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“VIAJE A ORIENTE” 009

I. Las bodas coptas – VIII. El Wékil…     El judío Yousef, unhealthy un conocido mío del bazar del algodón, site venía todos los días a sentarse a mi diván y a perfeccionar su conversación. –                     Me he enterado, cialis sale me dijo, que necesita una mujer, y le he encontrado un wékil. –                     ¿Un wékil? –                     Sí, un mensajero, un embajador. En este caso, un hombre de bien, encargado de entenderse con los padres de las jóvenes casaderas. Él le conducirá y le guiará hasta ellas. –                     ¡Eh!, ¡eh! ¿pero quiénes son esas jóvenes? –                     Son personas muy honestas, ya que en El Cairo sólo las hay así desde que Su Alteza relegó a las otras a Esné, un poco más abajo de la primera catarata. –                     Bueno, bueno, ya veremos, tráigame usted a ese wékil. –                     Ya lo traje, está esperando ahí abajo. El wékil era un ciego, al que su hijo, un hombretón robusto, guiaba con cuidado. Montamos los cuatro en los burros, y me reí en mi fuero interno, al comparar al ciego con Amor, y a su hijo con el dios del himeneo. El judío, no muy interesado por estas reseñas mitológicas, me instruía durante el camino. –                     Usted puede –me decía— casarse aquí de cuatro formas: la primera, desposando a una joven copta ante el Turco. –                     ¿Qué es eso del Turco? –                     Es un buen santón al que usted entrega unas monedas, y él, a cambio, le dice una plegaria, le asiste ante el Qadi, y cumple las funciones de un sacerdote: A este tipo de hombres se les considera santos en este país, y todo cuanto ellos hacen, está bien hecho. No se preocupan por la religión que usted practique, siempre que usted no sienta reparos por la suya. Pero estas bodas no son las de las muchachas más honestas. –                     Bien, pasemos revista a otro tipo de boda. –                     Este otro es un matrimonio serio. Usted es cristiano y los coptos también lo son. Hay sacerdotes coptos que pueden casarles, aunque en el cisma, a condición de consignar una dote para la esposa, por si acaso en el futuro se divorciara de ella. –                     Es muy razonable, pero ¿cuál es la dote?… –                     ¡Ah!, eso depende del trato. Como mínimo hay que dejar doscientas piastras. –                     ¡Cincuenta francos!, pardiez, así me caso yo y por bien poco. –                     Existe aún otro tipo de matrimonio para las personas muy escrupulosas. Se trata del de las buenas familias. Usted se compromete ante el sacerdote copto, y luego le casan según su propio rito, pero después usted no puede divorciarse. –                     ¡Uy!, pero eso es muy grave ¡Espere! –                     Perdón; también es necesario de entrada, constituir un ajuar para el caso en que usted se marche del país. –                     Entonces ¿la mujer quedaría libre? –                     Desde luego, y usted también, pero mientras usted siga en el país, estarán unidos. –                     En el fondo, es bastante justo. Pero, ¿cuál es el cuarto tipo de boda?. –                     No le aconsejo a usted que piense en ese. Se trataría de casarse dos veces: en la iglesia copta y en el convento de los franciscanos. –                     ¿Es un matrimonio mixto?. –                     Un matrimonio muy sólido. Si usted se marcha, tiene que llevarse a la mujer. Ella puede seguirle a todas partes y llenarle de críos que quedarían a su cargo. –                     Entonces, ¿quiere decir que se acabó, que de ese modo se está casado sin remisión? –                     Aún quedan artimañas para deslizar una nulidad en las actas… pero sobre todo, guárdese de una cosa: dejarse conducir ante el cónsul. –                     Pero eso es el matrimonio europeo. –                     Desde luego. Y en ese caso, a usted sólo le quedaría un recurso, si conoce a alguien del Consulado, obtener que las publicaciones no se hagan en su país. Los conocimientos de este cultivador de gusanos de seda acerca de los matrimonios me tenían perplejo; pero me informó que ya le habían utilizado en otras ocasiones para esta clase de asuntos. Servía de traductor al wékil, que sólo hablaba árabe. Me interesaba conocer hasta el último de los detalles sobre las posibles formas de contraer matrimonio. Llegamos así al otro extremo de la ciudad, en la parte del barrio copto que da la vuelta a la plaza de El-Esbekieh, del lado del Boulac. Una casa de apariencia bastante pobre al final de una calle repleta de vendedores de hierbas y frituras. Ése era el lugar en donde se iba a celebrar la presentación. Se me advirtió que aquella no era la casa de los padres, sino un terreno neutral. –                     Va a ver usted a dos –me dijo el judío— y si no queda satisfecho, haremos venir a otras. –                     Está bien, pero si están veladas, le prevengo que yo no me caso. –                     ¡Oh!, esté usted tranquilo, aquí no estamos entre turcos. –                     Aunque los turcos tienen la ventaja de poder desquitarse gracias al número. –                     Esto es totalmente diferente. La sala del piso bajo de la casa, la ocupaban tres o cuatro hombres, vestidos con galabeias azules, que parecían dormitar. No obstante, gracias a la vecindad de una de las puertas de la ciudad y de su cuerpo de guardia, situado en las proximidades, este escenario no me parecía inquietante. Subimos por una escalera de piedra a una terraza interior. La habitación a la que se accedía de inmediato daba a la calle, y la amplia ventana, con toda su cancela de carpintería, sobresalía, conforme al uso, medio metro por fuera de la casa. Una vez sentado en esa especie de vestíbulo, la mirada se me perdía en los extremos de la calle en donde se veía a los caminantes a través de los enrejados laterales. En general, éste es el lugar de las mujeres, desde el que, al igual que tras su velo, observan todo sin ser vistas. Se me invitó a sentarme, mientras el wékil, su hijo y el judío se acomodaban en los divanes. Al poco llegó una mujer copta velada, levantó su borghot negro por encima de la cabeza, lo que, con el velo hacia atrás, componía una especie de tocado israelí. Ésta era la khatbé*, o wékil de las mujeres. Me comentó que las jóvenes estaban acabando de arreglarse. Mientras tanto, trajeron pipas y café para todo el mundo. Un hombre de barba blanca, con turbante negro, se había agregado también a la reunión. Se trataba del sacerdote copto. Dos mujeres veladas, las madres, sin duda, se quedaron de pie junto a la puerta. Aquello iba muy en serio, y esa espera –debo reconocer— me estaba provocando algo de ansiedad. Por fin entraron dos jovencitas que vinieron a besarme la mano. Las invité por señas a sentarse a mi lado.  –                     Déjelas de pie –me dijo el judío—son sus sirvientes. Pero yo era aún demasiado francés como para no insistir. El judío habló y sin duda les dio a entender que entre los europeos había la extraña costumbre de que se sentaran las mujeres delante de ellos. Al fin se sentaron junto a mí. Llevaban unas túnicas de tafetán estampado y muselinas bordadas. El conjunto resultaba bastante primaveral. El tocado, compuesto por un tarbouche rojo adornado de pasamanería, dejaba escapar un mechón de cintas y trenzas de seda, mientras que racimos de piezas de oro –lo más probable es que fueran falsas— ocultaban sus cabellos por completo. Aún así, era fácil ver que una era rubia y la otra morena. Además, habían previsto cualquier objeción sobre la talla o el color: La primera, era esbelta como una palmera y tenía los ojos negros de las gacelas, y era morena, ligeramente oscura. La otra, más delicada, más rica de contornos, y de una blancura que me resultaba extraña en esas latitudes, tenía el rostro y el porte de una joven reina floreciendo en el país de la mañana. Ésta última me seducía en particular, y pedí que le tradujeran de mi parte toda suerte de halagos, sin por ello descuidar a su compañera. Y como el tiempo pasaba sin que yo abordara el asunto principal que nos había llevado hasta allí, la khatbé las hizo levantarse y les decubrió los hombros, que golpeó con la mano para demostrar su firmeza. Hubo un momento en que temí que la exhibición fuera demasiado lejos, y yo mismo me encontraba un poco cohibido ante estas pobres muchachas, que volvían a cubrirse con las gasas sus traicionados encantos. Entonces me dijo el judío: –                     ¿Qué piensa usted? –                     Hay una que me gusta mucho, pero preferiría pensármelo un poco. Yo no me puedo apasionar así, de golpe, volveremos a verlas… Desde luego que los allí presentes habrían preferido una respuesta más precisa. La khatbé y el sacerdote copto me incitaban a que tomara una decisión de inmediato, pero yo me levanté prometiéndoles que volvería, aunque me daba cuenta que no confiaban mucho en mis palabras. Las dos jovencitas habían salido durante la negociación, y cuando atravesaba la terraza para salir a la escalera, la que más me había interesado en particular, parecía ocupada en arreglar las plantas. Se levantó sonriente, y dejando caer su tarbouche, sacudió sobre sus hombros unas magníficas trenzas doradas, a las que el sol daba un vivo reflejo rojizo. Este último esfuerzo de una coquetería, por supuesto bien legítima, casi triunfa sobre mi prudencia, e hice decir a su familia que les aseguraba el envío de los presentes. “A fe mía, dije al salir al complaciente israelita, que me casaría con ésta ante el turco. –      La madre no querría, se empeña en que sea con el sacerdote copto. Es una familia de escritores: el padre ha muerto y la jovenciata que usted prefiere sólo se ha casado una vez, a pesar de tener ya dieciséis años. –      ¡Cómo! ¿es viuda? –      No, divorciada. –      ¡Ah!, pero esto cambia las cosas” De todos modos, les envié una pequeña pieza de tela como presente. El ciego y su hijo se pusieron a buscar de nuevo y me encontraron otras candidatas. Casi siempre se trataba de la misma ceremonia, pero yo le tomé gusto a este pasar revista al bello sexo copto, y por medio de algunos retales y pequeñas bagatelas no se acababa de formalizar nada debido a mi incertidumbre. Hubo una madre que llevó a su hija hasta mi cuarto, y creo que, sin temor a equivocarme, habría celebrado el himeneo ante el turco; pero bien pensado, aquella muchacha estaba en la edad de haber pasado ya por más maridos de lo deseable. * – Casamentera (EDL)

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 bodas coptas, el judío Yousef, El-Esbekieh, khatbé, wékil
