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“VIAJE A ORIENTE” 044

V. La embarcación – VI. Un almuerzo en cuarentena…  De nuevo en El Nilo… Hasta Batn-el-Bakarah (“El vientre de la vaca”) donde comienza el ángulo inferior del delta, me encontraba constantemente con riberas conocidas. Las siluetas de las tres pirámides, teñidas de rosa, mañana y tarde, y que se pueden admirar durante mucho tiempo antes de llegar a El Cairo, e incluso antes de haber dejado Boulac; desaparecieron por fin del horizonte. Bogamos a partir de ese momento por la rama oriental del Nilo, es decir, por el auténtico caudal del río; ya que la rama de Roseta, más frecuentada por los viajeros de Europa, no es más que un largo reguero que se pierde por occidente. Se trata de la rama de Damieta, de la que parten los principales canales deltaicos; es también este brazo fluvial el que muestra el paisaje más rico y variado. No es como las orillas monótonas de las otras ramas, recorridas por algunas palmeras famélicas, con aldehuelas de adobes, y aquí y allá, enterramientos de santones de orgullosos minaretes, columbarios adornados de extraños y ventrudos fustes, delgadas siluetas panorámicas siempre recortadas sobre un horizonte que no tiene un segundo plano; la rama, o, si se prefiere, el canal de Damieta, baña amplias ciudades, y atraviesa por todas partes campos fecundos; las palmeras son más bellas y frondosas; higueras, granados y tamarindos ostentan por doquier infinitos matices de verdor. Las orillas del río, con sus afluentes de numerosos canales de irrigación, están recubiertas por una vegetación primitiva; en el seno de los manantiales, que en otros tiempos proporcionaban el papiro y variados nenúfares, entre los que tal vez se encontrara el loto púrpura de los antiguos; se ven alzarse millares de pájaros e insectos. Todo parpadea, brilla y hace ruido sin ser perturbado por el hombre, ya que por allí no pasarán más de diez europeos al año; lo que quiere decir que los disparos de fusil vienen raramente a perturbar estas soledades populosas. La cigüeña salvaje, el pelícano, el flamenco rosa, la garza blanca y la cerceta juegan en torno a los djermes[1] y a las canges[2]; mientras los vuelos de las palomas, más fáciles de asustar, se desgranan aquí y allá en largas bandadas en el azul del cielo. Habíamos dejado a la derecha Charakhanieh situada en el emplazamiento de la antigua Cercasorum ; Dagoueh, antiguo escondite de los bandoleros del Nilo que durante las noche perseguían a nado las barcas, escondiendo la cabeza en la cavidad de una calabaza hueca; Atrib, que cubre las ruinas de Atribis, y Methram, ciudad moderna y muy poblada, cuya mezquita, rematada por una torre cuadrada fue, se dice, una iglesia cristiana antes de la conquista árabe. En la orilla izquierda se encuentra el antiguo emplazamiento de Busiris bajo el nombre de Bouzir, aunque ninguna ruina emerge de la tierra; al otro lado del río, Semenhoud, antiguamente Sebennitus , hace surgir con fuerza del seno de su verdor sus cúpulas y minaretes. Los restos de un inmenso templo, que parece ser el de Isis, se encuentran a unas cuantas millas de allí. Los capiteles de las columnas tienen forma de cabeza de mujer; aunque la mayor parte de ellas han servido a los árabes para fabricar piedras de molino[3]. Pasamos la noche delante de Mansourah, y no pude visitar los hornos de pollos célebres en esta ciudad, ni la casa de Ben-Lockman en donde vivió San Luis prisionero. Una mala noticia me esperaba al despertarme; la bandera amarilla de la peste se enarbolaba sobre Mansourah, y también nos esperaba en Damieta, de forma que era imposible pensar en aprovisionarse  de cualquier cosa que no fueran animales vivos. Era seguramente el paisaje más hermoso del mundo; pero por desgracia también las orillas se habían vuelto menos fértiles; el aspecto de las raíces inundadas y el olor malsano de los pantanos borraba con decisión, más allá de Pharescour, la impresión de las últimas bellezas de la naturaleza egipcia. Hubo que esperar a la tarde para encontrar por fin el mágico espectáculo del Nilo ensanchándose como un golfo; los bosques de palmeras, más tupidos que nunca, de Damieta, y por fin, bordeando las dos orillas, sus casas italianas y las terrazas de cultivos; un espectáculo que no se puede comparar más que al que ofrece la entrada al gran canal de Venecia, y donde las más de mil agujas de las mezquitas se recortan en la bruma coloreada