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“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, site EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – V. El mar de bronce… Adoniram es traicionado por Phanor, el albañil sirio; Amrou, el carpintero fenicio, y Méthousaël el minero judío. Solimán lo sabe pero calla (¿será el instigador?). La terrible muerte de Benoni, único amigo y discípulo de Adoniram… A fuerza de trabajos y noches en vela, el maestro Adonirám había acabado sus modelos y excavado en la arena los moldes de las colosales esculturas. Profundamente oradada y perforada, la llanura de Sión había recibido ya los cimientos del mar de bronce destinado a ser fundido allí mismo. Lo habían apuntalado sólidamente con contrafuertes de albañilería que más tarde serían sustituidos por los leones, esfinges gigantescas destinadas a servir de soportes. Con barras de oro macizo, rebeldes a fusionarse con el bronce, diseminadas aquí y allá, se iba a revestir el molde de este gigantesco receptáculo. La fundición líquida, invadiendo por diferentes cañerías el espacio vacío comprendido entre los dos planos, debía aprisionar los lingotes de oro y hacer cuerpo con esos preciosos jalones refractarios. Siete veces el sol había hecho el recorrido de la tierra desde que el mineral hubiera comenzado a hervir en el horno cubierto de una alta y maciza torre de ladrillos, que se elevaba a sesenta codos del suelo con un cono abierto, del que se escapaba una vorágine de humo rojo y llamaradas azules recamadas de brillantes destellos. Una excavación, practicada entre los moldes y la base del alto horno, debía servir de lecho al río de fuego cuando llegara el momento de abrir con barras de hierro las entrañas del volcán. Para proceder a la gran obra del colado de los metales, se escogió la noche: era el momento en el que se podía seguir la operación, pues el bronce; candente y blanco, iluminaría su propia marcha; de modo que si el metal resplandeciente preparara alguna trampa, se escapara por alguna fisura o abriera una grieta por alguna parte; él mismo se desenmascararía gracias a las tinieblas. A la espera de la solemne prueba que debía inmortalizar o desacreditar el nombre de Adonirám, el pueblo de Jerusalén estaba emocionado. De todas partes del reino, abandonando sus ocupaciones, habían acudido los obreros, y la tarde que precedió a la noche fatal, desde la puesta del sol, las colinas y las montañas de los alrededores estaban llenas de curiosos. Ningún forjador jamás había aceptado de su jefe, a pesar de las contradicciones, un desafío tan terrible como éste. Siempre, el momento de la fundición era seguido con vivo interés, y con frecuencia, cuando se forjaban piezas importantes, el rey Solimán se dignaba pasar la noche en las forjas con sus cortesanos que se disputaban el honor de acompañarle. Pero la forja del mar de bronce era un trabajo gigantesco, un desafío del genio a los prejuicios de la humanidad que, en opinión de los más expertos, todos habían declarado como una obra imposible. Y precisamente por eso, gente de todas las edades y de todo el país, atraídos por el espectáculo de esa lucha, invadieron desde primera hora de la mañana la colina de Sión, cuyos bordes estaban siendo vigilados por legiones de obreros. Calladas patrullas recorrían la multitud para mantener el orden e impedir el ruido… fácil tarea, ya que, por orden del rey se había prescrito, tras el toque de las trompas, el silencio absoluto bajo pena de muerte; precaución indispensable para que las órdenes pudieran ser transmitidas con certeza y rapidez. Ya había descendido la estrella de la tarde sobre el mar; la noche profunda, aún más densa a causa de las nubes doradas que despedía el horno, anunciaba que el momento estaba próximo. Seguido de los jefes de los obreros, Adonirám, a la claridad de las antorchas, lanzó un último vistazo a los preparativos, corriendo de acá para allá. Bajo el vasto cobertizo adosado al horno, se entreveía a los fundidores, tocados con cascos de cuero de amplias alas plegadas y vestidos con largas túnicas blancas de manga corta, ocupados en arrancar a la garganta abierta del horno, y ayudados de largos ganchos de hierro, masas pastosas de espuma medio vitrificadas, escorias que arrojaban lejos; otros, encaramados sobre andamios soportados por sólidas estructuras de carpintería, lanzaban desde lo alto del edificio serones de carbón a la lumbre, que rugía al impetuoso soplo de los fuelles. De todas partes, multitud de compañeros armados de picos, estacas, tenazas; vagaban, proyectando tras de sí el rastro de sus sombras alargadas. Estaban casi desnudos: ceñidos sus costados por recios cinturones de franjas; cubiertas las cabezas con gorros de lana y las piernas protegidas por armaduras de madera sujetas con correas de cuero. Ennegrecidos por la carbonilla, parecían rojos al reflejo de las brasas; se les podía ver aquí y allá como demonios o espectros. Una fanfarria anunció la llegada de la corte: Solimán apareció con la reina de Saba y fue recibido por Adonirám, que le condujo hasta el trono improvisado para sus nobles invitados. El artista vestía un peto de piel de búfalo; un mandilón de lana blanca que le bajaba hasta las rodillas; sus nervudas piernas estaban protegidas por una especie de polainas de piel de tigre, mientras que los pies iban descalzos, ya que él podía pisar impunemente el metal al rojo vivo. –       ¡Aparecéis en todo vuestro poderío – dijo Balkis al rey de los obreros- como la divinidad del fuego. Si vuestra empresa culmina con éxito, nadie podrá vanagloriarse desde esta noche de ser más grande que el maestro Adonirám!… El artista, a pesar de sus preocupaciones, iba a responder, cuando Solimán, siempre sabio y en ocasiones celoso, le detuvo: –      Maestro –le dijo en tono imperativo- no perdáis un tiempo precioso; retornad a vuestro trabajo y que vuestra presencia aquí no nos haga responsables de algún accidente. La reina le saludó con un gesto y él desapareció. –      ¡Si tiene éxito y culmina su obra –pensó Solimán- con qué magnífico monumento habrá honrado al templo de Adonai; pero también cuánta fama no añadirá a su ya temible poderío! Al poco tiempo, volvieron a ver a Adonirám delante del horno. Las brasas, que le iluminaban desde abajo, realzaban su estatura haciendo trepar su sombra contra el muro, en el que estaba enganchada una gran hoja de bronce sobre la que el maestro dio veinte golpes con un martillo de hierro. Las vibraciones del metal resonaron a lo lejos, y el silencio se hizo aún más profundo. De pronto, armados de palancas y de picos, diez fantasmas se precipitaron en la excavación practicada bajo la hoguera del horno, colocada mirando hacia el trono. Los fuelles dejaron oír sus últimos estertores, expiraron, y ya no se escuchaba más que el ruido sordo de los picos de hierro penetrando en la greda calcinada que sellaba el orificio por donde iba a arrojarse la fundición. Muy pronto, el lugar excavado tomó un color violeta, luego púrpura, enrojeció, se aclaró, se volvió anaranjado… hasta que un punto blanco se dibujó en el centro, y en ese momento todos los operarios, salvo dos de ellos, se retiraron. Estos últimos, bajo la supervisión de Adonirám, se aplicaron en rebajar la costra en torno al punto luminoso, evitando perforarlo… El maestro observaba con ansiedad. Durante todos estos preparativos el fiel compañero de Adonirám, el joven Benoni que le mostraba una constante devoción, recorría los grupos de obreros, vigilando el celo de cada uno, observando que las órdenes fueran cumplidas, y juzgando todo por sí mismo. Y ocurrió que el joven acudiendo espantado a los pies de Solimán, se prosternó y dijo: –      “¡Señor, haced suspender la fundición, todo se ha perdido, hemos sido traicionados!” No era habitual bajo ningún concepto que se abordara de ese modo al príncipe sin haber sido autorizado previamente; y ya se acercaba la guardia a ese joven temerario, cuando Solimán les hizo seña de que se alejaran, e inclinándose hacia el arrodillado Benoni, le dijo en un susurro: –      Explícate en pocas palabras. –      Yo andaba haciendo el recorrido alrededor del horno, cuando vi detrás del muro a un hombre inmóvil que parecía estar esperando algo; al momento, llegó un segundo hombre, que dijo a media voz al primero: ¡Vehmamiah!  y al que le replicó: ¡Eliael![1] Al rato, llegó un tercer hombre que también pronunció: ¡Vehmamiah! y al que también se respondió ¡Eliael! Enseguida uno de ellos gritó: Él ha colocado a los carpinteros bajo la férula de los mineros. El segundo dijo:  Ha sometido a los albañiles a los mineros. El tercero afirmó:  Ha querido reinar sobre los mineros. A lo que el primero repuso: Está dando todo el poder a los extranjeros. Y el segundo continuó: Y ni siquiera tiene una patria. A lo que añadió el tercero: Es verdad. Todos los compañeros son hermanos…, volvió a decir el primer hombre. Y todas las corporaciones deben tener los mismos derechos, continuó el segundo. Cierto, repuso el tercero. Enseguida me percaté de que el primero que había hablado era albañil, porque al momento dijo: –      He puesto caliza en los ladrillos, para que se deshagan y la cal los convierta en polvo. El segundo era carpintero, porque añadió: –      Yo he alargado los tablones transversales que sostienen las vigas, de manera que las llamas las alcancen.  