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, pilule EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VII. El mundo subterráneo… continúa el descenso de Adonirám a la morada subterránea de los genios del fuego, rx acompañado por el espíritu de Tubalcaín, troche que le revelará su linaje y la maldición del vengativo Adonay. Penetraron juntos en un jardín iluminado por los suaves resplandores de cálidas llamas; poblado de árboles desconocidos, cuyo follaje, formado por pequeñas lenguas de fuego, proyectaba, en lugar de sombras, la más viva claridad sobre el suelo de esmeralda, jaspeado de flores de extrañas formas, y de colores de una viveza sorprendente.  Brotando del fuego interior de los metales, aquellas flores eran sus emanaciones más fluidas y puras. Aquella vegetación arborescente del metal en flor brillaba como las piedras preciosas, y exhalaba perfumes de ámbar, benjuí, incienso y mirra. No lejos de allí serpenteaban arroyuelos de nafta, que fertilizaban los cinabrios, la rosa de aquellos mundos subterráneos. Por allí se paseaban algunos gigantes ancianos, esculpidos a la medida de esa naturaleza fuerte exuberante. Bajo un dosel de luz ardiente, Adonirám descubrió una fila de colosos, sentados en fila, con los mismos atuendos sagrados, las proporciones sublimes y el imponente aspecto de las esculturas que él ya había podido vislumbrar en las cavernas del Líbano. Adivinó que se trataba de la dinastía perdida de Henochia. Vio en torno a ellos, agachados, a los cinocéfalos, leones alados, grifos, esfinges sonrientes y misteriosas; especies condenadas, barridas por el diluvio de la faz de la tierra, e inmortalizadas por la memoria de los hombres. Esos esclavos andróginos portaban los macizos tronos, monumentos inertes, dóciles, y aún así animados de vida. Inmóviles, como en reposo, los príncipes, hijos de Adán, parecían soñar y esperar. Cuando llegó al extremo de aquella hilera, Adonirám, que no dejaba de caminar, dirigió sus pasos hacia una enorme piedra cuadrada y blanca como la nieve… Iba a posar el pie sobre aquella incombustible roca de amianto, cuando… “¡Detente! Gritó Tubalcaín, estamos bajo la montaña de Sérendib[1]; vas a pisar la tumba del desconocido, del primer nacido de la tierra. Adán duerme bajo ese sudario que le protege del fuego. No debe levantarse hasta el último día del mundo; su tumba cautiva contiene nuestro rescate. Pero escucha: nuestro padre común te llama.” Caín estaba allí, acuclillado en incómoda postura; se puso de pie. Su belleza era sobrehumana, su mirada triste y sus labios pálidos. Estaba desnudo; alrededor de su cariacontecida frente se enroscaba una serpiente de oro a guisa de diadema… el hombre errante parecía aún agotado: “Que el sueño y la muerte sean contigo, hijo mío. Raza industriosa y oprimida. Tú sufres por culpa mía. Eva fue mi madre; Eblís, el ángel de la luz, deslizó en su seno la chispa que anima y regenera mi raza; Adán, amasado con barro y depositario de una alma cautiva, me crió. Yo, hijo de los Éloïms[2], amaba a aquella creación fallida de Adonay, y puse al servicio de los hombres, ignorantes y débiles, el espíritu de los genios que residen en mí. Fui yo el que alimentó a mi madre en sus días de vejez, y yo, el que acunó a Abel… al que ellos llamaban mi hermano. ¡Qué desgracia!, ¡qué desgracia!. “Antes de mostrar mi crimen a la humanidad, yo conocí la ingratitud, la injusticia y las amarguras que corrompen el corazón. Trabajaba sin cesar, arrancando el alimento al mísero terreno, inventando, para el bienestar de los hombres, esos arados que obligan a la tierra a producir; hice renacer para todos ellos, el seno de la abundancia, ese Edén que habían perdido, había hecho de mi vida un puro sacrificio. Pero en el colmo de la iniquidad, Adán no me quería. Eva sólo recordaba que había sido expulsada del paraíso por haberme traído al mundo, y su corazón, cerrado por el interés, lo reservaba únicamente para su Abel, y él, desdeñoso y mimado, me consideraba como el criado de todos ellos: Adonay estaba con él, ¿qué más se podría añadir?. De modo que, mientras yo regaba con mis sudores la tierra de la que Abel se sentía el rey; él, ocioso y consentido, apacentaba sus rebaños, mientras dormía bajo los sicómoros. Entonces yo me lamenté: nuestros padres invocan la equidad de dios; nosotros le ofrecemos sacrificios, y el mío, espigas de trigo que yo había conseguido cultivar, ¡las primicias del verano!; el mío, fue arrojado con desprecio… Así es como ese Dios celoso ha rechazado siempre al genio creador y fecundo, y entregado el poder con derecho a la opresión, a los espíritus vulgares. Tú ya conoces el resto; pero lo que ignoras es que el castigo de Adonay, condenándome a la esterilidad, al mismo tiempo entregaba por esposa al joven Abel a nuestra hermana Aclinia, de la que yo estaba enamorado[3]. De ahí proviene la primera lucha de los djinns o hijos de los Éloïms, nacidos del fuego, contra los hijos de Adonay, engendrados del barro.        “Yo extinguí la llama de Abel… Adán se vio renacer más tarde en la descendencia de Seth, y para borrar mi crimen, me hice benefactor de los hijos de Adán. Gracias a nuestra raza superior a la suya, deben todas las artes, la industria y los elementos de las ciencias. ¡Vanos esfuerzos! Al instruirles, les hicimos libres… algo que Adonay nunca me perdonó, y por ello convirtió en un crimen imperdonable el que yo hubiera quebrado a un ser de barro (Abel), ¡Él!, que con las aguas del diluvio, ahogó a miles de hombres!; ¡Él!, ¡que para diezmarlos, suscitó entre ellos a tantos tiranos!”. Entonces la tumba de Adán habló: “Eres tú, dijo la voz profunda; tú, el que ha creado el crimen; ¡Dios persigue en mi descendencia la sangre de Eva, de la que tu provienes y que tú has vertido! Jeováh, por culpa tuya, ha dado el poder a sacerdotes que han inmolado a los hombres, y a reyes que han sacrificado a sacerdotes y a soldados. Un día, Él hará surgir emperadores para triturar a los pueblos, a los sacerdotes y a los mismos reyes, y la posteridad de las naciones dirá: ¡Son los hijos de Caín!” El hijo de Eva se agitó, desesperado. “¡Él también! – gritó – Jamás me ha perdonado. –      ¡Jamás!…” respondió la voz; y desde las profundidades del abismo se escuchó todavía gemir: “¡Abel, hijo mío!, ¡Abel!, ¡Abel!… ¿qué has hecho de tu hermano Abel?…” Caín rodó por el suelo, que comenzó a temblar, mientras las convulsiones de Caín en su desesperación le desgarraban el pecho… Tal era el suplicio de Caín, por haber vertido sangre. Embargado de respeto, amor, compasión y horror, Adonirám apartó su mirada de él. “¿Y yo?, ¿qué había hecho yo? – dijo, sacudiendo la cabeza tocada de una larga tiara, el venerable Enoc. Los hombres andaban errantes como rebaños; yo les enseñé a tallar la piedra, a construir edificios, a agruparse en ciudades. Al primero, le revelé el secreto de la sociedad. Yo les encontré como a un rebaño de bestias;… y a cambio, les dejé una nación en mi ciudad de Henochia, cuyas ruinas aún son admiradas por las razas degeneradas. Gracias a mí, Solimán (Salomón) alzará un templo en honor de Adonay, y ese templo será su ruina, ya que el dios de los hebreos, hijo mío, ha reconocido mi naturaleza en la obra salida de tus manos.” Adonirám contempló aquella enorme sombra: Enoc tenía la barba larga y trenzada; su tiara, adornada con bandas rojas y una doble fila de estrellas, se alzaba en punta, rematada por un pico de cuervo. Dos bandas rayadas caían sobre su cabello y túnica. En una mano llevaba un largo cetro, y en la otra, una escuadra. Su colosal estatura sobrepasaba la de su padre Caín. Muy cerca de Caín estaban Irad y Maviaël[4], tocados con sencillas cintas. Brazaletes de hierro rodeaban sus brazos: uno de ellos fue el que inventó el arte de la fundición; el otro, el de las medidas y escuadrado de los cedros. Mathusaël inventó los caracteres escritos y dejó libros, de los que más tarde se apoderó Édris, que los ocultó en la tierra; los libros del Tau… Mathusaël llevaba en los hombros un palio hierático; al costado llevaba un parazonium[5], y sobre su resplandeciente cinturón brillaba en trazos de fuego la T simbólica que une a todos los obreros nacidos de los genios del fuego[6]. Mientras tanto, Adonirám contemplaba los sonrientes trazos de Lamec, cuyos brazos estaban cubiertos por alas replegadas de las que salían dos largas manos apoyadas sobre la cabeza de dos jóvenes allí agachados. Tubalcaín, dejando a su protegido, fue a sentarse en su trono de hierro. “Estás viendo el venerable rostro de mi padre, dijo a Adonirám. Esos a los que acaricia el pelo, son los hijos de Ada: Jabel, el pastor y el nómada que habita en jaymas, el que aprendió a coser la piel de los camellos, y Jubal, mi hermano, el primero que tensó las cuerdas del kinnor[7] y del arpa, y supo sacarles sonidos. –      Hijo de Lamec y de Sella, respondió Jubal con una voz armoniosa como los vientos de la tarde, tú eres el más grande entre tus hermanos, y reinas sobre tus antepasados. De ti proceden las artes de la paz y de la guerra. Tú has dominado los metales, has encendido la primera forja. Has entregado a los humanos el oro, la plata, el cobre y el acero; tú les has devuelto el Árbol de la Ciencia. El oro y el hierro les elevarán a la cumbre del poder, y los harán lo bastante funestos como para vengarnos de Adonay.  ¡Honor a Tubalcaín!”. Un ruido formidable respondió por todas partes a esa exclamación, repetida a lo lejos por legiones de gnomos, que retomaron su trabajo con renovado ardor. Los martillos restallaron bajo las bóvedas de las fábricas eternas, y Adonirám… el obrero, en ese mundo en el que los obreros eran reyes, sintió una alegría y un orgullo profundos. “Hijo de la raza de los Éloïms, le dijo Tubalcaín, recobra el ánimo, tu gloria esta en la servidumbre. Tus antepasados han hecho temible a la industria humana, y por eso nuestra raza ha sido condenada. Ha combatido durante dos mil años; no han podido destruirnos porque somos de una esencia inmortal; han conseguido vencernos porque la sangre de Eva se mezcló con la nuestra. Tus abuelos, mis descendientes, fueron salvados de las aguas del diluvio. Ya que, mientras Jeováh, preparando nuestra destrucción, hinchaba de agua las nubes del cielo, yo convoqué al fuego en mi ayuda y lancé sus rápidas corrientes hacia la superficie de la tierra. A una orden mía, la llama disolvió las piedras y excavó largas galerías apropiadas para servirnos de refugio. Esos caminos subterráneos van a dar a la llanura de Gizeh, no lejos de la ribera en la que más tarde se construyó la ciudad de Menfis. Y para proteger esas galerías de la invasión de las aguas, reuní a la estirpe de los gigantes y con ellos erigimos una inmensa pirámide que durará hasta el fin del mundo. Las piedras fueron cimentadas con asfalto impenetrable; y sólo se practicó, como única abertura, un estrecho corredor cerrado por una pequeña puerta que yo mismo tapié cuando llegó el último día del mundo antiguo. “Moradas subterráneas fueron excavadas en la roca; allí se penetraba descendiendo a través de los abismos; se escalonaban a lo largo de una galería baja que llegaba a las regiones del agua que yo había aprisionado en un gran río beneficioso para refrescar y aliviar la sed a los hombres y ganado refugiados en esas galerías. Más allá de ese río, reuní en un amplio espacio iluminado por el frotamiento de metales contrapuestos, los frutos y verduras que se nutren de la tierra.        “Es allí donde vivieron, al abrigo de las aguas, los debilitados despojos del linaje de Caín. Todas las pruebas que hemos sufrido y superado, hubo que remontarlas de nuevo para volver a ver la luz cuando las aguas del diluvio volvieron a su cauce. Aquellos caminos eran peligrosos, el clima interior devora. Durante nuestras idas y venidas, dejamos en cada región a algunos de nuestros compañeros. Al final, solo yo sobreviví con el hijo que me había dado mi hermana Noéma. “Abrí de nuevo la pirámide, y vislumbré la tierra. ¡Qué cambio! El desierto… animales raquíticos, plantas resecas, un sol pálido y sin calor, y aquí y allá un amasijo de barro estéril en el que se deslizaban reptiles. De pronto, un viento glacial cargado de miasmas infectos penetró en mi pecho y lo secó. Sofocado, lo expulsé, pero lo volví a respirar para no morir. No se qué frío veneno circuló por mis venas; mi vigor expiró, mis piernas se doblaron, la noche me envolvió, un negro temblor se amparó de mí. El clima de la tierra había cambiado, la superficie ahora fría ya no desprendía calor para animar a todo lo que había vivido antaño. Como un delfín expulsado del seno del mar y arrojado sobre la arena, yo sentí la agonía, y comprendí que mi hora había llegado… “Por un supremo instinto de conservación, quise huir, y, entrando bajo la pirámide, perdí allí el conocimiento. La pirámide fue mi tumba; entonces, mi alma liberada atraída por el fuego interior volvió para encontrarse con las de mis padres. Mi hijo, apenas adulto, aún creció algo; pudo vivir; pero su crecimiento se detuvo. “Anduvo errante, siguiendo el destino de nuestra raza, y la mujer de Cham[8] (¿Sem?), segundo hijo de Noé, le encontró más hermoso que los hijos de los hombres. Él la poseyó, y ella trajo al mundo a Koûs, padre de Nemrud, que enseñó a sus hermanos el arte de la caza y fundó Babilonia. Entonces se dispusieron a construir la torre de Babel; y ahí fue cuando Adonay reconoció la sangre de Caín y comenzó a perseguirle. La raza de Nemrud fue de nuevo dispersada. La voz de mi hijo acabará para ti esta dolorosa historia.” Adonirám, inquieto, buscó a su alrededor al hijo de Tubalcaín . “No le verás, continuó el príncipe de los espíritus del fuego, el alma de mi hijo es invisible, porque murió después del diluvio, y su forma corporal pertenece a la tierra. Lo mismo sucede con sus descendientes, y tu padre, Adonirám, está errante en el aire abrasador que tú respiras… Sí, tu padre. –      Tu padre, sí, tu padre…”, se repitió como un eco, pero con tierno acento, una voz que pasó como una caricia sobre la frente de Adonirám, y el artista volviéndose lloró. “Consuélate, dijo Tubalcaín; él es más afortunado que yo. Él te dejó al nacer y, como tu cuerpo no pertenece aún a la tierra, puede disfrutar de la felicidad de ver tu imagen. Pero ahora atiende bien a las palabras de mi hijo.” Entonces se oyó una voz: “Sólo entre los genios mortales de nuestra raza, he visto el mundo antes y después del diluvio, y he contemplado la faz de Adonay. Yo esperaba el nacimiento de un hijo, y el frío abrazo de la tierra envejecida ya oprimía mi pecho. Una noche Dios se me apareció: su rostro no puede ser descrito. Me dijo:        “- Espera…        “Sin experiencia, aislado en un mundo desconocido, le respondí con timidez:        “- Señor, tengo miedo…        “Él repuso: – Ese temor será tu salvación. Debes morir; Tus hermanos ignorarán tu nombre que no será recordado por la posteridad; de ti va a nacer un hijo que no llegarás a ver. De él saldrán seres perdidos entre la multitud como las estrellas errantes a través del firmamento. Tronco de gigantes, yo he humillado tu cuerpo; tus descendientes nacerán débiles;  su vida será corta; la soledad será su patrimonio. El alma de los genios conservará en su seno su preciosa llama, y su grandeza será su suplicio. Superiores a los hombres, ellos serán sus benefactores, pero serán objeto de su desprecio; únicamente sus tumbas serán honradas. Desconocidos durante su paso por la tierra, poseerán el amargo sentimiento de su fuerza, que sólo podrán emplear para mayor gloria de los otros. Sensibles a las calamidades de la humanidad, querrán prevenirles, pero no les escucharán. Sometidos a hombres poderosos mediocres y viles, fracasarán al querer eliminar a esos despreciables tiranos. Su alma superior será juguete de la opulencia y la banal estupidez. Ellos serán quienes forjen la fama de las naciones, pero no participarán de ella. Gigantes de la inteligencia, antorchas de la sabiduría, órganos del progreso, luminarias de las artes, instrumentos de libertad; sólo ellos permanecerán esclavos, desdeñados, solitarios. Corazones llenos de ternura, sólo serán envidiados; sus almas enérgicas serán paralizadas para el bien de… Y además, los de su misma especie no se podrán reconocer entre ellos. “- ¡Dios cruel! exclamé; al menos su vida será corta y el alma romperá el cuerpo. “- No, ya que continuarán alimentando una esperanza, siempre frustrada; sin cesar reavivada, y cuanto más trabajen con el sudor de su frente, más ingratitud encontrarán entre los hombres. Ellos les darán todas las alegrías y, a cambio, sólo recibirán penalidades; el peso de los trabajos con los que he maldecido a la raza de Adán recaerá sobre sus espaldas; la pobreza les acompañará, la familia será para ellos compañera del hambre. Complacientes o rebeldes, serán constantemente envilecidos, trabajarán para todos, y consumirán en vano su genio, la industria y la fuerza de sus brazos. “Jeováh, le dije; has roto mi corazón, y maldiciendo la noche en que me hice padre, expiré.” Y la voz se extinguió, dejando tras ella una larga letanía de suspiros. “Tú lo acabas de ver, lo has escuchado, prosiguió Tubalcaín, y se te ha ofrecido nuestro ejemplo. Genios bienhechores, autores de la mayor parte de las conquistas intelectuales de las que el hombre se muestra tan orgulloso. Nosotros estamos malditos ante sus ojos, somos los demonios, los espíritus del mal. ¡Hijo de Caín! sufre tu destino; asúmelo de frente e imperturbable, y que el Dios vengador se aterre de tu constancia. Sé grande delante de los hombres y fuerte ante nosotros: te he visto próximo a sucumbir, hijo mío, y he querido apoyar tu virtud. Los genios del fuego vendrán en tu ayuda; atrévete con todo; tú has sido reservado para ser la perdición de Solimán, ese fiel servidor de Adonay. De ti nacerá una estirpe de reyes que restaurarán en la tierra, ante la faz de Jehová, el olvidado culto del fuego, este sagrado elemento. Cuando ya no habites esta tierra, el infatigable ejército de los obreros se ligará a tu nombre, y la falange de trabajadores, de pensadores, abatirá un día el ciego poderío de los reyes, de esos despóticos ministros de Adonay. Ve, hijo mío, cumple con tu destino…” Tras esas palabras, Adonirám se sintió elevado; el jardín de metales, sus brillantes flores, sus árboles de luz, los inmensos y radiantes talleres de los gnomos, los deslumbrante ríos de oro, plata, cadmio, mercurio y nafta, se confundían bajo sus pies en un ancho surco de fuego. Entonces se dio cuenta de que estaba volando en el espacio con la rapidez de una estrella. Todo se oscureció poco a poco: la morada de sus antepasados le pareció por un instante como un planeta inmóvil en medio de un cielo sombrío; un viento fresco le golpeó en la cara, sintió una sacudida, lanzó una mirada a su alrededor, y se encontró echado sobre la arena, al pie del molde del mar de bronce, rodeado de lava a medio enfriar, que aún proyectaba entre las brumas de la noche un resplandor rosáceo. ¡Un sueño! , se dijo; ¿ha sido todo un sueño? ¡Qué desgraciado soy! Lo único verdadero es la pérdida de mis esperanzas, la ruina de mis proyectos, y el deshonor que me espera cuando salga el sol… Pero la visión se dibujó con tal nitidez, que le hizo sospechar incluso de la duda que le embargaba. Mientras meditaba, alzó los ojos y reconoció ante él la sombra colosal de Tubalcaín: “Genio del fuego, exclamó, condúceme de nuevo al fondo de los abismos. La tierra ocultará mi oprobio. – ¿Así sigues mis preceptos? Replicó la sombra con severidad. Se acabaron las vanas palabras; la noche avanza, pronto el ojo flamígero de Adonay va a recorrer la tierra; hay que darse prisa. “¡Débil criatura! , ¿crees acaso que yo te iba a abandonar en un momento tan peligroso?. No temas; tus moldes están llenos: la fundición, agrandando de golpe el orificio del horno revestido de piedras poco refractarias, de pronto irrumpió, y la gran cantidad de metal fundido rebosó por encima de los bordes. Tú creíste que era una grieta, perdiste la cabeza, lanzaste agua, y el vaciado de la fundición se colapsó. – ¿Y cómo liberar los bordes del recipiente de esas rebabas de metal fundido que han quedado adheridas?. – La aleación de hierro es porosa y conduce el calor peor que el acero. Coge un trozo del metal de la fundición, caliéntalo por uno de sus extremos, enfríalo por el otro, y dale un mazazo: el trozo se quebrará justo entre lo frío y lo caliente. Las tierras y los cristales se comportan igual. – Maestro, os escucho. – ¡Por Eblís! Más valdría que me adivinaras. Tu recipiente aún está candente; enfría bruscamente el material que lo desborda, y separa la escoria a martillazos. – Es que haría falta tener un vigor… – Lo que hace falta es un martillo. El de Tubalcaín abrió el cráter del Etna para dar una salida a las escorias de nuestras fábricas.” Adonirám escuchó el ruido de un trozo de hierro que cayó a sus pies; se agachó y recogió un martillo pesado, pero perfectamente adecuado a su mano. Quiso expresar su reconocimiento; la sombra había desaparecido, y el alba naciente había comenzado a disolver el fuego de las estrellas. Poco después, los pájaros que preludiaban el día con sus cantos, huyeron al ruido del martillo de Adonirám que, golpeando con ardor los bordes del mar de bronce, sólo él perturbaba el profundo silencio que precede al nacimiento de un nuevo día. – – –             Esta sesión había impresionado tan vivamente al auditorio del cafetín, que al día siguiente creció el número de clientes. Se habían desvelado los misterios de la montaña de Kaf, por la que siempre se ha interesado y mucho la gente de Oriente. A mí, el relato me había parecido tan clásico como el descenso de Eneas a los infiernos[9]. [1] Según Herbelot, Bibliothèque orientale, Tahmurath, rey legendario de Persia, fue quien venció a los genios, que encerró en grutas subterráneas.