de la tarde. Amarraron la cange en el muelle principal, delante de un amplio edificio que ostentaba la bandera de Francia; pero había que esperar hasta el día siguiente para el reconocimiento médico y obtener el permiso para desembarcar con nuestro excelente estado de salud bien certificado, en el seno de una ciudad enferma. La bandera amarilla flotaba siniestra en el edificio de la marina, y la consigna estaba dada en nuestro propio interés. Pero agotadas nuestras provisiones, sólo nos quedaba algo para hacer un magro almuerzo al día siguiente. Al amanecer nuestro pabellón había sido avistado, lo que confirmaba la utilidad del consejo de Mme. Bonhomme, y un jenízaro del consulado francés se presentó para ofrecernos sus servicios. Yo tenía una carta para el cónsul, y le solicité verle en persona. Se marchó para avisarle, y volvió de nuevo para conducirme hasta él, aconsejándome que tuviera mucho cuidado de no tocar a nadie, ni de ser tocado durante el camino. El jenízaro marchaba delante de mí con su bastón de empuñadura de plata, apartando a los curiosos. Al fin subimos a un amplio edificio de piedra, cerrado mediante unos enormes portones, y que tenía el aspecto de un okel o posada para caravanas. Y eso, a pesar de que era la residencia de un Cónsul, o más bien de un agente consular de Francia, que es al mismo tiempo, uno de los negociantes de arroz más ricos de Damieta. Entré en la cancillería, el jenízaro me señaló a su señor, y yo fui amable y llanamente a estrecharle la mano. “¡Aspetta!” me dijo de un talante menos gracioso que el del coronel Barthélemy cuando se le quería abrazar, y me apartó con un bastón blanco que llevaba en la mano. Comprendí la intención, y presenté simplemente la carta. El cónsul salió un instante sin decirme nada, y regresó con un par de pinzas; agarró la carta de esa guisa, puso una moneda bajo el pie, rasgó malamente el sobre con la punta de las pinzas, y recogió la hoja que mantuvo a distancia delante de sus ojos, ayudándose del mismo instrumento. Entonces, su expresión se volvió un poco menos adusta, llamó a su canciller, que solo hablaba francés, y me hizo invitar a almorzar, aunque me previno que sería en cuarentena. Yo no sabía demasiado sobre lo que podía significar tal cosa, pero pensé primero en mis compañeros de viaje, y solicité se les proporcionara lo que la ciudad les pudiera proveer. El cónsul dio una serie de instrucciones a su jenízaro, y pude obtener para ellos pan, vino y unos pollos, únicos productos de consumo no sospechosos de trasmitir la peste. La pobre esclava estaba desolada dentro de la cabina; y la hice salir para presentársela al cónsul. Al verme llegar con ella, el cónsul frunció el ceño: –      “¿Quiere usted llevar a esa mujer a Francia? Me dijo el canciller. –       Tal vez, si ella está de acuerdo y si yo puedo; mientras tanto, partimos hacia Beirut. –       ¿Sabe usted que una vez en Francia ella será libre? –      Yo la trato como a alguien libre desde siempre. –      ¿Está usted al tanto de que si ella se aburre en Francia, estará obligado a devolverla a Egipto a sus expensas? –      ¡Ignoraba tal extremo! –      Será mejor que tenga cuidado. Más valdría que la vendiera aquí mismo. –      ¿En una ciudad en la que se ceba la peste? ¡Sería poco generoso! –       En fin, usted sabrá.” Le explicó todo al cónsul, que acabó sonriendo y quiso presentar a su mujer a la esclava. Mientras tanto, nos condujo al comedor, cuyo centro lo ocupaba una gran mesa redonda. Aquí comenzó una nueva ceremonia.  El cónsul me indicó un extremo de la mesa en donde debía sentarme; él ocupó el otro extremo, junto con su canciller y un niño pequeño, su hijo sin duda, que fue a buscar a la habitación de las mujeres. El jenízaro se quedó de pie, a la derecha de la mesa para remarcar bien la separación. Yo creía que invitaría también a la pobre Zeynab, pero a ella la dejaron allí, sentada, con las piernas cruzadas sobre una alfombra y en la más completa indiferencia, como si aún estuviera en el bazar. Puede que en el fondo creyera que la había llevado allí para revenderla. El canciller tomó la palabra y me dijo que nuestro cónsul era un negociante católico, nativo de Siria, y que aunque no estaba entre sus costumbres, incluso entre los cristianos, admitir mujeres a la mesa, iban a presentarme a la khanoun (dueña de la casa) tan solo para hacerme los honores. En efecto, la puerta se abrió, y una mujer de una treintena de años