Y el tercero trabajaba los metales, y estas fueron sus palabras: –      Yo he recogido del ponzoñoso lago de Gomorra lava de asfalto y azufre que he mezclado con la fundición. En ese momento una lluvia de chispas iluminó todas las caras y pude ver que el albañil era sirio y se llama Phanor; el carpintero era un fenicio al que le llaman Amrou; y el minero, un judío de la tribu de Rubén, de nombre Méthousaël. Gran rey, he venido volando hasta tus pies: ¡extended vuestro cetro y detened los trabajos!. –      Es demasiado tarde, dijo Solimán pensativo; el cráter ya se esta abriendo; guarda silencio, no molestes a Adonirám, y dime de nuevo esos tres nombres. –      Phanor, Amrou, Méthousaël.     –      ¡Que se haga según la voluntad de Dios!” Benoni miró fijamente al rey y salió huyendo con la velocidad del rayo. Mientras tanto, la tierra cocida caía alrededor de la embocadura amordazada del horno bajo los golpes redoblados de los forjadores, y la delgada capa que se iba reduciendo, era tan luminosa, que parecía a punto de suplantar al sol durante su profundo sueño nocturno… A una señal de Adonirám, los obreros se separaron, y el maestro, mientras los martillos hacían retumbar el bronce, levantando una maza de hierro la clavó en la pared diáfana, hurgó dentro de la grieta herida y la arrancó con violencia. Al instante un torrente de líquido, rápido y blancuzco, se deslizó sobre el conducto y avanzó como una serpiente de oro estriada de cristal y plata, hasta un estanque excavado en la arena, desde donde al llegar, se dispersó y siguió su curso a lo largo de múltiples canales. De pronto, una luz púrpura y sangrienta iluminó, sobre los cerros, los rostros de los numerosos espectadores; su resplandor penetraba la oscuridad de las nubes y enrojecía la cresta de los peñascos lejanos. Jerusalén, emergiendo de entre las tinieblas, parecía ser pasto de las llamas. Un silencio profundo daba a ese solemne espectáculo el aspecto fantástico de un sueño. Al comenzar el vertido, se pudo entrever una sombra que corría enloquecida por los alrededores del lecho que la fundición iba a invadir. Un hombre se había precipitado allí, y, a pesar de las prohibiciones impuestas por Adonirám, osaba atravesar aquel canal destinado a recoger el fuego líquido. Nada más posar el pie, el metal fundido le alcanzó, lo derribó y en un segundo lo hizo desaparecer. Adonirám, que sólo tenía ojos para su gran obra; conmocionado ante la idea de una inminente explosión, se avalanzó, poniendo su vida en peligro, y armado de un garfio de hierro, lo hundió en el pecho de la víctima, que una vez enganchada, alzó por lo alto y con una fuerza sobrehumana la arrojó como un bloque de escoria a la orilla, en donde aquel cuerpo abrasado se fue apagando a la vez que expiraba… Ni siquiera había tenido tiempo de reconocer a su fiel compañero, el leal Benoni. Mientras la fundición se extiendía, chorreante, llenando las cavidades del mar de bronce, cuyo enorme perfil ya comenzaba a dibujarse como una diadema de oro sobre la sombría tierra, nubes de obreros llevando grandes braseros de fuego y profundas bolsas forradas de largas tiras de hierro, las iban sumergiendo una a una en el estanque de fuego líquido, corriendo de acá para allá  para verter el metal en los moldes destinados a los leones, bueyes, palmeras, querubines; las gigantescas esculturas que sostendrían el mar de bronce. Increíble la cantidad de fuego que hicieron beber a la tierra; apoyados sobre el suelo, los bajorrelieves retrazaban las siluetas claras y bermejas de caballos, toros alados, cinocéfalos; monstruosas quimeras nacidas del genio de Adonirám. –       “¡Sublime espectáculo! -exclamó la reina de Saba- ¡grandioso!, ¡Qué poderío el del genio de este mortal, capaz de someter a los elementos y domeñar a la naturaleza! –      ¡Aún no ha vencido! -repuso Solimán con amargura- Sólo Dios es todopoderoso”. [1] En los antiguos ritos masones, Eliael (o Eliel) y Nehmamiah (Vehmamiah parece un error de trascripción) son la pregunta y respuesta secretas de los “Caballeros del Águila negra”. (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 10 abril, 2012 10 abril, 2012 Adoniram, Amrou el carpintero fenicio, Balkis, Benoni, el mar de bronce, eliael, Méthousaël el minero judío, Phanor el albañil sirio, Solimán, vehmaniah
“VIAJE A ORIENTE” 018

II. Las esclavas – VIII. El Okel de Jellab (El mercado de esclavas)     Cruzamos toda la ciudad hasta el barrio de los grandes bazares, remedy y allí, store tras continuar por una calle oscura que atravesaba la principal, cialis entramos en un patio irregular, sin que nos obligaran a bajar de los burros. En el centro, un pozo bajo la sombra de un sicómoro; a la derecha, a lo largo del muro, una docena de negros se alineaban de pie, con aire más bien inquieto que triste; la mayor parte vestidos con un ropaje azul típico de los campesinos, y con el aspecto más variopinto que uno se pueda imaginar. Nos dirigimos hacia la izquierda, en donde había una serie de pequeñas habitaciones, cuyo entarimado avanzaba sobre el patio como un estrado, a unos dos pies del suelo. Numerosos mercaderes de piel oscura nos rodeaban ya preguntándonos: ¿Essouad?, ¿abesch? – ¿negras?, ¿abisinias?. Avanzamos hacia la primera habitación. Allí, cinco o seis negras, sentadas en círculo sobre unas esteras, fumaban en su mayoría, y nos acogieron riendo a carcajadas. Sólo iban medio vestidas con unos andrajos azules, y desde luego, si algo no se podía reprochar a sus vendedores es que ocultasen su mercancía. Sus cabellos, peinados en diminutas y apretadas trenzas, estaban en general, recogidos por un turbante rojo que asemejaba a dos voluminosas moñas. La raíz del pelo estaba teñida de cinabrio; llevaban ajorcas de estaño en los brazos y en las piernas, collares de vidrio, y algunas de ellas, anillos de cobre en la nariz y en las orejas, lo que completaba su tocado bárbaro con ciertos tatuajes y pinturas en la piel, que resaltaban aún más su naturaleza. Eran unas negras del Sennaar, la especie más alejada, desde luego, del tipo de belleza convencional entre nosotros. La prominencia de la mandíbula, la frente deprimida, el labio grueso, ponen a estas pobres criaturas en una categoría casi bestial, y en cambio, aparte de esa cara extraña que les ha dado la naturaleza, el cuerpo es de una rara perfección, formas virginales y puras se dibujan bajo sus túnicas, y su voz sale dulce y vibrante de una boca pletórica de frescura. ¡Pues no!, no me voy a enardecer por esos bonitos monstruos; pero seguro que a las hermosas damas cairotas les debe gustar rodearse de tales doncellas. De esta forma pueden darse bellos contrastes de color y formas; esas nubias no son feas en el estricto sentido de la palabra, sino que forman un perfecto contrapunto a la belleza, tal y como nosotros la apreciamos. Una mujer blanca debe resaltar admirablemente en medio de estas hijas de la noche, cuyas siluetas esbeltas parecen destinadas a trenzar cabellos, mullir almohadas, llevar los perfumes y ungüentos, como en los frescos antiguos. Si estuviera en disposición de llevar una vida a la oriental durante mucho tiempo, no me privaría de estas pintorescas criaturas, pero, como no deseo adquirir más que una sola esclava, le he pedido ver otras con un ángulo facial más abierto y de un color negro menos pronunciado. “Eso depende del precio que usted quiera pagar, me dijo Abdallah. Esas que usted ve ahí no cuestan más allá de dos bolsas (doscientos cincuenta francos); se garantizan por ocho días, y pueden devolverse en ese tiempo si tienen algún defecto o enfermedad”. –          Pero, apunté, yo pagaría con gusto un poco más; supongo que lo mismo cuesta alimentar a una guapa que a una fea. Abdallah no parecía compartir mi opinión. Pasamos a otras habitaciones, todas con mujeres de Sennaar. Las había más jóvenes y más hermosas, pero los rasgos faciales dominaban con una singular uniformidad. Los comerciantes ofrecieron hacerlas desnudarse, les abrían la boca para mostrar su dentadura, les hacían pasearse, y que resaltaran la elasticidad de sus pechos. Estas criaturas se dejaban manejar con notable indiferencia, y la mayoría estallaban en risotadas casi constantemente, lo que hacía el espectáculo menos penoso. Y pronto se comprendía que cualquier condición era para ellas preferible a vivir en el “okel”, e incluso que volver a su anterior existencia en su país. Al no encontrar allí más que negras de pura raza, le pregunté al dragomán si no íbamos a ver a las abisinias. “¡Ni hablar!, me dijo, a esas no se las muestra en público; hay que subir a la casa y que el tratante esté bien convencido de que usted no ha venido aquí por pura curiosidad, como la mayoría de los viajeros. Por lo demás, las abisinias son mucho más caras y quizá usted podría encontrar alguna esclava que le conviniese entre las mujeres Dongola. Aún hay otros “okel” que podemos visitar. Aparte del de Jellab, en el que estamos ahora, está el de Kouchouk y el Khan Ghafar”. Un tratante se nos acercó e indicó que me dijeran que acababan de llegar unas etíopes que se habían instalado fuera de la ciudad para no pagar los derechos de entrada. Estaban en el campo, más allá de la puerta Bab-el-Madbah. Opté por ver primero a aquellas esclavas. Recorrimos un barrio medio desierto y, tras muchas vueltas, nos encontramos en la planicie, o sea, en medio de las tumbas que rodean toda