- Sérendib es la isla de Ceilán adonde, según la tradición Oriental, fue relegado Adán cuando Dios lo expulsó del paraíso terrenal. (GR) [2] Los Éloïms son genios primitivos a los que los egipcios denominaban dioses amonianos. En el sistema de las tradiciones persas, Adonay o Jehová (el dios de los hebreos) no era más que uno de los Éloïms. (GR). Caín, hijo de Eblís, rechaza de ese modo ser fruto de la creación imperfecta de Adonai, adhiriéndose en cambio a la raza preadamita de los Éloïm (los dioses), por lo que el dios de la Biblia no sería más que una manifestación más de esos dioses. Nerval cita con frecuencia el mito, de origen musulmán, de las dinastías preadamitas: ver sobre todo Aurelia I, 7-8 y el capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). A propósito de las razas preadamitas, Nerval explica: “La tierra, antes de pertenecer al hombre, había estado habitada durante setenta mil años por cuatro grandes razas creadas al principio, según el Corán, “con una materia excelente, sutil y luminosa”: se trataba de los Dives, los Djinns, los Afrites y los Péris, que en su origen pertenecían a los cuatro elementos; al igual que las ondinas, los gnomos, sílfides y salamandras de las leyendas del Norte” (capítulo La légende de Soliman, en los Appendices del Voyage en Orient (Pléiade). Para las fuentes, ver J. Richer, Nerval et les doctrines ésotériques. [3] Conforme a la tradición musulmana, Eva dio a luz de dos veces a dos gemelos: Caín y Aclimia, Abel y Lebuda. Adán quiso casar a cada hermano con la gemela del otro. Su elección no le gustó a Caín, porque Aclima era más hermosa que Lebuda. Ver Herbelot, Bibliothèque orientale, article “Cabil”. (GR) [4] Los nombres que siguen, corresponden a la descendencia de Caín, según el Génesis, IV: Conoció Caín a su mujer, que concibió y parió a Enoc. Púsose aquel a edificar una ciudad, a la que dio el nombre de Enoc, su hijo. A Enoc le nació Irad, e Irad engendró a Maviael; Maviael a Matusael, y Matusael a Lamec. Lamec tomó dos mujeres, una de nombre Ada, otra de nombre Sela. Ada parió a Jabel, que fue el padre de los que habitan tiendas y pastorean. El nombre de su hermano fue Jubal, el padre de cuantos tocan la cítara y la flauta. También Sela tuvo un hijo, Tubalcaín, forjador de instrumentos cortantes de bronce y de hierro. Hermana de Tubalcaín fue Noema…” [5] Parazonium.- Tipo de daga corta que llevaban los soldados griegos y romanos (Émile Littré: Dictionnaire de la langue française (1872-77) [6] La T además de ser un emblema masónico, es también, en la tradición de La Cábala, un signo mágico. En la leyenda de Hakem; Argévan lleva sobre la frente “la forma siniestra del Tau, señal de los destinos fatales”. [7] Kinnor, es el nombre en idioma hebreo de un antiguo instrumento de cuerda traducido por arpa. Se trata de una lira hebrea portátil de 5 a 9 cuerdas, similar a las que también encontramos en Asiria. Era el instrumento predilecto para acompañar el canto en el templo en la época de los reyes. (http://es.wikipedia.org/wiki/Kinnor) [8] Según una tradición del Talmud, ésta sería la esposa de Noé que habría mezclado la raza de los genios con la de los hombres, cediendo a la seducción de un espíritu enviado por los Dives. Ver el Le Comte de Gabalis, del abad de Villars. Le Comte de Gabalis, ou Entretiens sur les sciences secrètes (1670), que trata, entre otras cosas, de las relaciones entre los hombres y los espíritus elementales. [9] A pesar de esta ironía, el descenso a los infiernos (en general sinónimo de iniciación) y en consecuencia la figura de Orfeo, son para Nerval paradigmas esenciales. Así, en Les Nuits d’Octobre y en Aurélia Nerval dice: “yo comparo esta serie de pruebas que he atravesado con lo que para los antiguos representaba la idea de un descenso a los infiernos” (Mémorables).

Esmeralda de Luis y Martínez 20 abril, 2012 20 abril, 2012 Abel, Ada, Adán, Adonay, Adoniram, Babilonia, Caín, Cham, djins, Edén, Édris, el símbolo TAU, Enoc, Eva, Henochia, Irad, Jabel, Jeovah, Jubal, Koûs, la dinastía perdida de Henochia, Lamec, los Éloïms, los hijos de Adán, Mathusaël, Maviaël, Nemrud, Noé, Noéma, Sella, Sem, Tubalcaín
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II. Las esclavas – X. La barbería…   Al día siguiente, sildenafil pensando en las fiestas que se preparaban para la llegada de los peregrinos, me decidí, para verlos a gusto, a ponerme la ropa del país. Ya contaba con la parte más importante del atuendo árabe, el machlah, manto patriarcal que se puede llevar indistintamente sobre la espalda o por la cabeza, sin dejar por ello de envolver todo el cuerpo. Sólo en este último caso, las piernas quedan al descubierto, y uno se asemeja a una esfinge, lo que no deja de proporcionar un cierto carácter. De momento, me limité a llegar hasta el barrio franco, en donde pensaba llevar a cabo mi transformación completa, siguiendo los consejos del pintor del Hotel Domergue. El callejón que llega al hotel se prolonga, al atravesar la calle principal del barrio franco, y describe numerosos zig-zags hasta perderse bajo las bóvedas de largos pasadizos que corresponden al barrio judío. Es, precisamente en esta caprichosa calle, tan pronto estrecha y abarrotada de tiendas de armenios y griegos, como ancha y bordeada de largos muros y casas altas, donde reside la aristocracia comercial de la nación franca; allí es donde residen banqueros, agentes de cambio, almaceneros de productos de Egipto y de las Indias. A la izquierda, en la parte más ancha, un amplio edificio, que visto por fuera nadie hubiera adivinado su uso, alberga a la vez que la principal iglesia católica, el convento de los dominicos. El convento consta de una infinidad de pequeñas celdas sobre una galería alargada. La iglesia es una vasta sala en el primer piso, con columnas de mármol de sobria elegancia y de estilo italiano. Las mujeres se sitúan aparte, en tribunas con celosías, y no se desprenden de sus mantillas negras, confeccionadas al estilo turco o maltés. Pero no nos detuvimos en la iglesia , entre otras cosas, porque se trataba de perder, al menos, la apariencia cristiana para poder asistir a las fiestas musulmanas. El pintor me condujo aún más lejos, hasta un punto en donde la calle se estrechaba y hacía más oscura, hasta una barbería que posee una maravillosa ornamentación. Allí se puede admirar uno de los últimos monumentos del antiguo estilo árabe, sustituido en todas partes, tanto la decoración, como la arquitectura, por el gusto turco de Constantinopla, triste y frío pastiche a medio camino entre lo tártaro y lo europeo. Fue en esta encantadora barbería, cuyas ventanas graciosamente recortadas dan sobre el Calish , donde perdí mi cabellera europea. El barbero paseó la navaja con suma destreza y, atendiendo a mis órdenes expresas, me dejó un único mechón en lo alto de la cabeza, como el que llevan los chinos y musulmanes. Hay discrepancias sobre el motivo de esta costumbre: unos, pretenden que es para ofrecer un agarradero a las manos del ángel de la muerte; los otros, creen ver en este mechón una razón más bien material: al turco, que siempre prevé que le puedan cortar la cabeza, y que una vez cortada se acostumbra a exhibir al pueblo, no le gustaría que la mostrasen agarrándola por la nariz o por la boca, cosa que sería bastante ignominiosa. Los barberos turcos les suelen tomar el pelo a los cristianos, rapándoles toda la cabeza, pero yo, aunque escéptico, nunca rechazo de plano ninguna superstición. Terminado su trabajo, el barbero me hizo sostener una palanganilla de estaño, y sentí inmediatamente una columna de agua correr sobre el cuello y las orejas. Se había subido a un banco junto al mío, y vació un gran balde de agua fría en un pellejo de cuero suspendido sobre mi frente. Cuando se me pasó la sorpresa, aún tuve que someterme a un lavado a fondo con agua jabonosa, tras lo cual me rasuró la barba a la última moda de Estambul. Después se dedicó a la labor, desde luego no muy ardua, de peinarme. La calle estaba llena de mercaderes de “tarbouche” y de campesinas cuya industria consiste en confeccionar los pequeños bonetes blancos, llamados Takies, que se ponen sobre la cabeza rapada; algunos están delicadamente elaborados en hilo o en seda; otros, están rematados por un encaje blanco hecho para sobresalir por debajo del bonete rojo. Estos últimos, son generalmente de fabricación francesa. Creo que es nuestra ciudad de Tours la que tiene el privilegio de poner tocado a todo Oriente. Con los dos bonetes superpuestos, el cuello al descubierto y la barba recortada, apenas pude reconocerme en el elegante espejo incrustado de carey que me ofreció el barbero. Completé la transformación comprando a los revendedores un ancho calzón de algodón azul y un chaleco rojo brocado con un bordado de plata bastante aparente; tras lo cual el pintor me comentó que de esta guisa podría pasar por un montañés sirio venido de Saida o de Trípoli. Los ayudantes me concedieron el título de Chélebi, apelativo que se les da en el país a los elegantes.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 chélebi, La barbería, machlah, takies, tarbouche
“VIAJE A ORIENTE” 038

IV. Las pirámides – IV. El retorno…  Dejo con pesar esta vieja ciudad, for sale El Cairo, search en donde he encontrado los últimos vestigios de la grandeza árabe, que en ningún momento ha defraudado la idea del Oriente que yo me había hecho a través de narraciones y tradiciones. La había visto tantas veces en mis sueños de juventud, que me daba la impresión de haber vivido allí en alguna otra época. Yo reconstruía mi Cairo de otros tiempos, en medio de los barrios desiertos o de las mezquitas derruidas. Me parecía que pisaba sobre las huellas de mis antiguos pasos. Iba diciéndome… al dar la vuelta a este muro, voy a ver tal cosa…, y esa cosa estaba allí; en ruinas, pero real. No pensemos más. Este Cairo languidece bajo la ceniza y el polvo; el espíritu y los progresos modernos han triunfado como la muerte. Unos cuantos meses más, y calles de estilo europeo habrán troceado en ángulos rectos la vieja ciudad muda y polvorienta, que se derrumba pacífica sobre los pobres campesinos. Lo que reluce o brilla y crece es el barrio de los francos, la ciudad de los italianos, provenzales y malteses, el futuro cimiento de la India inglesa. El Oriente de antaño se precia de usar sus viejos atuendos, sus viejos palacios, sus viejas costumbres, pero ya ha llegado a sus últimos días, y puede decir como uno de sus sultanes: “La muerte ha disparado su flecha y me alcanzó: ya soy el pasado”. La que todavía protege el desierto, ocultándola poco a poco en sus arenas es, fuera de la ciudad de El Cairo, la ciudad de las tumbas, el valle de los califas, que asemeja, como Herculano, haber abrigado generaciones desaparecidas, y cuyos palacios, arquerías y columnas, los mármoles preciosos, los interiores pintados y dorados, las murallas, las cúpulas y los minaretes, multiplicados hasta la locura, no han servido más que para recubrir ataúdes. Este culto a la muerte es un distintivo eterno del carácter de Egipto. Sirve, al menos, para proteger y transmitir al mundo la extraordinaria historia de su pasado.