y bastante gruesa avanzó majestuosamente hacia la sala y se colocó enfrente del jenízaro, sobre una silla alta con escabel adosada al muro. Se tocaba con un inmenso peinado cónico, cubierto con un velo de cachemira amarillo y ornado de oro. Sus cabellos trenzados y su pecho resplandecían con el brillo de los diamantes. Tenía el aspecto de una madonna y su color de lis pálido remarcaba el fulgor de las sombras de sus ojos, cuyas pestañas y párpados estaban maquillados según la costumbre. Los criados, colocados a cada lado de la sala, nos servían los mismos alimentos, pero en platos diferentes, y me explicaron que los situados a mi lado no estaban en cuarentena, y que no había nada que temer si por casualidad tocaban mi ropa. Me resultaba muy difícil comprender cómo, en una ciudad apestada, había gente absolutamente aislada del contagio; aunque incluso yo fuera un ejemplo de esa singularidad. Terminado el almuerzo, la khanoun, que nos había mirado silenciosamente, sin sentarse a nuestra mesa, advertida por su marido de la presencia de la esclava que yo había llevado, le dirigió la palabra, le preguntó algunas cosas y ordenó que le sirvieran algo de comer. Llevaron una pequeña mesa redonda, parecida a las del país, y el servicio en cuarentena se efectuó tanto para ella como para mí. El canciller quiso inmediatamente acompañarme para mostrarme la ciudad. La magnífica hilera de mansiones que bordean el Nilo, no es, si se puede decir, más que un decorado teatral; todo lo que queda son restos polvorientos y tristes; la fiebre y la peste parecen transpirar de sus murallas. El jenízaro marchaba delante de nosotros, apartando a una multitud lívida, vestida de harapos azules. Lo único que vi digno de mención fue la tumba de un santón célebre, honrado por los marinos turcos; una vieja iglesia de estilo bizantino, construida por los cruzados, y una colina a las puertas de la ciudad, formada enteramente, según se dice, por los huesos de la armada de San Luis. Temía tener que pasar varios días en esta desolada ciudad, pero afortunadamente, el jenízaro me comunicó esa misma tarde que la bombarda Santa Bárbara iba a aparejarse al amanecer para ir a las costas de Siria. El cónsul me reservó un pasaje para mí y otro para la esclava; y esa misma tarde, dejamos Damieta para ir al encuentro en alta mar de ese barco, a las órdenes de un capitán griego. [1] nf (djèr-m’) Término marino. Nombre de un pequeño navío que boga por la costa de Alejandría y a lo largo del Nilo. rechercher [2] (kan-j’) Nombre de un barco ligero, estrecho y rápido, que sirve para viajar por el Nilo.  [3] Tras haber seguido de cerca, para la fiesta de la circuncisión, a William Lane, Nerval toma estos detalles geográficos y arqueológicos de las Lettres sur L’Egypte de Savary, el traductor del Corán.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Atribir, Batn-el-Bakarah, Busiris, Charakhanieh o Cercasorum, Dagoueh, Damieta, djermes y canges, Mansourah, Methram, Roseta, Semenhoud o Sebennitus
AL-YÁMI’.- Jarabes y electuarios – 004

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Esmeralda de Luis y Martínez 4 septiembre, 2012 4 septiembre, 2012 arcadas, debilidad gástrica, recta 4, vómitos
“VIAJE A ORIENTE” 054

VI. La Santa Bárbara – X. La cuarentena… El capitán Nicolás y su tripulación se habían vuelto de lo más amables y pródigos de detalles hacia mi persona. Ellos hacían la cuarentena a bordo; pero una barca, medical enviada por Sanidad, vino para trasladar a los pasajeros al islote que, al verlo más de cerca, era más bien una isla. Una estrecha ensenada entre las rocas, sombreada por árboles seculares, llevaba a la escalera de una especie de claustro cuyas bóvedas en ojiva reposaban sobre pilares de piedra que soportaban un techo de cedro como el de los conventos romanos. El mar rompía alrededor sobre los roquedales tapizados de algas, y sólo nos faltaba un coro de monjes y la tempestad para estar en el primer acto del Bertram de Maturin[1]. Tuvimos que esperar allí bastante tiempo hasta que nos visitó el nazir, o director turco, que por fin tuvo a bien admitirnos en los placeres de sus dominios. Edificios de aspecto claustral se sucedían uno tras otro; abiertos a la intemperie, servían para almacenar mercancías sospechosas. En la cima del promontorio, un pabellón aislado, que dominaba el mar, se nos asignó como morada; era el edificio dedicado habitualmente a los europeos. Las galerías que habíamos