esta parte de la ciudad. Los mausoleos de los califas los habíamos dejado a la izquierda, y atravesamos entre colinas polvorientas, cubiertas de molinos y de restos de antiguos edificios. Descendimos de los burros a la puerta de un pequeño cerco de muros, restos probablemente de lo que fuera una mezquita. Tres o cuatro árabes, vestidos con un atuendo extraño para El Cairo, nos hicieron pasar, y me encontré en medio de una especie de tribu cuyas jaimas se extendían por aquel recinto cerrado por todas partes. Al igual que en el “okel”, las risas de unas cuantas negras me acogieron. Estas naturalezas primitivas manifiestan a las claras todos sus estados de ánimo, y no comprendo porqué el traje europeo les parece tan ridículo. Todas esas muchachas se ocupaban de diversos trabajos hogareños, y en medio de ellas, una, alta y hermosa, vigilaba atentamente el contenido de un ventrudo caldero colocado sobre el fuego. Nada podía arrancarla de esta ocupación. Hice que me mostraran las otras, que se apresuraban a abandonar su trabajo, y a exhibir ellas mismas sus bondades. Entre sus detalles de coquetería estaba el de lucir un peinado en capas de un volumen extraordinario, algo que yo ya había visto antes, pero enteramente impregnado de manteca, que chorreaba sobre sus espaldas y sus pechos. Pensé que esto lo hacían por protegerse la cabeza del ardor del sol, pero Abdallah me aseguró que se trataba de una moda para resaltar el lustre del cabello y de la piel. “Tan solo, me dijo, una vez compradas, uno se apresura a enviarlas a los baños y a que les desengrasen ese peinado de trencillas, que sólo lo usan por la Montañas de la Luna”. El examen no fue largo. Estas pobres criaturas tenían pinta de salvajes, sin duda un curioso aspecto, pero poco seductor desde el punto de vista de la cohabitación. La mayoría estaban desfiguradas por un montón de tatuajes, de incisiones grotescas, de estrellas y de soles azules que se extendían sobre el negro un poco grisáceo de su epidermis. Al ver estas lamentables hechuras, que hay que reconocer como humanas, uno se reprocha con filantropía el haber podido, en ocasiones, adolecer de falta de miramiento para con el mono, ese pariente desconocido que nuestro orgullo de raza se obstina en rechazar. Los gestos y las actitudes añadían un punto más a esa semejanza. Incluso me fijé en que sus pies, alargados y desarrollados, sin duda por la costumbre de subir a los árboles, se emparentaban sensiblemente con la familia de los cuadrumanos. Aquellas jóvenes gritaban desde todas partes: ¡bakhchis, bakhchis! Y yo, dudoso, saqué del bolsillo algunas piastras, temiendo que fueran los mercaderes quienes finalmente se apropiasen de ellas. Aunque los dueños, para tranquilizarme, se ofrecieron a repartir dátiles, sandías, tabaco, e incluso aguardiente: entonces por doquier hubo una explosión de alegría, y muchas se pusieron a bailar al son de la darbuka y la zommarah, el tambor y el melancólico pínfano de los pueblos africanos. La hermosa mozarrona encargada de la cocina apenas se volvió, y continuaba removiendo en el caldero una espesa sopa de sorgo. Me acerqué; me dedicó una mirada desdeñosa, y sólo mis guantes negros llamaron su atención. Entonces cruzó los brazos y lanzó gritos de admiración.  ¿Cómo podía tener yo las manos negras y el rostro blanco?. Aquello sobrepasaba su comprensión. Su sorpresa fue aún mayor cuando me quité uno de los guantes, lo que la impulsó a gritar: “¡Bismillah! Enté effrit? Enté sheytán? ¡Dios me proteja! ¿eres un espíritu o un diablo?” Las otras no demostraron menos extrañeza, y ya no digamos la que causaba mi atuendo a aquellos seres tan simples. Estaba claro que en su país me podría haber ganado la vida sólo con exhibirme. Pero la principal de esas bellezas nubias, no tardó en retomar su ocupación previa, con esa inconstancia de los monos que todo les distrae, y nada consigue hacer que se fijen en algo, más allá de un instante. Fantaseé preguntando lo que costaba, pero el dragomán me avisó que justo esa era la favorita del tratante de esclavos, y que no quería venderla hasta que le hiciera padre…a menos que yo pagase un precio mucho más elevado. No insistí sobre ese punto. “Francamente, le dije al dragomán, encuentro todas estas pieles demasiado oscuras; pasemos a otros tonos. ¿Así que la abisinia es una pieza rara en el mercado?. –          De momento escasea un poco, me dijo Abdallah, pero ahí llega la caravana de La Meca. Se ha detenido en Birket-el-Hadji para entrar mañana al alba, y entonces tendremos donde escoger, ya que muchos peregrinos, cuando les falta dinero para acabar el viaje, se deshacen de alguna de sus mujeres, y hay también mercaderes que vienen del Hedjaz”. Salimos de ese “okel” sin que nadie se extrañara de que yo no hubiese comprado nada. Un cairota había concluido un trato durante mi visita y retomaba el camino de Bab-el-Madbah con dos jóvenes negras bastante bien plantadas. Caminaban delante de él, soñando con lo desconocido, preguntándose sin duda si se convertirían en favoritas o en criadas, y la manteca, más que las lágrimas, se escurría por su pecho descubierto a los ardientes rayos del sol.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 abesch, Bab-el-Mabdah, Birket-el-Hadji, darbuka, effrit, essouad, Hedjaz, Khan Ghafar, Kouchouk, Okel de Jellab, Sennaar, sheytán, zommarah
“VIAJE A ORIENTE” 025

III. El harem – II. La vida íntima durante el khamsín…  He aprovechado, generic estudiando y leyendo lo máximo posible*, cialis sale durante las largas jornadas de inactividad que me impuso el tiempo de Khamsín. Desde por la mañana, el aire estaba cargado de polvo y era ardiente. Durante cincuenta días, cada vez que sopla el viento del sur, es imposible salir a la calle antes de las tres de la tarde, momento en que se levanta la brisa que viene del mar. En general, durante estos días, la gente suele permanecer en las habitaciones inferiores revestidas de azulejos o de mármol y refrescadas con chorros de agua; también se puede pasar el día en los baños, en medio de ese tibio rumor que acompaña a los vastos recintos cuya cúpula, salpicada de claraboyas, semeja un cielo estrellado. La mayor parte de estos baños son verdaderos monumentos que podrían servir muy bien de mezquitas o de iglesias. La arquitectura es bizantina, y los baños griegos es posible que hayan proporcionado los primeros modelos. Entre las columnas, sobre las que reposa la bóveda circular, hay pequeñas cabinas de mármol, en donde elegantes fuentes son consagradas a las abluciones frías. Uno se puede aislar o mezclarse con la gente, que no tiene el aspecto enfermizo de nuestras reuniones de bañistas, pues en general está formada por hombres sanos y de bella raza, vestidos a la antigua usanza, con un largo paño de lino. Las siluetas se dibujan vagamente a través de la lechosa bruma que perfora los blancos rayos de luz penetrando a través de la bóveda, y uno creería estar en un paraíso poblado de sombras felices. Sólo el purgatorio le espera a uno en las salas aledañas. Allí están las piletas de agua hirviente en donde el bañista sufre diversos tipos de reconocimiento. Es ahí en donde se precipitan sobre uno esos terribles hombretones, con las manos armadas de guantes de crin, que arrancan de la piel largos rollos moleculares, cuyo espesor asusta y le hace a uno temer que sea usado gradualmente como una vajilla demasiado restañada y aseada. Aunque también se puede sustraer de esas ceremonias y contentarse con el bienestar que procura la atmósfera húmeda de la gran sala de baño. Por un curioso efecto, este calor artificial, desplaza al otro. El fuego terrestre de Ptah combate los ardores demasiado vivos del celeste Horus. ¿Y acaso no habría también que mencionar las delicias del masaje y del encantador reposo que se disfruta sobre esos lechos dispuestos en torno a una galería de balaustradas altas que dominan la sala de entrada a los baños?. El café, los sorbetes, el narghilé, interrumpen o preparan para esa ligera somnolencia meridional, tan querida por los pueblos de Levante. Por lo demás, el viento del sur no sopla continuamente en la época del Khamsín, se interrumpe de pronto durante semanas enteras, y es entonces cuando por fin nos deja literalmente respirar. En ese momento la ciudad retoma su aspecto animado, la muchedumbre se esparce por plazas y jardines; el camino de Choubrah se llena de paseantes; las musulmanas, veladas van a sentarse sobre las tumbas que se encuentran en la umbría, en donde reposan con mirada ensoñadora durante todo el día, rodeadas de niños alegres, y adonde incluso se hacen llevar la comida. Las mujeres de Oriente tienen dos grandes medios de escapar a la soledad de los harems: el cementerio, en donde siempre tienen algún ser querido al que llorar, y el baño público, al que la costumbre obliga a los maridos a dejarlas ir al menos una vez por semana. Este detalle, que ignoraba, ha sido para mí el motivo de algunos quebraderos de cabeza domésticos contra los que debo prevenir al europeo que esté tentado de seguir mi ejemplo. El temor de dejarla un día más entre las mujeres de Abd-el-Kérim había precipitado mi resolución y, diríamos que la primera mirada que lancé sobre ella había sido todopoderosa. Hay algo de muy seductor en una mujer de un país lejano y singular, que habla una lengua desconocida, cuyas costumbres y hábitos chocan ya de por