Esmeralda de Luis y Martínez 15 febrero, 2012 15 febrero, 2012 El valle de los califas, la ciudad de las tumbas
“VIAJE A ORIENTE” 005

I. Las bodas coptas – IV. Inconvenientes del celibato  He comenzado contando la historia de mi primera noche, buy viagra y se comprende que debí despertarme un poco más tarde a la mañana siguiente. Abdallah me anunció la visita del cheikh de mi barrio, que ya había venido otra vez esta mañana. Este bondadoso anciano de barba blanca esperó a que yo me despertara en el café de enfrente, con su secretario y un negro portador de su narguile. Yo no me extrañé de su paciencia. Cualquier europeo que no sea ni un industrial ni un negociante es todo un personaje en Egipto. El cheikh se sentó en uno de los divanes; se le cebó la pipa y se le sirvió café. A partir de ese momento comenzó su discurso, que Abdallah me iba traduciendo al mismo tiempo: –                     Viene a devolverle el dinero que usted le dio como alquiler de la casa. –                     ¿Y por qué?, ¿qué razón da? –                     Dice que no saben la forma de vivir que usted tiene, que sus costumbres no son conocidas. –                     ¿Ha observado que mis hábitos fueran malos? –                     No es eso lo que dice; es que no se sabe nada de ellos. –                     Pero entonces, ¿es que no tiene una buena opinión? –                     Dice que había pensado que usted viviría en la casa con una mujer. –                     Pero yo no estoy casado. –                     Eso no es de su incumbencia, el que usted esté casado o no; pero dice que sus vecinos tienen mujeres, y que van a estar inquietos si usted no tiene una. –                     Además esa es la costumbre por aquí. –                     ¿Qué quiere entonces que haga? –                     Que deje usted la casa o que tome una mujer para vivir aquí con ella. –                     Dile que en mi país no es de buen tono vivir con una mujer sin estar casado. La respuesta del anciano ante esta observación moral, fue acompañada de una expresión totalmente paternal que las palabras traducidas no pueden reflejar más que imperfectamente. –                     Le va a dar un consejo –me dijo Abdallah—. Dice que un señor (effendi) como usted, no debe vivir sólo, y que siempre es más honorable alimentar a una mujer y hacerle algun bien, y que aún es mejor, añadió, alimentar a muchas, cuando la religión de uno se lo permita. El razonamiento de este turco me conmovió, aunque mi conciencia europea luchaba contra ese punto de vista, que no comprendí en toda su justeza, hasta estudiar la situación de las mujeres en este país. Pedí que le respondieran al cheikh que esperara hasta que me informara por mis amigos de lo que convendría hacer. Había alquilado la casa por seis meses, la había amueblado, me encontraba allí bastante agusto, y quería tan solo informarme de los medios para resistir a las pretensiones del cheikh de romper nuestro trato y echarme de la casa por culpa de mi celibato. Tras mucho dudarlo, me decidí a tomar consejo del pintor del hotel Damergue, que me había querido introducir en su taller e iniciar en las maravillas del daguerrotipo. Este pintor era duro de oído, a tal extremo, que una conversación por medio de un intérprete hubiera sido aún más divertida. A pesar de todo, me fui a su casa, atravesando la plaza de El-Esbekieh hasta la esquina de una calle que tuerce hacia el barrio franco, cuando de pronto oí unas exclamaciones de alegría, que provenían de un amplio patio en donde se paseaban en ese instante unos hermosos caballos. Uno de los mozos se me enganchó al cuello en un caluroso abrazo. Era un muchacho fuertote, vestido con una saya azul, tocado con un turbante de lana amarillenta y que recordé haberme fijado antes en él, mientras viajaba en el vapor, a causa de su rostro, que me recordaba mucho a las grandes cabezas que se ven en los sarcófagos de las momias. ¡Tayeb!, ¡tayeb! (bien, bien) le dije a aquel expansivo mortal, desembarazándome de sus abrazos y buscando tras de mí al dragomán Abdallah, que se había perdido entre la multitud, no gustándole sin duda el hecho de ser visto cortejando al amigo de un simple palafrenero. Este musulmán mimado por los turistas de Inglaterra al parecer no recordaba que Mahoma había sido camellero. Mientras tanto, el egipcio me tiró de la manga y me arrastró hacia el patio, que era la caballeriza del pachá de Egipto, y allí, al fondo de una galería, medio recostado en un diván de madera, reconocí a otro de mis compañeros de viaje, un poco más aceptable en sociedad, Solimán-Aga, del que ya había hablado cuando coincidí con él en el barco austríaco, el Francisco Primo. Solimán-Aga también me reconoció, y aunque más sobrio en demostraciones que su subordinado, me hizo sentar cerca de él, me ofreció una pipa y pidió café… Añadamos, como muestra de sus costumbres, que el simple palafrenero, considerándose digno de momento de nuestra compañía, se sentó en el suelo, cruzando las piernas, y recibió, al igual que yo una larga pipa, y una de esas pequeñas tazas repletas de un moka ardiente, de esos que ponen en una especie de huevera dorada para no quemarse los dedos. No tardó en formarse un corrillo a nuestro alrededor. Abdallah, viendo que la cosa tomaba un cariz más conveniente, se mostró al fin, dignándose favorecer nuestra conversación. Yo ya sabía que Solimán-Aga era un tipo bastante amable, y aunque en nuestra travesía común no tuvimos más que relaciones de pantomima, habíamos llegado a un grado de confraternización bastante avanzado como para que pudiera sin indiscreción informarle de mis asuntos y pedirle consejo. –                     ¡Machallah! –gritó de entrada—, ¡el cheikh tiene toda la razón, un hombre joven de su edad debería haberse casado ya varias veces! –                     Como usted sabe –repuse tímidamente—, en mi religión sólo se puede tomar una esposa, que hay que conservar para siempre, de modo que normalmente uno se toma tiempo para reflexionar y elegir lo mejor posible. –                     ¡Ah!, yo no hablo de vuestras mujeres rumis (europeas), esas son de todo el mundo y no os pertenecen sólo a vosotros. Esas pobres criaturas locas muestran su rostro enteramente desnudo, no sólo a quienes quieran verlo, sino incluso a quien no lo deseara. Imagínense –añadió estallando en carcajadas— en las calles, mirándome con ojos de pasión, y algunas incluso llevando su impudor hasta querer abrazarme. Viendo a los oyentes escandalizados al llegar a ese punto, me creí en el deber de decirles, por el honor de los europeos, que Solimán-Aga confundía sin duda la solicitud interesada de algunas mujeres, con la curiosidad honesta de la mayoría. –                     ¡Y ya quisieran –continuó Solimán-Aga, sin responder a mi observación, que parecía dictada únicamente por el amor propio nacional— esas bellezas merecer que un creyente les permitiera besarle la mano! pues son plantas de invierno, sin color y sin gusto, rostros malencarados atormentados por el hambre, pues apenas comen, y sus cuerpos desfallecerían entre mis manos. Y desposarlas, aún peor, han sido tan mal educadas, que serían la guerra y la desgracia de la casa. Aquí, las mujeres viven juntas, pero separadas de los hombres, que es la mejor manera de que reine la tranquilidad. –                     ¿Pero no viven ustedes –le repuse— en medio de sus mujeres en los harenes? –                     ¡Dios todopoderoso! exclamó, acabaríamos todos con dolor de cabeza aguantando su constante parloteo. ¿No ve usted que aquí los hombres que no tienen nada que hacer pasan el tiempo de paseo, en el hamam, en la mezquita, en las audiencias, o en las visitas que se hacen unos a otros? ¿No es más agradable charlar con los amigos, escuchar historias y poemas, o fumar soñando, que hablar con las mujeres preocupadas por intereses vulgares, de tocador o de botica? –                     Pero ustedes soportarán eso mismo a la hora en que comen con ellas. –                     De ningún modo. Ellas comen juntas o por separado, a su gusto, y nosotros sólos, o con nuestros padres y amigos. Sólo unos cuantos creyentes actúan de distinto modo, pero están mal vistos en nuestra sociedad, porque llevan una vida vacía e inútil. La compañía de las mujeres vuelve al hombre ávido, egoísta y cruel; ellas destruyen la fraternidad, y la caridad entre nosotros. Son causa de querellas, injusticias y tiranía. ¡Que cada cual viva con sus iguales! Ya es bastante con que el señor de la casa, a la hora de la siesta, o cuando vuelve de noche a su cuarto, encuentre para recibirle rostros sonrientes, de amables modales, ricamente engalanadas…y, si además hay danzarinas para bailar y cantar ante él, pues entonces se puede soñar con el paraíso anticipado y creerse uno en el tercer cielo, en donde están las verdaderas bellezas, puras y sin mácula, las únicas que serán dignas de ser las eternas esposas de los verdaderos creyentes. ¿Será ésta la opinión de todos los musulmanes, o de un cierto número de ellos? Tal vez se deba ver en esto, no tanto un desprecio hacia la mujer, como un cierto platonismo antiguo, que eleva el amor por encima de los objetos perecederos. La mujer adorada, ¿no es el fantasma abstracto, la imagen incompleta de una mujer divina, prometida al creyente para toda la eternidad? Esas son las ideas que han hecho pensar que los orientales niegan el alma de las mujeres; pero hoy en día se sabe que las musulmanas verdaderamente piadosas tienen la esperanza de ver su ideal realizarse en el cielo. La historia religiosa de los árabes tiene sus santos y sus profetisas, y la hija de Mahoma, la ilustre Fátima, es la reina de este paraíso femenino. Solimán-Aga terminó por aconsejarme que abrazara el mahometismo; se lo agradecí sonriendo y le prometí que reflexionaría sobre ello. De nuevo estaba más confuso que nunca. Aún me quedaba por consultar al pintor sordo del hotel Domergue, conforme a mi primera idea.

