, siempre que estos últimos consientan en ello, pues el esclavo descontento de su dueño siempre le puede forzar a revenderlo en el bazar; detalle éste que ilustra mejor la suavidad de la esclavitud en Oriente. [1] Acerca de Clot-Bey, ver n.11. Émile Lubbert (1794-1859) salió de Francia por problemas administrativos y financieros, a la cabeza de La Ópera Cómica. Méhémet-Ali le nombró director de Bellas Artes y de la Instrucción Pública (GR). Respecto al cónsul, Nerval le menciona en la carta a su padre, de 18 de marzo de 1843. Se trata de Gauttier d’Arc, “un hombre conocido por toda la Europa intelectual, un diplomático y erudito, cosa que raramente va emparejada” (p. 151, t.II) [2] En el exilio, en su castillo de Coppet, Mme. De Staël decía: “Para mí no hay fuente que valga tanto como la de la calle del Bac” (GR) [3] Vino de Chipre.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 "al sable y al bastón", el doctro Clot-Bey, Emile Lubbert, Gauttier d'Arc, Maillet, mister William Lane, Mme. Staël, Yavours
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