sí a causa de su rareza, y que nada tienen que ver con los detalles vulgares que la cotidianeidad nos enseña con las mujeres de nuestra patria. Yo he experimentado esta fascinación de tipismo local, la escuchaba balbucear, la veía colocar sus abigarradas ropas. Era como un espléndido pájaro enjaulado que yo poseía; pero ¿cuánto podría durar esta sensación?. Me habían prevenido de que si el tratante me engañaba acerca de los méritos de la esclava, existía la posibilidad de devolverla en ocho días y rescindir el contrato. No se me pasó por la imaginación el que un europeo recurriera a una cláusula tan indigna, incluso aunque hubiera sido engañado. A pesar de que descubrí apenado que esta pobre muchacha tenía bajo la cinta roja con la que se ceñía la frente una quemadura grande, casi como un escudo de seis libras a partir del nacimiento del cabello. Se apreciaba en su pecho otra quemadura del mismo tipo, y sobre ambas marcas un tatuaje que representaba como un sol. El mentón también presentaba un tatuaje en forma de punta de lanza, y la nariz, en la aleta izquierda, descubría una perforación para colocarse un anillo. Los cabellos estaban recortados por delante, a partir de las sienes y alrededor de la frente y, salvo la parte quemada, caían hasta las cejas, que una línea negra prolongada servía de unión, según la costumbre. Brazos y pies estaban teñidos de un color naranja. Yo ya sabía que esto era por efecto de la hennah que no dejaba marca alguna al cabo de algunos días. Y ahora…¿qué hacer? ¿Vestir a una mujer oriental a la europea?. Eso habría sido lo más ridículo del mundo. Me esforcé en señalarle que había que dejar el cabello cortado en redondo por delante, lo que pareció extrañarle mucho. La quemadura de la frente y del pecho, y que posiblemente fueran costumbres de su país, ya que no se ve nada parecido en Egipto, podían ocultarse con una joya o cualquier otro adorno, así que no había mucho de lo que lamentarse una vez hecho el examen. * Las numerosas fuentes utilizadas en el “Voyage en Orient”, citadas en el “Carnet” atestiguan que Nerval ha leído mucho durante su estancia en El Cairo: “No he querido, por otra parte, ver cada lugar hasta estar suficientemente documentado por los libros y las memorias” (Carta a su padre, 18 de marzo de 1843) Estuvo inscrito en el Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme (ver p. 252) y encontraba igualmente libros en la Societé égyptienne.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Choubrah, Gabinete de lectura de Mme. Bonhomme, khamsín
“VIAJE A ORIENTE” 045

VI. La Santa Bárbara – I. Un compañero… –                     Istamboldan! Ah! Yélir firman! –                     Yélir, site Yélir, Istanboldan[1]! Era una voz grave y dulce a la vez; una voz que bien podría pertenecer a un hombre rubio o a una joven morena; de un timbre fresco y penetrante, resonando como un canto de cigarra, alterado a través de la bruma polvorienta de una mañana de Egipto. Había entreabierto, para escucharlo mejor, una de las ventanas de la barcaza, cuya celosía dorada se recortaba sobre una costa árida. Estábamos ya lejos de los llanos cultivados y de los ricos palmerales que rodean Damieta. Habiendo salido de esta ciudad al caer la noche, llegamos en poco tiempo a las orillas de Esbeh, escala marítima y primitivo emplazamiento de la ciudad de los cruzados. Apenas me desperté, extrañado de no ser mecido por las olas, cuando aquel canto seguía sonando a intervalos, como procedente de alguien sentado sobre la arena, pero oculto por lo alto de la ribera. Y la voz resonaba de nuevo con una dulzura melancólica: –                      Kaïkélir! Istamboldan!… –                      Yélir, Yélir, Istanboldan!” Tenía la sensación de que ese cántico celebraba a Estambul en un lenguaje nuevo para mí, una lengua que no tenía las roncas consonantes del árabe o del griego, de las que mi oído se encontraba tan fatigado. Esa voz era el anuncio lejano de nuevas poblaciones, de nuevas orillas; ya podía entrever, como en un espejismo, a la reina del Bósforo entre sus aguas azules y su umbrosa vegetación… ¿lo iba a sentir?. Ese contraste con la naturaleza monótona y quemada de Egipto me atraía irresistiblemente; así que me dispuse a dejar para más tarde los llantos por las orillas del Nilo; y bajo los verdes cipreses de Péra, recurrir al refugio de mis adormecidos sentidos a causa del verano, con el aire vivificante de Asia. Afortunadamente, la presencia en el barco del jenízaro al que nuestro cónsul había encargado que me acompañara, me aseguraba una próxima partida. Esperábamos la hora favorable para pasar el boghaz, es decir, la barra formada por las aguas del mar luchando contra el curso del río, y una djerme, cargada de arroz, que pertenecía al cónsul, debía transportarnos a bordo de la Santa-Bárbara, anclada a una milla mar adentro. Mientras tanto, la voz continuaba: –  Ah! Ah! Drommatina! –   Drommatina dieljédélim!…”    ¿Qué podrían significar esas palabras? Me dije; debe ser turco, y pregunté al jenízaro si él lo entendía. “Es un dialecto de las provincias, respondió; yo sólo entiendo el turco de Constantinopla; en cuanto a la persona que canta, no es nada del otro mundo: un pobre diablo sin asilo, un banian!” Siempre he observado con tristeza el desprecio constante que el hombre dedicado a tareas serviles siente hacia el pobre que busca fortuna o que vive libre. Salimos del barco y en lo alto de una colina distinguí a un hombre joven acostado indolentemente en medio de unas matas de juncos secos. Vuelto hacia el sol naciente, que perforaba poco a poco la bruma extendida sobre los arrozales, continuaba con su canción, de la que yo iba recogiendo con facilidad las palabras repetidas por numerosos estribillos: –   Déyouldoumou! Bourouldoumou! –    Aly Osman yadjénamdah!” Hay en algunas lenguas meridionales un cierto encanto silábico, una gracia de entonación, más adecuada a la voz de las mujeres y de los muchachos jóvenes, que podría quedarse escuchando uno durante horas aunque no entendiera el significado de la canción. Y después, esa voz lánguida, esas modulaciones temblorosas que recuerdan a nuestras viejas canciones de los pueblos; todo ello me entusiasmaba por lo poderoso del contraste y de lo inesperado; algo de pastoril y de ensueño amoroso surgía para mí de esas palabras ricas en vocales y cadencias como los cantos de los pájaros. Esto puede ser, pensaba, alguna tonada de un pastor de Trebisonda o del Mármara. Me parecía escuchar palomas zureando sobre las ramas de los tejos.  Esas canciones se deben cantar en los pequeños valles azulados, donde las aguas dulces aclaran con reflejos de plata las ramas sombrías del alerce; donde las rosas florecen sobre altas matas, y donde las cabras se empinan sobre verdosas rocas como en un romance de Teócrito. Mientras tanto, yo me había aproximado al joven que al fin se dio cuenta de mi presencia y, levantándose, me saludó diciendo: “Bonjour monsieur” (buenos días, señor) Era un hermoso muchacho de rasgos circasianos, ojos negros, tez blanca y de pelo muy corto y rubio, pero no afeitado a la manera árabe. Una larga túnica de tela listada, un abrigo de guata gris, componían su vestuario, y un simple tarbouch de fieltro rojo le servía de sombrero; tan sólo su tamaño algo mayor y su borla mejor tupida de seda azul, que la de los bonetes egipcios, indicaba que era un hombre de los de Abdul-Medjid[2]. Su cinturón, fabricado con un retal de cachemira barato, llevaba, en lugar de la colección de pistolas y puñales que todo hombre libre o servidor liberto exhibe en el pecho, una escribanía de cobre de medio pie de longitud. El mango de este instrumento oriental, contiene la tinta, y la vaina los cálamos que sirven de plumas (calam) Desde lejos, esto puede pasar por un puñal, pero es la insignia pacífica de un simple hombre de letras. De pronto, me sentí lleno de satisfacción al encontrar a este camarada, y tuve algo de vergüenza de mi atuendo guerrero que, al contrario que el suyo, disimulaba mi profesión. –                     “¿Vive usted en este país? Pregunté al desconocido.  –                     No señor, yo he viajado con usted desde Damieta. –                     Cómo… ¿conmigo? –                     Sí, los remeros me han recibido en la embarcación y me han traído hasta aquí. Habría deseado presentarme ante usted, pero como estaba acostado… –                     Está bien, le dije, y ¿adónde va usted así? –                     Vengo a pedirle permiso para pasar también a la djerme y llegar hasta el barco que va a tomar usted. –                     No veo ningún inconveniente, le respondí, volviéndome hacia el genízaro, que entonces me llevó aparte. –                     No le aconsejo llevar a este muchacho, me dijo, ya que no tiene otra cosa aparte de su escribanía; es uno de esos vagabundos que escriben versos y otras tonterías. Se presentó al cónsul, del que no pudo sacar otra cosa. –                     Querido amigo, le dije al desconocido, estaría encantado de ayudarle, pero apenas tengo más allá de lo imprescindible para llegar a Beirut y allí poder disponer de dinero. –                     Está bien, repuso, puedo vivir aquí durante algunos días con los campesinos. Esperaré a que llegue algún inglés. Esto último me dejó con un cierto remordimiento. Me alejé con el genízaro, que me guiaba a través de las tierras inundadas, haciéndome seguir un camino trazado aquí y allá sobre las dunas de arena para llegar hasta la ribera del lago Menzaleh; el tiempo que se necesitó para cargar la djerme con los sacos de arroz transportados por diversas barcas, nos permitió llevar a cabo esta última expedición. [1] Canción que venía a decir lo siguiente: “Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! – Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, -pero el firman no viene; – todo el pueblo está en la incertidumbre.- Un segundo barco llega; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas – y se van a divertir al campo, – porque esta vez sí que llegó el firman!” [2] Sultán de Turquía de 1839 a 1861.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Abdul-Medjid, Ali-Osmán, El poeta escribano, ESTAMBUL, firman., jenízaros, Mármara, Péra, Teócrito, Trebisonda