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 27 enero, 2012 Abdallah, bodas coptas, inconvenientes del celibato, rumi
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VI. La Santa Bárbara – III. La Bombarda…  Seguimos aún por el curso del Nilo a lo largo de una milla; las orillas llanas y arenosas se extendían hasta perderse de vista, sales y el boghaz que impide a los barcos llegar hasta Damieta, a esas horas no oponía más que una barrera casi insensible. Dos fortalezas protegen esta entrada, con frecuencia abierta en la Edad Media, pero casi siempre fatal para los navíos. Los viajes por mar están en la actualidad, gracias al vapor, tan desprovistos de peligro, que no sin cierta inquietud se aventura uno en un barco de vela. Aquí renace la suerte fatal que proporciona a los peces su revancha a la voracidad humana, o al menos la perspectiva de errar durante diez años por costas inhóspitas, como los héroes de La Odisea o de La Eneida. Pero si alguna vez un barco primitivo ha sido sospechoso de estas fantasías surcando las aguas azules del golfo sirio, ese es la bombarda bautizada con el nombre de Santa-Bárbara, la que responde a su ideal más puro. En cuanto avisté desde lejos aquella sombría carcasa, parecida a un barco de carbón, elevando sobre un único mástil la larga verga emparejada con una sola vela triangular, comprendí que había empezado el viaje con mal pie, y al instante pensé en rechazar aquel medio de transporte. Pero, ¿cómo hacerlo? Volver a una ciudad y hacer frente a la peste para esperar a que pasara un bergantín europeo (ya que los barcos de vapor no cubren esta línea) no parecía una opción más afortunada. Miré a mis compañeros, que no aparentaban descontento ni sorpresa; el jenízaro parecía convencido de haber arreglado bien las cosas; ningún atisbo de burla se reflejaba en los rostros bronceados de los remeros de la djerme; con que deduje que aquel navío no tenía nada de ridículo ni de imposible dentro de las costumbres del país. A pesar de que ese aspecto de galeota deforme, de zueco gigantesco hundido en el agua hasta la borda a causa del peso de los sacos de arroz, no auguraba una travesía rápida. A poco que los vientos nos fueran contrarios, corríamos el riesgo de ir a conocer la inhóspita patria de los Lestrigones, o las rocas de pórfido de los antiguos Feacios. ¡Oh, Ulises!, ¡Telémaco!, ¡Eneas!, ¿estaba yo destinado a verificar personalmente vuestro falaz itinerario?. Mientras la djerme abordaba al navío, nos arrojaron una escala de cuerdas atravesadas con palos, y de esa guisa nos vimos izados a la cubierta e iniciados a las alegrías del interior. Kalimèra (buenos días), dijo el capitán, vestido igual que sus marineros, pero dándose a conocer por ese saludo en griego, mientras se ocupaba en que se dieran prisa en embarcar todas las mercancías, bastante más importantes que las nuestras. Los sacos de arroz formaban una montaña sobre la popa, tras la cual, una pequeña porción de la cubierta estaba reservada al timonel y al capitán; era totalmente imposible pasearse por allí sin pasar por encima de los sacos, ya que en medio del barco estaba la chalupa y los costados los ocupaban las jaulas con las gallinas; tan solo quedaba un espacio y muy estrecho, delante de la cocina, confiada a los cuidados de un joven grumete bastante avispado. En cuanto éste vio a la esclava, gritó: ¡kokona! ¡kali! ¡kali! (¡una mujer!, ¡bella!, ¡bella!) Este joven se apartaba de los modales reservados de los árabes, que no permiten que parezca que se note la presencia de una mujer o de un niño. El jenízaro había subido con nosotros y velaba el cargamento de las mercancías del cónsul. “Ah, le dije, ¿dónde nos van a alojar? Usted me dijo que nos darían el camarote del capitán.- Quédese tranquilo, respondió, una vez colocados todos los sacos, usted estará bien.” Tras lo cual, nos dijo adiós y descendió a la djerme, que no tardó en alejarse. Así que aquí estamos, sólo dios sabe por cuánto tiempo, sobre una de esas embarcaciones sirias que se despedazan contra la costa, igual que una cáscara de nuez, a la más mínima tempestad. Habría que esperar al viento del oeste por más de tres horas para izar la vela. En el intervalo, se comenzó a almorzar. El capitán Nicolás había dado órdenes, y su arroz cocía sobre el único hornillo de la cocina; nuestro turno llegaría más tarde. Mientras tanto yo andaba buscando donde podría estar situado el famoso camarote del capitán que se nos había prometido, y encargué al armenio que se informara a través de su amigo, que por cierto no había dado ninguna señal de reconocerle hasta el momento. El capitán se levantó fríamente y nos condujo hasta una especie de pañol situado bajo el puente superior de proa, al que sólo se podía acceder doblado en dos, y cuyas paredes estaban cubiertas de esa especie de grillos rojos, de un dedo de largo, llamados cancrelats (cucarachas), atraídos sin duda por un anterior cargamento de azúcar o de melaza. Reculé atemorizado y puse cara de enfado. “Éste es mi camarote, me dijo el capitán; pero no le aconsejo que lo utilice, a menos que comience a llover. Pero le voy a mostrar un lugar mucho más fresco y conveniente.” Entonces, me condujo cerca de la gran chalupa colgada con cuerdas entre el mástil y la proa, y me hizo mirar en su interior. “Aquí, dijo, estará usted mejor acomodado; tiene un colchón de algodón que puede extender de uno a otro extremo, y haré disponer sobre todo ello unas lonas que formen una tienda de campaña; ahora, vea usted lo bien y espaciosamente acomodado que está, ¿no es así?”. Habría hecho mal en no estar de acuerdo con él; pues aquel sitio era seguramente el más agradable de todo el barco para una temperatura africana, además de ser el espacio más aislado que se podía escoger.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 El boghaz, el capitán Nicolás, Eneas, las cancrelats o cucarachas, Telémaco, Ulises
AL-YÁMI’.- Jarabes y electuarios – 009

/?/9/ ? ??? ????? ???? ???? ?? ???:  ?? ?? ???? ????? ?????: – ?????? – ?? ???  ???? ?? ??? ???? ? ???? ?????? ??? ????? ???? ?? ????? ?? ????? ????? ? ???? ??? ??? ?? ???? ??????? ????? ? ???? ??? ???? ????? ????? ??? ??? ??? ??? ?? ??? ???? ?? ? ??. TRADUCCIÓN /9/ Y para esto hay también (un electuario tipo) la??q, nurse indicado en los mismos casos: Cuatro onzas de cada: – tragacanto – sirope de regaliz Lo que se haya de majar se maja, y se pone todo a fuego lento en dos arraldes de zumo de rábano. Se añaden dos arraldes de jarabe de esquenanto y se pone a cocer hasta que se forma un la??q. Debe tomarse de esto poco a poco (si Dios Grande y Poderoso quiere).    

Esmeralda de Luis y Martínez 5 septiembre, 2012 14 mayo, 2013 electuario, laʿūq, ronquera
“VIAJE A ORIENTE” 010

I. Las bodas coptas – IX. El jardín de Rosette…     El barbarín que Abadallah había puesto a mi disposición, for sale tal vez un poco celoso de la asiduidad del judío y de su wékil, me trajo un día a un joven bien vestido, hablando italiano y llamado Mahoma, que me propuso una boda de auténtica relevancia. “Para esta boda, me dijo, hay que ir ante el Cónsul. Es gente rica, y la niña tiene sólo doce años. –         Es algo joven para mí; pero me parece que aquí esa es la única edad en donde no hay riesgo de encontrarlas viudas o divorciadas. –         Signor, è vero!, están deseosos de verle, ya que usted ocupa una casa en la que estuvieron ingleses, por lo que se tiene muy buena opinión de su posición. Les he dicho que usted era un general. –                     Pero yo no soy general. –                     Veamos: no es un trabajador, ni un negociante…¿es que usted no hace nada? –                     No gran cosa –                     ¡Pues claro! Eso aquí representa el grado de un Myrliva[1] Ya sabía yo que tanto en El Cairo como en Rusia, se clasificaban todas las posiciones sociales en base a los grados militares. En París hay algunos escritores para los que hubiera sido casi un insulto el haberles asimilado a un general egipcio. Yo, en todo esto, sólo podía ver la exageración oriental. Subimos a los asnos y nos dirigimos hacia el Mousky. Mahoma llamó a una casa de apariencia bastante buena. Nos abrió la puerta una negra que se puso a gritar de alegría; otra esclava negra se asomó con curiosidad a la balaustrada de la escalera y comenzó a aplaudir y a reírse a carcajadas. Mientras tanto, yo oía el rumor de las conversaciones de las que sólo adiviné que se trataba del Myrliva anunciado. En la primera planta me encontré a un personaje vestido con propiedad, tocado con un turbante de cachemira, que me invitó a sentarme y me presentó a su hijo, un joven mocetón. Éste era el padre, y al instante apareció una mujer de unos treinta años, todavía bonita. Sirvieron café y unos narguiles, y me enteré, gracias al intérprete, de que eran oriundos del Alto Egipto, lo que le otorgaba al padre el derecho de adornarse con un turbante blanco. Poco después, llegó la joven seguida de unas sirvientas negras, que se quedaron a la puerta, y a las que cogió la bandeja para ofrecernos unas confituras en recipiente de cristal, de las que se toman con unas cucharillas bermejas. La jovencita era tan pequeña y tan bonita, que yo no podía concebir que pudiera desposarla. Sus rasgos aun no estaban bien formados, pero se parecía tanto a su madre, que te podías dar cuenta por la cara de esta última, del futuro carácter de su belleza. La enviaban a las escuelas del barrio franco, y ya sabía algunas palabras de italiano. Toda esta familia me parecía tan respetable, que me arrepentí de haberme presentado allí sin llevar intenciones realmente serias. Me cumplimentaron de mil maneras, y yo les dejé prometiéndoles una respuesta muy en breve. Había mucho en qué pensar con la debida madurez. En dos días se celebraría la pascua judía, el equivalente a nuestro domingo de ramos, y en lugar del boj, como en Europa, todos los cristianos llevaban la palma bíblica, y las calles rebosaban de críos que se repartían los restos de las palmas. Atravesé el jardín de Rosette para llegar al barrio franco, por ser el paseo con más encanto de El Cairo. Un verde oasis en medio de casas polvorientas en el límite del barrio copto con El Mousky. Dos mansiones de cónsules y la del doctor Clot-Bey[2] ciñen uno de los extremos de ese retiro; del otro, se extienden las casas francas que rodean el impasse Waghorn. La distancia es lo bastante considerable como para ofrecer a la vista un hermoso horizonte de datileras, naranjos y sicomoros. No es fácil encontrar el camino de ese misterioso edén que carece de puerta pública. Hay que atravesar por la casa del cónsul de Cerdeña, dando unos cuantos paras a los sirvientes, y de pronto uno se encuentra en medio de vergeles y parterres pertenecientes a las casas vecinas. Un sendero que los divide concluye en una especie de pequeña granja rodeada de una verja, por donde se pasean un gran número de jirafas, que el doctor Clot-Bey hace criar por los nubios. Un espeso bosque de naranjos se extiende más allá, a la izquierda del camino. A la derecha, han plantado unos madroños entre los que se cultiva el maíz. Después, el sendero serpentea y el vasto espacio que se percibe de este lado se cierra con un telón de palmeras entremezcladas de bananos, con sus largas hojas de un verde resplandeciente. Allí mismo se encuentra un pabellón sostenido por altos pilares, que recubre un aljibe cuadrado, a cuyo alrededor grupos de mujeres vienen con frecuencia a reposar y a buscar su frescor. El viernes, son las musulmanas, siempre veladas