dejado a nuestra derecha, albergaban a familias árabes acampadas, por así decirlo, en las vastas salas que servían tanto de alojamiento como de establos. Allí, piafaban los caballos cautivos y los dromedarios que asomaban entre los barrotes su largo cuello y cabeza peluda; más allá, las tribus, agrupadas en torno a una hoguera que les servía de cocina, volvían la cabeza con gesto agresivo cuando pasábamos cerca de sus puertas. Por lo demás, teníamos derecho a pasearnos por los alrededores de dos fanegas de terreno sembrado de cebada y plantado de moreras, e incluso de bañarnos en el mar bajo la vigilancia de un guardián. Una vez familiarizado con este lugar salvaje y marítimo, encontré la estancia agradable. Había allí un algo de reposo, una umbría y una variedad de tonalidades como para suscitar el más sublime de los ensueños. De un lado, las sombrías montañas del Líbano, con sus crestas de distintos tonos, esmaltadas aquí y allá de blanco por las numerosas aldeas maronitas y drusas y sus conventos instalados en un horizonte de ocho leguas; del otro, volviendo a esa cadena montañosa y cubierta de nieve que termina en el cabo Boutroun, todo el anfiteatro de Beirut, coronado por un bosque de pinos plantados por el emir Fakardin[2] para detener la invasión de las arenas del desierto. Torres almenadas, castillos, casas solariegas cuajadas de ojivas, construidos en piedra rojiza, conceden a ese paisaje un aspecto feudal y al tiempo europeo, que recuerda a las miniaturas de los manuscritos caballerescos de la Edad Media. Las embarcaciones francesas ancladas en la rada, y que no pueden ser acogidas en el estrecho puerto de Beirut, animan aún más este panorama. Esta cuarentena de Beirut era pues bastante soportable, y nuestros días pasaban, bien soñando bajo la espesa sombra de los sicómoros y de las higueras; bien trepando sobre un macizo rocoso bastante pintoresco que rodeaba una especie de estanque natural en donde el mar venía a dejar sus ondas suaves. Ese lugar me hacía pensar en las grutas de las hijas de Nerea. Nos quedamos allí todo el mediodía, aislados de los otros habitantes de la cuarentena, acostados sobre las algas verdes o luchando alegremente contra las espumosas olas. Por la noche, nos encerraban en el pabellón, en donde los mosquitos y otros insectos nos proporcionaban otros placeres no tan dulces. Los baldaquinos cerrados con unas mosquiteras de gasa nos resultaban de gran ayuda. La comida, consistía tan sólo en pan y queso salado, proporcionado por la cantina; a lo que había que añadir huevos y pollos que traían los campesinos de la montaña; aparte de eso, todas las mañanas, venían a degollar ante nuestra puerta corderos, cuya carne nos vendían a una piastra (25 céntimos) la libra. Además, el vino de Chipre, a una media piastra la botella, era un regalo digno de las grandes mesas europeas; Aunque tengo que decir que uno se llega a cansar de beber habitualmente este vino que más bien parece un licor; y yo prefiero el vino de oro del Líbano, que tiene un buen maridaje con la madera, por su gusto seco y su fuerza. Un día, el capitán Nicolás vino a visitarnos con dos de sus marineros y su grumete. Nos habíamos hecho buenos amigos, y había traído al hadji, que me estrechó la mano con gran efusión, temiendo, puede ser que me quejase de él una vez que me encontrara en Beirut. Por mi parte, les demostré toda mi cordialidad. Cenamos juntos, y el capitán me invitó a alojarme en su casa, si pasaba por Trípoli. Tras la cena, nos paseamos por la orilla del mar; me llevó aparte, y me hizo que me fijara en la esclava y el armenio que hablaban juntos, sentados un poco más abajo que donde estábamos nosotros junto al mar. Unas cuantas palabras mitad en francés, mitad en griego me hicieron comprender lo que quería decir, y yo lo rechacé con una bien marcada incredulidad. Sacudió la cabeza, y poco tiempo después volvió a embarcar en su chalupa, despidiéndose afectuosamente de mí. Al capitán Nicolás, me dije, todavía le pesa mi rechazo a cambiar la esclava por su grumete. No obstante, la sospecha me quedó en el espíritu, atacando al menos a mi vanidad. Es lógico que el resultado de la violenta escena que se había desarrollado en el barco, fuese una especie de enfriamiento en las relaciones entre la esclava y yo. Nos habíamos dicho una de esas palabras imperdonables de las que tanto ha hablado el autor de Adolphe[3]; el calificativo de giaour me había herido