AL-YÁMI’.- Jarabes y electuarios – 006

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Esmeralda de Luis y Martínez 5 septiembre, 2012 5 septiembre, 2012 catarros, dolores de las articulaciones en general, ganglios en el cuello, ganglios que se alojan bajo la axila, jarabe, ysu inflamación
“VIAJE A ORIENTE” 056

VII. La montaña – II. El kief… Beirut, view aun cuando solo se considerara el espacio comprendido dentro de sus murallas y sus habitantes, respondería mal a la idea que de esa ciudad se hacen en Europa y que reconocen como la capital del Líbano. A esa idea, habría que añadir también unos cuantos centenares de mansiones rodeadas de jardines que ocupan el vasto anfiteatro, cuyo centro es el puerto. Conglomerado disperso y vigilado por una alta construcción cuadrada, ocupada por una guarnición turca, y que es conocida como “La torre de Fakardin”. Yo me alojaba en una de esas mansiones que salpican la costa, muy parecidas a las que rodean Marsella, y presto a partir para visitar la montaña; sólo me quedaba tiempo para bajar a Beirut a buscar un caballo, una mula o incluso un camello. Hasta habría aceptado uno de esos hermosos borriquillos de cola enhiesta y pelaje de cebra, que en Egipto prefieren a los caballos, y que galopan por la arena con un ardor infatigable; mas en Siria no se considera a este animal lo suficientemente robusto como para escalar los pedregosos senderos del Líbano. Pero ¿acaso no debería ser bendita su raza entre todas las demás por haber servido de montura al profeta Balaam y al Mesías?. Andaba yo con estas reflexiones mientras me encaminaba a pié hacia Beirut en ese momento del día en que, según dicen los italianos, no se ve vagar bajo el sol más que a gli cani e gli Francesi[1]. Ahora bien, ese dicho siempre me ha parecido falso en lo que se refiere a los canes que, a la hora de la siesta, saben muy bien tenderse tranquilamente a la sombra y no se arriesgan a coger una insolación. En cuanto a los franceses, intente usted retenerles sobre un diván o sobre una manta a poco que tenga en la cabeza un asunto que resolver, un deseo, o una simple curiosidad; el demonio del mediodía raramente le pesa sobre el pecho, y poco o nada le importa que el deforme Smarra[2] haga girar sus amarillentas pupilas en su gruesa cabezota de enano. Así que allí estaba yo, atravesando el llano a esa hora del día que la gente del sur consagra a la siesta y los turcos al kief. Un hombre que va errando de esa manera cuando todo el mundo duerme, en Oriente corre el gran riesgo de excitar las mismas sospechas que en nuestro país levantaría un vagabundo nocturno; aunque así y todo, los centinelas de la Torre de Fakardin me prestaron la misma atención que el soldado vigía presta a un viandante retrasado. A partir de esa torre, una llanura bastante extensa permite abarcar de un vistazo todo el perfil oriental de la ciudad, cuya muralla y torres almenadas se extienden hasta el mar. Presenta aún el aspecto de una ciudad árabe de la época de Las Cruzadas; traicionado únicamente por una influencia europea que sólo se percibe en los numerosos mástiles de las mansiones consulares que en domingos y días festivos se engalanan con sus banderas. Por lo que se refiere a la dominación turca, aquí ha aplicado, como en todas partes, su sello personal y extravagante. Al Pachá se le ha ocurrido demoler una parte de la muralla de la ciudad, en la que se adosa el palacio de Fakardin, para construir allí uno de esos kioscos de madera pintada, tan a la moda en Constantinopla, y que los turcos prefieren a los más suntuosos de piedra o de mármol. ¡Y vaya usted a saber por qué los turcos viven en casas de madera, o por qué incluso los palacios del sultán, aunque adornados con columnas de mármol, tienen los muros de madera de pino!. Y es que, conforme a un particular prejuicio de la raza de Othman, la casa que se haga construir un turco no debe durar más que él; no ha de ser más que una jaima tendida sobre una tierra de paso, un abrigo momentáneo, en donde el hombre no debe intentar luchar contra el destino eternizando su huella, intentando ese difícil himen de tierra y familia al que tienden los pueblos cristianos. El palacio forma un ángulo en el que se abre la puerta de la ciudad, con su pasadizo oscuro y umbroso, donde poder refrescarse un poco del ardor del sol reverberado por la arena de la llanura que se acaba de atravesar. Una hermosa fuente de piedra protegida por la sombra de un magnífico sicómoro[3]; las cúpulas grises de una mezquita y sus esbeltos minaretes; una casa de baños de reciente construcción y arquitectura moresca; todo esto es lo que se ofrece a primera vista al entrar en Beirut como promesa de una estancia apacible y alegre. Más allá, sin embargo, las murallas se elevan y cobran un aspecto sombrío y claustral. Pero, ¿por qué no entrar al hamam[4] durante estas horas de intenso y desapacible calor en lugar de pasarlas tristemente recorriendo las calles desiertas? Andaba con estos pensamientos cuando el movimiento de una cortina azul ante la puerta de la casa de baños me señaló que esta era la hora en la que el recinto quedaba restringido a las mujeres. Los hombres únicamente pueden usarlo por la mañana y por la tarde…¡y pobre del que se quede allí dentro, debajo de un banco o una colchoneta, a la hora en que un sexo sucede al otro! Francamente, sólo un europeo sería capaz de idear algo así y que tanto pudiera perturbar el espíritu de un musulmán. Yo nunca había entrado en Beirut a una hora tan inapropiada, y me encontraba como ese hombre de Las mil y una noches penetrando en una ciudad de magos a cuyas gentes habían convertido en estatuas de piedra[5]. Todo dormía aún profundamente: los centinelas bajo la puerta; en la plaza los jumentos que esperaban a las damas, probablemente también adormecidas en las galerías altas de los baños; los vendedores de dátiles y sandías dispuestos cerca de la fuente; el cafedji en su cafetín con sus consumidores; el hamal (mozo de cuerda) con la cabeza apoyada sobre su fardo; el camellero reposando cerca de su animal, y los diabólicos albaneses formando cuerpos de guardia delante del serrallo del pachá. Todos ellos dormían el sueño de la inocencia, dejando la villa a su abandono. Fue un día, en una hora y durante una somnolencia como estas, cuando trescientos drusos se apoderaron de Damasco. Les bastó con entrar por separado, mezclarse con la multitud de campesinos que durante la mañana llenaban bazares y plazas; para luego simular que se dormían, igual que el resto; pero sus grupos, hábilmente distribuidos, se apoderaron en el mismo instante de los principales lugares, mientras la mayoría de la tropa saqueaba los ricos bazares y los prendía fuego. Los habitantes, despertados en medio de ese sobresalto, creyendo que se enfrentaban a todo un ejército, se encerraron en sus casas; al igual que hicieron los soldados, protegiéndose dentro de los cuarteles, mientras que al cabo de una hora, los trescientos caballeros drusos se marchaban, cargados con el botín, a su retiro inexpugnable de las montañas del Líbano. A esto se arriesga una ciudad que duerme en pleno día. No obstante, en Beirut no toda la colonia europea se entrega a las dulzuras de la siesta. Caminando hacia la derecha, muy pronto distinguí cierto movimiento en una de las calles que se abrían a la plaza; un olor penetrante de fritura revelaba la vecindad de una trattoria, y el letrero del célebre Battista no tardó en llamarme la atención. Conozco lo suficientemente bien los hoteles destinados en Oriente a los viajeros europeos, como para haber pensado ni por un momento en aprovecharme de la hospitalidad del Sr. Battista, único posadero franco de Beirut. Los ingleses han mimado por todas partes sus establecimientos, en general más modestos en sus instalaciones que en sus precios. Y en ese momento pensé que no estaría mal en disfrutar de la buena mesa, si se me admitía en ella. Me arriesgué y subí a ver. [1] “a los perros y a los franceses” [2] Smarra es el demonio de las pesadillas en el cuento de Nodier, Smarra, ou les Démons de la nuit (1821). Para más información sobre este escritor, consultar http://es.wikipedia.org/wiki/Charles_Nodier [3]  árbol frondoso, de copa amplia y tronco robusto. [4] Nombre que se da a una casa de baños en árabe. [5] Es una mujer, Zubeyda, la que en las noches 63 a 66 de “Las mil y una noches”, cuenta cómo visitó una ciudad de magos en la que todos sus habitantes, salvo uno, habían sido convertidos en estatuas de piedra.