lo más posible; el sábado, las judías; el domingo, las cristianas. Los dos últimos días, los velos son algo menos discretos, muchas mujeres hacen a sus esclavos extender tapices cerca del aljibe, y se hacen servir fruta y dulces. El paseante puede sentarse en el mismo pabellón sin que una retirada violenta le advierta de su indiscreción, cosa que sí sucede algunas veces los viernes, día de los turcos. Pasaba cerca de allí, cuando un muchacho de buen aspecto se me acercó alegremente, y reconocí en él al hermano de mi última pretendida. Iba solo y me hizo unas señas que yo no comprendí, y terminó por indicarme con una pantomima más clara que le esperara en el pabellón. Diez minutos más tarde, la puerta de uno de los pequeños jardines que bordean las casas, se abrió dando paso a dos mujeres que el joven acompañaba, y que vinieron a colocarse cerca del estanque levantándose los velos. Se trataba de su madre y de su hermana. Su casa daba sobre el paseo del lado opuesto al que yo había tomado el día anterior. Tras los primeros afectuosos saludos, nos encontramos mirándonos y pronunciando palabras al azar, sonriendo ante nuestra ignorancia. La joven no decía nada, sin duda, por reserva pero, acordándome de que estaba aprendiendo italiano, intenté algunas palabras de esta lengua, a las que respondió con el acento gutural de los árabes, lo que convertía la charla en algo confuso. Intenté explicar la singularidad del parecido entre las dos mujeres. Una, era la miniatura de la otra. Los trazos aún indefinidos de la infancia se dibujaban mejor en la madre. Se podía prever entre ambas edades una estación llena de encantos que sería dulce ver florecer. Había allí cerca un tronco de palmera en el suelo desde hacía algunos día a causa del viento, y cuyas ramas caían sobre un extremo del aljibe. Se lo mostré, señalando con el dedo, y diciendo: Oggi è il giorno delle palme[3]. Pero las fiestas coptas se guían por el primitivo calendario de la Iglesia y no caen en las mismas fechas que las nuestras. De todos modos, la niña fue a recoger un ramo de palmera y dijo io cosi sono roumi (“Yo también soy cristiana”) Desde el punto de vista de los egipcios, todos los francos son romanos (católicos) Yo podía tomar esto como un cumplido y por una alusión al futuro matrimonio…¡Ay himen, Himeneo!¡qué cerca te vi ese día! Sin duda tú no eres, conforme a nuestras ideas europeas, mas que un hermano menor del Amor. Y sin embargo, ¡qué delicia ver crecer y desarrollarse junto a uno a la esposa elegida, reemplazar durante un tiempo al padre antes de convertirte en amante!…¡pero qué peligro para el esposo! Al salir del jardín sentí la necesidad de consultar a mis amigos de El Cairo. Me fui a ver a Solimán Aga. “¡Entonces cásese, hombre de Dios!”, me dijo como Pantagruel a Panurge[4]. Desde allí me marché a casa del pintor del hotel Domergue, que me espetó a pleno pulmón, como buen sordo: “Si es ante el Cónsul, ¡no se le ocurra casarse!”. De todos modos, existe un cierto prejuicio religioso que domina al europeo en Oriente, o al menos, lo hace en circunstancias comprometidas. Casarse “a la copta”, como se dice en El Cairo, es algo bastante sencillo; pero hacerlo con una criatura que se os entrega, por así decirlo, y que contrae un lazo ilusorio, para uno mismo es, desde luego, una grave responsabilidad moral. Mientras me abandonaba a estas delicadas reflexiones, vi llegar a Abdallah, de vuelta de Suez, y le expuse mi situación. “Ya sabía yo, profería a gritos, que se aprovecharían de mi ausencia para inducirle a hacer tonterías. Conozco a esa familia. ¿Se ha preguntado usted cuánto le va a costar la dote? –                     ¡Bah!, poco importa eso. Seguro que aquí es casi nada. –                     Se habla de veinte mil piastras (cinco mil francos) –                     Pues sí, me parece bien –                     ¡Pero cómo!, ¡si es usted quien tiene que pagarlas! –                     ¡Ah, eso es muy distinto…! o sea, que ¿soy yo el que tiene que aportar una dote en lugar de recibirla? –                     Naturalmente. ¿Ignoraba que esa es la costumbre de aquí? –                     Como me hablaron de un matrimonio a la europea… –                     El matrimonio, sí; pero esa suma se paga siempre. Es una pequeña compensación para la familia. Entonces comprendí las prisas de los padres en este país por casar a sus hijas. Por otra parte, nada más justo, en mi opinión, que reconocer mediante ese pago, el esfuerzo que realiza esta gente trayendo al mundo y criando para otros a una criatura tan graciosa y bien proporcionada. Al parecer, la dote, o mejor dicho, el ajuar, cuyo mínimo ya indiqué, crece proporcionalmente a la belleza de la esposa y a la posición de los padres. Súmese a todo esto los gastos de la boda, y comprobarán que un matrimonio a la copta se convierte en una formalidad bastante costosa. Lamenté que la última proposición que me hicieran estuviera en aquellos momentos muy por encima de mis posibilidades. Por lo demás la opinión de Abdallah era que por el mismo precio se podía adquirir todo un serrallo en el bazar de las esclavas.            [1] General. [2] Médico marsellés (1796-1868) que pasó al servicio de Méhémet-Ali como cirujano en jefe de la armada. Fundó la escuela de medicina de El Cairo y publicó en 1840 un Aperçu général sur l’Egypte del que Nerval ha tomado algunos préstamos. Ver más adelante el capítulo II, 5 y la carta a su padre del 2 de mayo de 1843 (GR) [3] “Hoy es el Domingo de Ramos” [4] Rabelais, Tiers Livre, chap. IX.

Esmeralda de Luis y Martínez 6 febrero, 2012 6 febrero, 2012 Clot-Bey, Jardín de Rosette, Soliman Aga
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III. El harem – X. Choubrah 1… Al parecerle bien mi respuesta, look la esclava se levantó aplaudiendo y repitiendo mil veces: ¡el fil!, order ¡el fil! “¿Qué es eso? Le pregunté a Mansour. –          La SITI (dama) me dijo tras preguntarla, que querría ir a ver un elefante del que ha oído hablar y que se encuentra en el palacio de Méhémet-Ali, en el Choubrah”. Era justo recompensar su aplicación en el estudio e hice preparar los asnos. La puerta de la ciudad, de la parte de Choubrah, no se encontraba a más de cien metros de nuestra casa; todavía es una puerta que se mueve gracias a unos gruesos tornos que datan del tiempo de Las Cruzadas. Se pasa de inmediato sobre el puente de un canal que se extiende hacia la izquierda, formando un pequeño lago rodeado de una fresca vegetación: casinos, cafés y jardines públicos se aprovechan de ese frescor y de esa umbría. El domingo es fácil encontrar a muchos griegos, armenios y damas del barrio franco, que no se despojan de sus velos más que en el interior de los jardines, y allí también se pueden estudiar las razas tan curiosamente contrastadas de Levante. Más lejos, la muchedumbre se pierde bajo las sombras del paseo del Choubrah, posiblemente el más hermoso del mundo. Los sicómoros y bananos que lo dan sombra durante más de una legua son de un enorme grosor, y la bóveda que forman sus ramas es tan densa que, a lo largo de todo el camino reina una especie de oscuridad, que se aclara a lo lejos gracias a los ardientes destellos del desierto que brilla a la derecha, más allá de las tierras cultivadas. A la izquierda, el Nilo rodea vastos jardines a lo largo de media legua hasta abrazar el paseo, al que sus aguas brindan una luminosidad de reflejos púrpuras. Hay un café adornado con fuentes y lacerías, situado a medio camino del Choubrah, y muy frecuentado por los paseantes. Campos de maíz y de caña de azúcar, y aquí y allá algunas quintas de recreo se diseminan a la derecha, hasta llegar a los grandes edificios que pertenecen al pachá. Allí se exhibía un elefante blanco, regalado a su alteza por el gobierno inglés. Mi acompañante, transportada de alegría, no podía dejar de admirar a ese animal, que le recordaba a su país, y que incluso en Egipto era una rareza. Sus colmillos estaban adornados con aros de plata, y el domador le obligó a realizar algunos ejercicios ante nosotros. Llegó incluso a hacer que adoptara unas posturas que me parecieron de una decencia más que dudosa, y como le hice señas a la esclava, velada, pero no ciega, de que ya habíamos visto suficiente, un oficial del pachá me dijo con tono de gravedad: Aspettate…è per recreare le donne (Espera, es para divertir a las señoras) En efecto, allí había muchas que no estaban en absoluto escandalizadas y que se reían a carcajadas. Es una deliciosa residencia la de Choubrah. El palacio del pachá de Egipto, bastante sencillo y de construcción antigua, da sobre el Nilo, frente a la explanada de Embabeh2, tan famosa por la batalla de los mamelucos. Del lado de los jardines han construido un kiosco cuyas galerías pintadas y doradas ofrecen un brillante aspecto. Allí, en verdad, es donde se encuentra el triunfo del gusto oriental. Se puede visitar el interior, en el que se han dispuesto jaulas con pájaros exóticos, salones de recepción, baños, billares, y penetrando aún más, dentro del mismo palacio, se pueden apreciar esas salas uniformes, decoradas a la turca y amuebladas a la europea, y que constituyen por todas partes el lujo de las moradas principescas. Paisajes sin perspectiva pintados al huevo sobre los paneles y las puertas, cuadros ortodoxos, en donde no aparecía ninguna criatura animada, dando una mediocre idea del arte egipcio. De vez en cuando los artistas se permitían pintar animales fabulosos, como delfines, hipogrifos y esfinges. De las batallas, no pueden representar más que los asedios y combates marítimos: barcos en los que no se ven a los marineros luchan contra las fortalezas desde donde la guarnición se defiende sin dejarse ver; el fuego cruzado y las bombas parecen salir por sí solos, el bosque quiere conquistar las piedras, y el hombre está ausente. Y es, aún así, el único medio que tienen de representar las principales escenas de campaña de Grecia, de Ibrahim. Sobre la sala en donde el pachá administra la justicia, se lee esta bella máxima: “Un cuarto de hora de clemencia vale más que setenta horas de oración”. Volvimos a descender a los jardines. ¡Qué de rosas, Dios mío!. Las rosas de Choubrah es decir todo en Egipto; las de El Fayum sólo sirven para el aceite y las confituras. Los jardineros venían de todas partes a ofrecérnoslas. Aún hay otro lujo en la casa del pachá, y es que no se recogen los limones ni las naranjas, para que esos frutos dorados deleiten al paseante el mayor tiempo posible. Cada cual puede de todos modos, recogerlas una vez que han caído. Pero aún no he dicho nada del jardín. Se puede criticar el gusto de los orientales en los interiores, pero sus jardines son impecables. Vergeles por todas partes, lechos y gabinetes de “ifs” tallados, que recuerdan el estilo del renacimiento; es el paisaje del Decamerón. Es probable que los primeros modelos hayan sido creados por jardineros italianos. No se ve ninguna estatua, pero las fuentes son de un gusto exquisito. Un pabellón acristalado, que corona una serie de terrazas escalonadas en forma de pirámide, se recorta en el horizonte con un aspecto de cuento de hadas. El Califa Haroun seguro que no tuvo uno tan bello, pero esto no es nada todavía. Se desciende de nuevo tras haber admirado el lujo de la sala interior y de los cortinajes de seda que revolotean al viento entre las guirnaldas y los festones de la jardinada; se continúa por largos paseos bordeados de bananos, cuya hoja transparente destella como la esmeralda, y así se llega al otro extremo del jardín, a unos baños demasiado maravillosos y conocidos como para describirlos aquí extensamente. Se trata de un inmenso estanque de mármol blanco, rodeado de columnas de gusto bizantino, con una fuente alta en el centro, de la que el agua se escapa por las fauces de cocodrilos. Todo el recinto está iluminado con gas, y durante las noches de verano, el pachá se hace pasear por el lago en una barcaza dorada en la que las mujeres de su harem llevan los remos. Estas bellas damas también se bañan bajo los ojos de su señor, pero con vestidos de crèpe de seda… el Corán, como sabemos, no permite la desnudez. 