Esmeralda de Luis y Martínez 22 febrero, 2012 22 febrero, 2012 el Mesías, el profeta Balaam, gli cani e gli francesi, la torre de Fakardin, los 300 caballeros drusos, Peligros de la hora de la siesta
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches de Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – VI. La aparición… Adoniram contempla desolado cómo su obra está a punto de venirse abajo; sus trabajadores le abandonan; Solimán y la Reina de Saba le desprecian. El fantasma de Tubal-Caín y viaje de Adoniram al mundo subterráneo de sus antepasados: Caín y el linaje de los Maestros del fuego y de la forja de metales. De pronto, Adonirám se dio cuenta de que el río de lava de la fundición se desbordaba; la fundición, demasiado abierta, vomitaba torrentes de fuego; la arena, con demasiada sobrecarga, comenzó a desplomarse. Adonirám miró atentamente al mar de bronce; el molde rebosaba; una fisura se abría desde el vértice; la lava chorreaba por todas partes. Adonirám lanzó un terrible grito, que recogió el aire, repitiendo su eco las montaña, y calculando que la tierra, demasiado recalentada se vitrificaría, Adonirám agarró un tubo flexible que desembocaba en un aljibe y, con gesto precipitado, dirigió un gran chorro de agua hacia la base de los tambaleantes contrafuertes del molde que soportaban el gran receptáculo. Pero la fundición, ya muy crecida, bajaba rodando hasta allí mismo: los dos líquidos comenzaron a luchar; una masa de metal envolvía la columna de agua, la aprisionaba, la atenazaba. Para librarse, el agua consumida se evaporaba y hacía estallar todos los obstáculos que encontraba a su paso. Una detonación retumbó; la fundición, en chorros resplandecientes, saltó por los aires a más de veinte codos de altura. Era como estar contemplando el momento de la erupción en el cráter de un volcán furioso.      Y a ese fragor lo siguieron llantos y gritos espantosos; ya que esa lluvia de estrellas sembraba la muerte por todas partes; cada gota del metal fundido era un dardo ardiente que perforaba los cuerpos y los mataba. El lugar estaba cubierto de gente agonizante, y al silencio le sucedió un inmenso grito de espanto. Era el colmo del horror, cada cual huía como podía; el miedo al peligro precipitó en el fuego a los que no habían alcanzado las brasas… los campos, iluminados, resplandecientes de color púrpura, recordaban a aquella terrible noche en la que Sodoma y Gomorra ardieron abrasadas por  los rayos de Jehová. Adonirám, corría de acá para allá intentando reunir a sus obreros y cerrar el tremendo boquete de aquel abismo inagotable; pero sólo escuchaba quejas y maldiciones; no encontró más que cadáveres: el resto se había dispersado. Únicamente Solimán había permanecido impasible en el trono; la reina también había guardado la calma y estaba junto a él, y la diadema y el cetro todavía brillaban en aquellas tinieblas. –      “¡Jehová le ha castigado! dijo Solimán a su invitada… y él me ha castigado, matando a mis súbditos, por culpa de mi debilidad, de mi bondad para con ese monstruo de orgullo. –      La vanidad que inmola tantas víctimas es criminal, pronunció la reina. Señor, vos habéis podido perecer durante esta prueba infernal: el mar de bronce llovía a nuestro alrededor. –      ¡Y vos estabais aquí! ¡Y ese vil secuaz de Baal[1] ha puesto en peligro una vida tan preciosa!. Marchémonos de aquí, mi Reina; sólo me ha inquietado el veros en peligro”. Adonirám, que pasaba en ese momento cerca de ellos, lo oyó; y se alejó rugiendo de dolor. Más allá, a lo lejos, divisó a un grupo de obreros que le colmaron de desprecio, calumnias y maldiciones. Entonces, se le acercó el sirio Phanor y le dijo: “Tú eres grande; la fortuna te ha traicionado, pero los albañiles no fueron sus cómplices”. A su vez, Amrou, el fenicio, se le acercó y le dijo: “Tú eres grande, y habrías sido el vencedor si cada cual hubiera cumplido con su deber como así hicimos los carpinteros”. Y el judío Méthoussaël le dijo: “Los mineros hicieron su trabajo; pero son los obreros extranjeros los que a causa de su ignorancia han comprometido todo el trabajo. ¡Ten coraje! Una obra aún más grande nos vengará de este fracaso. –      ¡Ah!, pensó Adonirám, estos son los únicos amigos que he encontrado…” Le resultó fácil a Adoniram evitar encuentros no deseados; todos le volvían la espalda y las tinieblas protegían las deserciones. Pronto, el resplandor de las brasas de la fundición, cuya superficie rugía al enfriarse, sólo iluminaba a grupos lejanos que poco a poco se perdían entre las sombras, Adonirám, abatido, buscaba a Benoni: “Él también me ha abandonado…” murmuró con tristeza. El maestro se quedó solo al borde del río de fuego. “¡Deshonrado! exclamó con amargura; ¡este es el fruto de una existencia austera, laboriosa y dedicada a la gloria de un príncipe ingrato!. ¡Él me condena y mis hermanos reniegan de mí!. Y esa reina, esa mujer… ella estaba allí, ha visto mi vergüenza, y he tenido que soportar su desprecio! ¿Pero dónde se halla, en esta hora de mi sufrimiento, Benoni? ¡Sólo!, ¡estoy sólo y maldito!. El futuro se ha cerrado.  ¡Sonríe a tu liberación, y busca aquí, en este fuego, tu elemento y rebelde esclavo!” Avanzó, calmado y resuelto, hacia el río de lava, que aún fluía con oleadas de escoria candente de metal fundido, y surgía y chisporroteaba por todas partes al contacto con la humedad, o tal vez la lava temblara al encontrarse con los cadáveres. Espesos turbillones de humo violeta y leonado se desprendían en apretadas fumarolas y velaban la escena abandonada de tan lúgubre aventura. Y fue allí, en donde ese gigante cayó fulminado, y sentado sobre la tierra se ensimismó meditabundo… la mirada fija en aquella humareda de llamas que podían inclinarse y asfixiarle al primer soplo del viento. Ciertas formas extrañas, fugitivas, flamígeras, se dibujaban a veces entre los juegos brillantes y lúgubres del vapor ígneo. Los ojos deslumbrados de Adonirám entreveían, a través de aquel vapor, miembros de gigantes, bloques de oro, gnomos que se disipaban en humo o se pulverizaban en destellos. Esas fantasías no llegaban a distraerle de su desesperación y dolor. Sin embargo, pronto se ampararon de su imaginación y delirio, y tuvo la impresión de que del seno de las llamas se elevaba una voz rotunda y grave que pronunciaba su nombre. Tres veces el turbillón mugió el nombre de Adonirám. Nadie a su alrededor… contempló ávidamente la turba incandescente, y murmuró: “¡La voz del pueblo me llama!”.  Sin apartar la mirada, se apoyó sobre una rodilla, extendió la mano, y distinguió en el centro de la roja humareda una forma humana imprecisa, colosal, que parecía tomar cuerpo entre las llamas y ensamblarse, para luego desintegrarse y perderse. Todo se agitaba e incendiaba alrededor;… sólo esa figura permanecía estática, cada vez más oscura en el luminoso vapor, o clara y brillante en el seno de un amasijo de nubarrones negruzcos. El espectro comenzó a perfilarse, adquirió relieve, se agrandó al acercarse, y Adonirám, espantado, se preguntaba que qué bronce sería ese, dotado de vida. El fantasma avanzó. Adonirám lo contemplaba con estupor. Su gigantesco busto iba cubierto con una dalmática sin mangas; los desnudos brazos estaban adornados con anillos de hierro; la cabeza bronceada quedaba encuadrada por una barba rectangular, rizada y trenzada en hileras,… tocado con una mitra bermeja; llevaba un martillo en la mano. Sus grandes ojos, brillantes, se posaron sobre Adonirám con dulzura, y con un tono de voz que parecía arrancado a las entrañas del bronce dijo: “Despierta a tu alma, levántate, hijo mío. He visto las desgracias de mi raza y he sentido piedad hacia ella… –      Espíritu, ¿entonces, tú quién eres? –      La sombra del padre de tus padres, el antepasado de los que trabajan y sufren. Ven, cuando mi mano haya tocado tu frente, respirarás entre las llamas. No muestres temor, igual que no has mostrado debilidad…” De pronto, Adonirám se sintió envuelto en un calor penetrante que le animaba sin ahogarle; el aire que aspiraba era más sutil; una fuerza irresistible le arrastraba hacia el vórtice de fuego en el que ya se sumergía su misterioso compañero. “¿Dónde estoy?, ¿Cuál es tu nombre? ¿Adónde me arrastras?, murmuró. –      Al centro de la tierra… al alma del mundo habitado; allí donde se erige el palacio subterráneo de Enoc, nuestro padre, al que en Egipto llaman Hermes, y en Arabia honran bajo el nombre de Edris[2]. –      ¡Potencias inmortales!, exclamó Adonirám; ¡oh, mi señor!, entonces, ¿es verdad? vos seréis… –      Tu antepasado, hombre… artista, tu maestro y tu patrón; yo fui Tubal-Caín[3]. Cuanto más avanzaban hacia las profundas regiones del silencio y de la noche, más dudaba Adonirám de sí mismo y de la realidad de sus impresiones. Poco a poco, fuera de sí, experimentó la magia de lo desconocido, y su alma, ligada por completo al antepasado que la dominaba, se entregó por completo a su misterioso guía. A las regiones húmedas y frías había seguido una atmósfera tibia y enrarecida; la vida interior de la tierra se manifestaba por sacudidas, extraños murmullos; temblores sordos, regulares, periódicos, anunciaban la proximidad del corazón del mundo; Adonirám lo sentía latir con una fuerza creciente, y se admiraba  de errar entre esos espacios infinitos; buscaba un apoyo que no encontraba, y seguía sin ver la sombra de Tubalcaín que guardaba silencio. Tras unos instantes que le parecieron largos como la vida de un patriarca, descubrió a lo lejos un punto luminoso. Aquella mancha se hizo más y más grande, se aproximó, se extendió en una larga perspectiva, y el artista vislumbró un mundo poblado de sombras que se agitaban ocupadas en trabajos que no pudo comprender. Aquellos dudosos resplandores llegaron por fin a expirar sobre la brillante mitra y la dalmática del hijo de Caín. En vano Adonirám se esforzó en hablarle: la voz moría en su pecho oprimido; pero recuperó el aliento al llegar a una amplia galería de una inconmensurable profundidad, muy ancha, ya que no se podían ver las paredes, y sostenida por una avenida de columnas tan altas, que se perdían por encima de él en el aire, y la bóveda que sostenían escapaba a la vista. De repente, Adonirám se estremeció, y Tubalcaín habló así: “Tus pies están pisando la gran esmeralda que sirve de raíz y eje a la montaña de Kaf[4]; has llegado a la tierra de tus padres; la tierra en la que reina el linaje de Caín sin compartirla con nadie. Bajo estas fortalezas de granito, en medio de estas cavernas inaccesibles, hemos conseguido al fin encontrar la libertad. Aquí expira la celosa tiranía de Adonay, es aquí en donde podemos, sin peligro, nutrirnos del Árbol de la Ciencia[5]. Adonirám exhaló un largo y dulce suspiro: le daba la impresión de que el peso abrumador que le había mantenido doblegado toda su vida,  por primera vez acababa de desvanecerse. De pronto la vida eclosionó; pueblos enteros aparecían a lo largo y ancho de aquellos hipogeos: el trabajo los animaba, les agitaba, y por todas partes se oía el alegre fragor de los metales; allí se mezclaban los ruidos del borbotear de las aguas y de los impetuosos vientos; la bóveda iluminada se extendía como un inmenso cielo desde el que se precipitaban sobre los enormes y extraordinarios talleres, torrentes de una luz blanca y azulada que se irisaba al contacto con el suelo. Adonirám atravesó entre medias de una multitud de gente ocupada en trabajos que él no conocía; aquella claridad, la cúpula celeste en las entrañas de la tierra le sorprendía; entonces se detuvo. “Es el santuario del fuego, le dijo Tubalcaín; de ahí proviene el calor de la tierra que, sin nosotros, perecería de frío. Nosotros preparamos los metales y los distribuimos por las venas del planeta, tras licuar los vapores. “Puestos en contacto y entrelazados sobre nuestras cabezas, los filones de esos diversos elementos desprenden éteres contrapuestos que se inflaman y proyectan esas vivas luminarias… cegadoras para los ojos imperfectos. Atraídos por esas corrientes de aire, los siete metales se evaporan alrededor, y forman esas nubes de sinopla, azur, púrpura y oro, bermejo y plata que se mueven en el espacio, y reproducen las aleaciones que componen la mayor parte de los minerales y piedras preciosas. Cuando la cúpula se enfría, esas nubes, condensadas, producen una lluvia de rubíes, esmeraldas, topacios, ónices, turquesas, diamantes, y las corrientes de la tierra las arrastran junto con los restos de las escorias: granitos, sílex, rocas  calcáreas que, emergiendo a la superficie de la tierra, la esculpen con sus montañas. Esas materias se solidifican al aproximarse a los dominios de los hombres… a causa del frescor del sol de Adonay, su recreación chapucera de un horno que ni siquiera tiene fuerza para cocer un huevo. Con que, ¿qué sería de la vida de los hombres, si nosotros no les pasáramos en secreto el elemento del fuego, aprisionado en las piedras, así como el hierro apropiado para recoger sus chispas?”. Aquellas explicaciones satisfacían a Adonirám y le causaban admiración. Se aproximó a los obreros sin comprender cómo podían trabajar sobre ríos de oro, plata, cobre, hierro; separarlos, encauzarlos y tamizarlos como si fueran una ola. “Esos elementos, respondió a su pensamiento Tubalcaín, son licuados gracias al calor del interior de la tierra: la temperatura a la que nosotros vivimos aquí es un poco más elevada que la de los hornos en los que trabajas las fundiciones.” Adonirám, espantado, se extrañó de estar vivo. “Este calor, repuso Tubalcaín, es la temperatura natural de las almas que fueron extraídas del elemento del fuego. Adonay colocó una chispa imperceptible en el centro del molde de tierra con el que iba a fabricar al hombre, y esa partícula fue suficiente para calentar el bloque, animarlo y convertirlo en un ser pensante; pero allá arriba, esa alma lucha contra el frío: de ahí, los estrechos límites de vuestras facultades; después sucede que esa chispa es arrastrada por la atracción de la tierra, y entonces morís.” Explicada la creación de esa manera, provocó en Adonirám un desdeñoso movimiento. “Sí, continuó su guía; ¡es más sutil que fuerte, y más celoso que generoso, ese dios Adonai! Ha creado al hombre de barro, a despecho de los genios del fuego; después, asustado de su obra y de su complacencia hacia esa triste criatura, él, sin mostrar piedad alguna ante sus lágrimas, los ha condenado a morir. Esa es la principal diferencia que nos separa; toda la vida terrestre procedente del fuego es atraída por el fuego que reside en el centro de la tierra. En cambio, nosotros queríamos que el fuego central fuese atraído de nuevo por la superficie e irradiara hacia el exterior: ese intercambio de principios hubiera sido la vida eterna. “Pero Adonay, que reina alrededor de los mundos, encerró a la tierra e interceptó esa atracción externa. De resultas, la tierra morirá al igual que sus habitantes. De hecho, ya está envejeciendo; el frío la penetra más y más; especies enteras de animales y plantas han desaparecido; las razas se debilitan, la duración de su vida se acorta, y de los siete metales primitivos, la tierra, cuyo núcleo se congela y seca, ya no recibe más que cinco[6]. El mismo sol palidece; y deberá apagarse en cinco o seis mil años. Pero no soy el único, hijo mío, que debe revelarte estos misterios: tú los vas a escuchar de boca de los hombres, tus ancestros.” [1] Baal (semítico cananeo: ँ‏ए‏ऋ‏‏ [ba’al], «’señor’»)? era una divinidad de varios pueblos situados en Asia Menor y su influencia: fenicios (asociado a Melkart), cartagineses, caldeos, babilonios, sidonios y filisteos. Su significado se aproxima al de “amo” o “señor”. Baal era el “hijo” del dios El. En la mitología cananea se denominaba así (El) a la deidad principal, se lo conocía como «padre de todos los dioses», el dios supremo, «el creador», «el bondadoso». Por lo general, El se representa como un toro, con o sin alas. A su vez su hijo Baal era representado como un joven guerrero, pero también como un “toro joven” (becerro). Durante la época de los hicsos, en Egipto fue identificado con Seth, un dios guerrero; también fue asociado a Montu. Pero durante la dinastía XVIII su culto en Egipto sería denigrado. Era el dios de la lluvia, el trueno y la fertilidad. En la Biblia Baal (בעל Ba‘al) es llamado uno de los falsos dioses, al cual los hebreos rindieron culto en algunas ocasiones cuando se alejaron de su adoración a Yahweh o Jeovah; (ver Idolatría). Fue adorado por los fenicios junto al dios Dagón (el más importante de su panteón). http://es.wikipedia.org/wiki/Baal [2] Enoc, hijo de Caín, es el antepasado de los forjadores de metales y maestros de la fundición que se sublevaron. Sin embargo, según Herbelot, al que los árabes llaman Edris o Idrís, lo confunden con Hermes y Horus, cuando en realidad se trata de otro Enoc, procedente del linaje de Seth (Génesis, V, 18-24). [3] Tubalcaín es el descendiente de Caín y de Enoc, hijo de Lamec y, según el Génesis, IV, 22, patrón de los artesanos del bronce y del hierro. J. Richer, citando a Martinès de Pasqually, Traité de la réintégration: “Habiéndose retirado Caín, tras su crimen, a la región del Mediodía con sus dos hermanas, tuvo una descendencia de diez varones y once hembras y allí construyó la ciudad de Enoc, que excavó en las entrañas de la tierra, con su primer hijo al que también llamó Enoc. Legó su secreto, tanto el de la fundición, como el de la forja de metales y la minería, a su hijo Tubal-Caín, o Tubalcaín. De ahí proviene la tradición de que fue Tubalcaín el primero que descubrió la forja de metales.” [4] “Los pueblos de Oriente creen que esta montaña rodea la tierra como un anillo o cinturón. En el polo norte se encuentra la morada del preadamita Salomón; en el polo Sur, el secreto taller de la naturaleza; en Oriente, el imperio de los genios bondadosos, y en Occidente, el de los genios malvados (…) El resto de las montañas sólo son bifurcaciones de la montaña-madre que se eleva hasta el cielo” (Von Hammer. Contes inedits des Mille et Une Nuits. 1828, I, p. 159). Los antepasados cainitas de Adonirám encontraron refugio bajo esta montaña. Sobre la montaña de Kaf se puede leer en Aurelia I, 10, otra versión de ese descenso al corazón de la tierra, al hogar del fuego primigenio. [5] Sobre la rebelión contra Dios, fundamental en la obra de Nerval, ver sobre todo Aurelia I; los sonetos Antéros y Le Christ aux Oliviers; J. Richer, Nerval. Expérience et création. Capítulo IV y M. Jeanneret, La Letre perdue. 2ª parte,  Promete. [6] Las tradiciones sobre las que se fundan las diversas escenas de esta leyenda no son exclusivas de los pueblos de Oriente. La Edad Media europea las ha conocido. Se puede consultar sobre todo L’Histoire des Préadamites de Lapeyrière, l’Iter subterraneum de Limius, y una buena cantidad de escritos relativos a la cábala y a la medicina espagírica. El Oriente siempre está presente ahí. De modo que no deben extrañar las curiosas hipótesis científicas que puede contener este relato. La mayor parte de estas leyendas se encuentran también en el Talmud, en los libros neoplatónicos, en el Corán y en el libro de Enoc, traducido por el obispo de Caterbury (GdN).