1.- Choubrah es un barrio con jardines a las puertas de El Cairo. 2.- Embabeh es un lugar próximo a El Cairo, famoso por haberse celebrado en sus proximidades la Batalla de las Pirámides, que tuvo lugar el 21 de julio de 1798 entre el ejército francés en Egipto bajo las órdenes de Napoleón Bonaparte y las fuerzas locales mamelucas. En julio de 1798, Napoleón iba dirección El Cairo, después de invadir y capturar Alejandría. En el camino se encontró a dos fuerzas de mamelucos a 15 kilómetros de las pirámides, y a sólo 6 de El Cairo. Los mamelucos estaban comandados por Murad Bey e Ibrahim Bey y tenían una poderosa caballería; pero a pesar de ser superiores en número, estaban equipados con una tecnología primitiva, tan sólo tenían espadas, arcos y flechas; además, sus fuerzas quedaron divididas por el Nilo, con Murad atrincherado en Embabeh e Ibrahim a campo abierto. Napoleón se dio cuenta de que la única tropa egipcia de cierto valor era la caballería. Él tenía poca caballería a su cargo y era superado en número por el doble o el triple. Se vio pues forzado a ir a la defensiva, y formó su ejército en cuadrados huecos con artillería, caballería y equipajes en el centro de cada uno, dispersando con fuego de artillería de apoyo el ataque de la caballería mameluca, que intentaba aprovechar los espacios entre los cuadros franceses. Entonces atacó el campamento egipcio de Embabeh, provocando la huida del ejército egipcio. (http://es.wikipedia.org/wiki/Batalla_de_las_Pir%C3%A1mides )

Esmeralda de Luis y Martínez 13 febrero, 2012 13 febrero, 2012 batalla de las pirámides, El Choubrah, el fil, Embabeh, Ibrahim Bey, Murad Bey, Napoleón
“VIAJE A ORIENTE” 057

VII. La montaña – III. La mesa del albergue…  Al subir a la primera planta, sildenafil me encontré sobre una terraza rodeada de edificios y dominada por ventanas interiores. Un amplio toldo rojiblanco protegía una gran mesa servida a la europea, buy viagra en la que casi todas las sillas estaban vueltas del revés para marcar las plazas de los comensales aún vacías. Sobre la puerta de un gabinete situado al fondo y al mismo nivel que la terraza, remedy se leía lo siguiente: “Quì si paga 60 piastres per giorno.” (Aquí se pagan 60 piastras diarias) Algunos ingleses fumaban puros en esa sala, esperando el tintineo de la campana. Pronto bajaron dos mujeres, y nos sentamos a la mesa. A mi lado había un inglés de grave apariencia, que se hacía servir por un joven de piel cobriza, vestido con un bombasí blanco y aretes de plata en las orejas. Pensé que se trataba de algún nabab que disponía en su servicio de un indio. Este personaje no tardó en dirigirme la palabra, lo que me sorprendió un poco – los ingleses jamás hablan con la gente que no les ha sido presentada- pero éste se encontraba en una posición particular; era un misionero de la sociedad evangélica de Londres, encargado de hacer conversiones inglesas por todo el país, y forzado a esgrimir la misma cantinela en cualquier ocasión que se le presentase para pescar almas en sus redes. Acababa de llegar justamente de la montaña, cosa que me entusiasmó al poder sonsacarle alguna información antes de iniciar yo mismo ese viaje. Le pregunté si había novedades sobre la alerta que acababa de crear una conmoción en los alrededores de Beirut. –  “No es nada, me dijo, un asunto sin importancia” – ¿Qué asunto? –  Esa lucha entre maronitas y drusos en las aldeas pobladas por miembros de ambas confesiones. –  ¿Entonces, viene usted, le dije, de la zona en la que en estos días se está combatiendo? –  ¡Oh! sí, he ido a poner paz… a pacificar a las gentes del cantón de Bekfaya, pues Inglaterra tiene muchos amigos en la montaña. –  ¿Son los drusos amigos de Inglaterra? –  Por supuesto. Esas pobres gentes son muy desafortunadas; se les mata, se les quema, se eviscera a sus mujeres, se destruyen sus árboles y su cosecha. –  Perdón, pero nosotros en Francia creíamos justo todo lo contrario; que eran ellos los que oprimían a los cristianos. –  ¡Dios mío, no!, esas pobres gentes sólo son unos pobres campesinos que no piensan en hacer ningún mal. En cambio, ustedes les envían a esos capuchinos, jesuitas y lazaristas, que no hacen más que provocar disturbios; excitan a los maronitas, mucho más numerosos, contra los drusos, que se defienden como pueden, y sin Inglaterra, ya habrían sido exterminados. Inglaterra está siempre junto al más débil, al lado del que sufre… –  Sí, repuse, es una gran nación…¿Así que usted ha llegado para pacificar las luchas que han tenido lugar durante estos días? –  Desde luego. Estuvimos allí numerosos ingleses; ya habíamos dicho a los drusos que Inglaterra no los abandonaría, que se les haría justicia. Así que incendiaron el pueblo, y después regresaron tranquilamente a sus casas. ¡Han aceptado más de trescientas biblias, y hemos convertido a mucha de esa valerosa gente! –  No acabo de comprender, le hice al reverendo esta observación, cómo se puede convertir a alguien a la fe anglicana, ya que para ello hay que ser inglés. –  Bueno… una vez que se pertenece a la sociedad evangélica se está protegido por Inglaterra, pero en lo relativo a convertirse en inglés, eso es imposible. –  ¿Y quién es el jefe de esa religión? –  Su graciosa majestad, nuestra reina de Inglaterra. –  Una encantadora papesa, y os juro que no me importaría incluso a mí convertirme. –  ¡Ay, los franceses!, siempre bromeando… ustedes no son buenos amigos de Inglaterra. –  Pues mire por donde, le comenté al acordarme de golpe de un episodio de mi primera juventud, fue uno de sus misioneros, el que en París se había propuesto convertirme, e incluso conservo la biblia que me dio, pero aún así sigo sin comprender cómo se puede hacer un anglicano de un francés. – Pues hay muchos entre ustedes… y si usted recibió, siendo niño, la simiente de la palabra verdadera, es posible que madure en usted más adelante.” No intenté llevar la contraria al reverendo, ya que cuando se viaja, se acaba siendo más tolerante, sobre todo cuando lo que realmente le guía a uno es la curiosidad y el deseo de observar las costumbres; pero comprendí que la circunstancia de haber conocido en otra ocasión a un misionero inglés me daba una cierta prevalencia ante mi vecino de mesa. Las dos damas inglesas que había visto antes, se encontraban a derecha e izquierda de mi reverendo, y pronto me enteré de que una de ellas era su esposa, y la otra su cuñada. Un misionero inglés jamás viaja sin su familia. Este parecía llevar un gran tren de vida y ocupaba el apartamento principal del hotel. Cuando nos levantamos de la mesa, entró un instante a sus habitaciones, y volvió en seguida con una especie de álbum que me mostró con aire triunfal. –  “Vea usted, me dijo, aquí están detalladas todas las abjuraciones que he obtenido en mi última cruzada a favor de nuestra santa religión”. En efecto, un montón de declaraciones, firmas y sellos árabes cubrían las páginas del libro. Me fijé que ese registro se efectuaba por partida doble; en cada verso figuraba la lista de regalos y sumas recibidas por los neófitos anglicanos. Algunos tan solo habían recibido un fusil, un pañuelo de cachemira, o adornos para las mujeres. Yo le pregunté al reverendo si la sociedad evangélica le daba una prima por cada conversión. No opuso ninguna dificultad para responderme; a él le parecía de lo más natural que viajes costosos y llenos de peligros fuesen generosamente retribuidos. Entonces comprendí, por los detalles en los que abundó, la superioridad sobre otras naciones que la riqueza da a los agentes ingleses en Oriente. Nos habíamos acomodado en un diván en el cuarto de estar, y el doméstico del reverendo se había arrodillado delante de él para encenderle un narguile. Le pregunté si ese hombre era un indio; pero resultó ser un farsy[1] de los alrededores de Bagdad, una de las conversiones más brillantes del reverendo, que se llevaba a Inglaterra como muestra de sus trabajos. Mientras tanto, el farsy le servía de criado a la vez que de discípulo; y no cabía la menor duda de que cepillaba  con fervor sus trajes, y abrillantaba sus botas con la misma dedicación religiosa. En mi fuero interno yo le compadecía un poco el hecho de haber abandonado el culto a Auramazda por el modesto empleo de jockey evangélico. Yo estaba esperando que me presentaran a las damas, que se habían retirado a sus apartamentos; pero el reverendo guardó únicamente sobre ese punto toda la reserva inglesa. Y mientras seguíamos charlando un ruido de música militar restalló con fuerza en nuestros oídos. –  “Hay, me dijo el inglés, una recepción en el palacio del pachá. Es una delegación de cheijs maronitas que vienen a exponerle sus quejas. Es gente que siempre se está lamentando; pero el pachá es duro de oídos. –    No me cabe la menos duda, no hay más que oír su música, le dije, jamás había escuchado una estridencia como esa. –    Pues resulta que están ejecutando su himno nacional, La Marsellesa. –    ¡Quién lo habría dicho!. –    Yo lo sé porque lo escucho todas las mañanas y todas las tardes, y porque me han comentado que ellos están convencidos de estar interpretando esa partitura.”      Poniendo algo más de atención llegué, en efecto, a distinguir algunas notas perdidas entre una multitud de peculiares adaptaciones a la música turca. La ciudad parecía haberse despertado al fin, la brisa marítima de las tres de la tarde agitaba dulcemente las lonas extendidas sobre la terraza del hotel. Saludé al reverendo dándole las gracias por el trato cortés que me había dispensado, algo raro en los ingleses que, por culpa de sus prejuicios sociales, siempre permanecen en guardia contra todo lo desconocido. Me parece que en esa actitud hay, si no una muestra de egoísmo, sí al menos una falta de generosidad. Me extrañó el hecho de que sólo tuve que pagar diez piastras al salir del hotel (2 francos con 50 céntimos) por el almuerzo. El signor Battista me llevó aparte y me hizo un amigable reproche por no haber ido a alojarme a su hotel. Entonces yo le mostré el cartel en el que se anunciaba que sólo se admitía mediante el pago diario de sesenta piastras, lo que significaba un estipendio de mil ochocientas piastras al mes. “Ah! Corpo di me! gritó. Questo è per gli Inglesi che hanno molto moneta, e che sono tutti eretici!…ma, per gli Francesi, e altri Romani, è soltanto cinque franchi!” (Eso es para los ingleses, que tienen mucho dinero y que son todos unos herejes; pero para los franceses, y los otros romanos, es tan sólo de cinco francos.) ¡Esto ya es otra cosa! pensé, y me alegré de no pertenecer a la religión anglicana, dados los sentimientos tan católicos y romanos que al parecer poseían los hoteleros de Siria. [1] Dícese de los oriundos de la antigua Persia.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 Bekfaya, católicos y anglicanos, Drusos versus maronitas, ingleses versus franceses
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