Esmeralda de Luis y Martínez 17 abril, 2012 17 abril, 2012 Adonay, Amrou, Baal, Caín, el Árbol de la Ciencia, Enoc, la montaña Kaf, Méthoussaël, Phanor, Tubalcaín o Tubal-Caín
“VIAJE A ORIENTE” 019

II. Las esclavas – IX. El teatro de El Cairo…   Volvimos a El Cairo siguiendo la calle Hazanieh, viagra que conduce a la que separa el barrio franco del barrio judío, help y bordea el Calish, atravesado de vez en cuando por puentes de un solo arco, de tipo veneciano. Allí hay un bonito café cuya trastienda da sobre el canal, y en donde se pueden tomar sorbetes y limonadas. Y desde luego no se puede decir que sean los refrescos lo que escasee en El Cairo; en donde coquetas tiendecillas exponen acá y allá copas de limonadas y bebidas mezcladas con frutas azucaradas y a unos precios realmente asequibles para todos. Al doblar la calle turca para atravesar el pasaje que conduce al Mosky, vi en las paredes carteles que anunciaban un espectáculo para esa misma noche en el teatro de El Cairo. No me disgustó encontrar ese vestigio de la civilización. Le di permiso a Abdallah y me fui a cenar al Domergue, en donde me enteré de que se trataba de unos amateurs que ofrecían una representación a favor de los ciegos indigentes, por desgracia, bastante numerosos en El Cairo. La temporada musical italiana no tardaría en comenzar, pero de momento, iba a presenciar una simple soirée de vaudeville. Hacia las siete de la tarde, la callejuela que desemboca en el cruce con el Waghorn estaba llena de gente, y los árabes se maravillaban de ver toda aquella multitud entrar en una sola casa. Era un día grande para mendigos y muleros, que se desgañitaban gritando “bakhchís!” a los cuatro vientos. El acceso, bastante oscuro, da a un pasadizo cubierto que se abre al fondo, sobre el jardín de Rosette, y cuyo interior recuerda nuestras pequeñas salas populares. El patio de butacas estaba repleto de ruidosos italianos y griegos, tocados con el tarbouche rojo; algunos oficiales del pachá se veían en la platea, y los palcos estaban ocupados por un gran número de mujeres, cuya mayoría vestía a la oriental. Se distinguía a las griegas por el “taktikos” de fieltro rojo bordado con hilillos de oro, que llevan inclinado sobre una oreja; las armenias, con sus chales y los “gazillons” que entremezclan para hacerse enormes peinados. Las judías casadas, al no poder dejar ver su cabello, según las prescripciones rabínicas, se adornan con plumas de gallo rizadas, que les cubren las sienes y asemejan rizos de su propio cabello. Tan sólo el tocado distingue a las distintas razas; el vestuario es poco más o menos el mismo para todos. Ellas llevan la chaquetilla turca ceñida al pecho, la falda con hendidura y ajustada a los riñones, el cinturón, los zaragüelles, que a cualquier mujer despojada del velo le da el caminar de un muchacho; los brazos siempre van cubiertos, pero dejan colgar a partir del codo unas mangas cuyos apretados botones, los poetas árabes comparan a flores de camomila. Añádase a esto dijes, flores y mariposas de diamantes destacando la ropa de las más ricas, y se comprenderá que el humilde teatrillo de El Cairo debe aún un cierto esplendor a estos tocados orientales. Yo estaba encantado, después de ver tanto rostro negro a lo largo del día, de reposar la vista en bellezas, simplemente algo menos oscuras. Aunque siendo menos benigno, les reprocharía el abuso de tanto maquillaje sobre los párpados, de estar todavía ancladas en la moda de los lunares en las mejillas, tan del siglo pasado, y a sus manos, de llevar puesta tanta henné. En todo caso, admiraba sin reservas los encantadores contrastes de tantas bellezas variopintas, la diversidad de las sedas, el brillo de los diamantes, de los que tanto se enorgullecen las mujeres de este país, que llevan encima la fortuna de sus maridos; en fin, que me repuse un poco durante esta soirée de un prolongado ayuno de jóvenes rostros, que ya comenzaba a resultarme pesado. Por lo demás, ninguna mujer llevaba velo, en consecuencia, ninguna mujer realmente musulmana asistía a la representación. Se alzó el telón, y reconocí las primeras escenas de “La mansarde des artistes”122 ¡Gloria del vaudeville!, ¿dónde irás a parar?. Jóvenes marselleses interpretaban los papeles principales, y la primera actriz era la misma madame Bonhomme, la profesora del aula de lectura francesa. Posé la mirada con sorpresa y satisfacción sobre un busto perfectamente blanco y rubio. Hacía dos días que soñaba con las nubes de mi patria y las pálidas bellezas del norte. Esta preocupación se debía al primer soplo del khamsín y al haber estado viendo tanta negra que, en realidad se prestan más bien poco a representar el ideal de belleza femenino. A la salida del teatro, todas estas mujeres tan ricamente ataviadas volvieron a su uniforme habbarah de tafetán negro, cubriendo el rostro con el borghot blanco, y volviendo a montar sobre los asnos, como buenas musulmanas conducidas por sus raïs. 122  Vaudeville de un acto de Scribe, Dupin y Varner.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 Dupin y Varner, El teatro de El Cairo, khamsín, La mansarde des artistes, Scribe
“VIAJE A ORIENTE” 046

VI. La Santa Bárbara – II. El lago Menzaleh…  Habíamos dejado a la derecha el poblado de Esbeh, ailment construído con adobes, discount y en donde se distinguen los restos de una antigua mezquita y las ruinas de arcos y torres pertenecientes a la antigua Damieta, destruida por los árabes en la época de San Luis, por estar bastante expuesta a los ataques por sorpresa. El mar bañaba los muros de aquella ciudad, que ahora se encuentra a una milla de la actual. Es la superficie que más o menos gana la tierra de Egipto al mar cada seiscientos años. Las caravanas que atraviesan el desierto para pasar a Siria encuentran en algunos puntos huellas regulares que dejan ver, de trecho en trecho, ruinas antiguas sepultadas por la arena, que en ocasiones el viento del desierto se complace en descubrir de nuevo. Estos espectros de ciudades despojadas durante un momento de su mortaja polvorienta atemorizan la imaginación de los árabes, que atribuyen su construcción a los genios. Los sabios europeos han encontrado, siguiendo su trazado, una serie de ciudades que fueron construidas junto al mar bajo las dinastías de los reyes pastores, o de los conquistadores tebanos. Gracias al cálculo de esta retirada de las aguas, junto con el estudio de las huellas dejadas en el limo por los diferentes estratos del Nilo, en los que se pueden contar las marcas formadas por las distintas erosiones, se puede llegar a la conclusión de que la tierra de Egipto se remonta a una antigüedad de unos cuarenta mil años. Esto concuerda mal con el Génesis; a pesar de que esos largos siglos consagrados a la acción mutua de la tierra y las aguas hayan podido constituir lo que las sagradas escrituras llaman “materia sin forma”[1], la organización de los seres, único principio verdadero de la creación. Habíamos llegado al borde oriental de la lengua de tierra en la que se encuentra Damieta; la arena por la que pasábamos brillaba en algunos tramos, y me parecía contemplar  charcos de agua congelados, cuya superficie vidriosa aplastaban nuestro pies; eran costras de sal marina. Una cortina de esbeltos juncos, tal vez de los que antaño proporcionaran los papiros, nos ocultaba aún la orilla del lago; por fin llegamos a un puerto marcado por las barcas de los pescadores, y desde allí me pareció ver el mar en un día de calma. Solo las islas lejanas, teñidas de rosa por el sol de levante, coronadas aquí y allá por cúpulas y minaretes, indicaban un lugar más apacible, y barcas de vela latina circulaban a centenares sobre la superficie lisa de las aguas. Era el lago Menzaleh, el antiguo Mareotis, en donde las ruinas de Tanis aún ocupan la isla principal, y en la que Pelusa acotaba la el extremo fronterizo de la vecina Siria; Pelusa, la antigua puerta de Egipto por donde pasaron Cambises, Alejandro y Pompeyo, éste último, como bien sabemos, para encontrar allí la muerte. Lamentaba no poder recorrer el alegre archipiélago sembrado entre las aguas del lago, y asistir a alguna de las magníficas pescas que suministran de pescado a todo Egipto. Pájaros de especies variadas planean sobre este mar interior, nadan cerca de las orillas, o se refugian entre el follaje de los sicómoros, las casias y los tamarindos; los riachuelos y canales de irrigación que atraviesan por todas partes los arrozales ofrecen una gran variedad de vegetación marismeña, en donde cañaverales, juncos, nenúfares y sin duda también el loto de los antiguos, emergen del agua verdinosa y zumban con el vuelo de los insectos perseguidos por las aves. Así se cumple el eterno movimiento de la primitiva naturaleza en donde luchan espíritus fecundadores y asesinos. Cuando, después de haber atravesado la llanura, remontamos sobre el espigón, escuché de nuevo la voz del joven que me había hablado, y que continuaba repitiendo: Yélir, Yélir, Istanboldan!!”. Temía haberme equivocado al rechazar su petición, y quise conversar de nuevo con él preguntándole sobre el significado de lo que cantaba. “Es, me dijo, una canción que se compuso en la época de la masacre de los genízaros[2]. Me acunaron con esa canción.” ¿Cómo, me dije a mí mismo, esas dulces palabras, ese aire lánguido pueden encerrar ideas de muerte y de carnicería? Esto nos aleja un poco de la égloga. La canción venía a decir algo así: Viene de Estambul, el firman (el que anunciaba la disolución de los jenízaros)! Un barco lo trae, – Ali-Osmán lo espera; un barco llega, pero el firman no viene; todo el pueblo está en la incertidumbre. Un segundo barco arriba; por fin era el que esperaba Alí-Osmán. Todos los musulmanes visten sus mejores galas y se van a divertir al campo, porque esta vez sí que llegó el firman!   ¿Para qué profundizar más? Habría preferido ignorar el significado de esa letra. En lugar de una canción pastoral o del sueño de un viajero que piensa en Estambul, solo tenía en la memoria una insulsa cancioncilla política. “Me hubiera gustado, le dije en voz baja al joven, dejarle subir a la djerme, pero su canción habría podido contrariar al jenízaro, aunque hiciera como si no la comprendiera… –   ¿Él un jenízaro? Me dijo. No queda ninguno en todo el imperio; los cónsules dan aún ese nombre, por la costumbre, a sus cavas (guardaespaldas) pero ese no es más que un albanés, al igual que yo soy un armenio. No me quiere, porque cuando yo estaba en Damieta me ofrecí para guiar a unos extranjeros y enseñarles la ciudad, y ahora me voy a Beirut.” Le convencí al jenízaro de que su resentimiento no tenía fundamento alguno. “Pregúntele si él tiene con qué pagar su pasaje para el barco. –   El capitán Nicolás es mi amigo”, respondió el armenio. El jenízaro sacudió la cabeza, pero no hizo ninguna otra observación. El joven se levantó lentamente, recogió un pequeño paquete que apenas se veía bajo su brazo y nos siguió. Todo mi equipaje había sido ya transportado a la djerme, que se veía con una pesada carga. La esclava javanesa, a la que el placer de cambiar de lugar no le producía ninguna nostalgia del recuerdo de Egipto, palmoteaba alegremente con sus morenas manos, viendo que íbamos a partir y cuidaba del acomodo de las jaulas de gallinas y de palomas. El temor de que falte comida actúa fuertemente sobre estas almas simples. Por lo demás, el estado sanitario de Damieta no nos había permitido reunir provisiones más variadas; y aunque el arroz no faltaba, quedábamos obligados a pasar toda la travesía a base de este alimento.   [1] Génesis I,2: La tierra era caos y confusión y oscuridad por encima del abismo, y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas. [2] El poderoso ejército de los jenízaros fue exterminado por el Sultán Mahmud II el 12 de junio de 1826.

Esmeralda de Luis y Martínez 19 febrero, 2012 19 febrero, 2012 Alejandro, Cambises, cavas., Damieta, El lago Menzaleh o Mareotis, Esbeh, los jenízaros, Pelusa, Pompeyo, Tanis
AL-YÁMI’.- Jarabes y electuarios – 008

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Esmeralda de Luis y Martínez 5 septiembre, 2012 5 septiembre, 2012 jarabe, ronquera
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