profundamente. Así que, me dije a mí mismo, no había merecido la pena persuadirla de que yo no tenía ningún derecho sobre ella; ya que además, bien porque fuera mal aconsejada, o por su propia reflexión, ella se sentía humillada por pertenecer a un hombre de una raza inferior conforme a las ideas de los musulmanes. La degradada situación de la población cristiana en Oriente repercute en el fondo sobre el mismo europeo; se le teme en la costa a causa de esa apariencia de poderío que constata el paso de los navíos; pero, en los países del interior, en donde esta mujer ha vivido toda la vida, los prejuicios aún permanecen intocables. Y a pesar de todo, me costaba admitir que aquel espíritu simple fuera capaz de disimulo; su pronunciado sentimiento religioso la debía defender al menos de esa bajeza. Por otra parte, tampoco podía ignorar el coqueteo del armenio. Joven aún y bello, con ese tipo de belleza asiática, de rasgos firmes y puros, razas nacidas en los comienzos del mundo, se semejaba a una encantadora muchacha que hubiera fantaseado disfrazándose de hombre; su mismo vestido, con excepción del peinado, no ocultaba más que a medias esa ilusión. Y heme aquí, como Arnolphe[4], espiando vanas apariencias con la conciencia de ser doblemente ridículo, ya que además soy un maître.  Tengo la suerte de ser engañado y robado al mismo tiempo, y me repito, como los celosos de las comedias: ¡qué pesada carga es guardar a una mujer! Aunque me consolaba acto seguido diciéndome que aquello no tenía nada de sospechoso; el armenio la distraía y divertía con sus cuentos, la halagaba con mil gentilezas, mientras que yo, en cuanto intento hablar en su lengua, le debo producir un efecto risible, algo así como el que un inglés, un hombre del norte, frío y pesado, debe producir a una mujer de mi país. Tienen los levantinos un temperamento expansivo y caluroso que, no cabe duda, debe seducir. Desde ese momento, ¿tendré que admitirlo? Me dio la impresión de que se tomaban de la mano dirigiéndose palabras tiernas, y ni siquiera ante mi presencia se sentían cohibidos. Reflexioné durante cierto tiempo hasta tomar una dura decisión. –    “Querido, le dije al armenio, ¿a qué se dedicaba usted en Egipto?  –    Yo era secretario de Toussoun-Bey[5]; me encargaba de traducirle prensa y libros franceses; escribía sus cartas a los funcionarios turcos. Pero murió de golpe y me despidieron, esa es mi posición en este momento. –    Y ahora, ¿qué piensa hacer usted? –    Espero entrar al servicio del pachá de Beirut. Conozco a su tesorero, que es un paisano mío. –    ¿Y no ha considerado la posibilidad de casarse? –    No dispongo de dinero para la dote, y sin ese requisito ninguna familia me concederá una mujer”. Vamos, me dije tras un corto silencio, mostrémonos magnánimo, hagamos que esta pareja sea feliz.  Esta idea me hizo sentirme mejor. De ese modo, liberaría a una esclava y crearía un matrimonio honesto. ¡Sería padre y benefactor al mismo tiempo!. Así que tomando las manos del armenio le dije: –      “A usted le gusta…¡cásese con ella, es suya!” Me habría gustado tener al mundo entero por testigo de esta emotiva escena, este cuadro patriarcal: el armenio extrañado, confuso ante tal magnanimidad; la esclava sentada cerca de nosotros, ignorando todavía el tema de nuestra conversación, pero, por lo que parecía, inquieta ya y soñadora… El armenio elevó sus brazos al cielo, como aturdido ante mi proposición. –      “¡Cómo, le dije, desgraciado, ¿aún vacilas?!… Seduces a la mujer de otro, la apartas de sus deberes, y acto seguido ¿no te quieres hacer cargo de ella cuando te la dan?” Pero el armenio no comprendía nada de estos reproches. Su extrañeza la expresó mediante una serie de enérgicas protestas. Jamás había tenido la menor idea de lo que yo pensaba de ellos. Se sentía tan desgraciado incluso por una suposición así, que se apresuró inmediatamente a instruir a la esclava para que fuera testigo de su sinceridad. Por lo que al mismo tiempo al enterarse de lo que yo había dicho, se sintió ofendida, sobre todo de la suposición de que ella pudiera prestar atención a un simple raya, un servidor tanto de los turcos como de los francos, una especie de yaoudi. ¿De modo que el capitán Nicolás me había inducido a creer toda suerte de ridículas sospechas…? ¡Bien se reconoce en esto el espíritu astuto de los griegos!. [1] Bertram o Le Château de Saint-Aldobrand (1816), tragedia “sombría”  del irlandés Ch. R. Maturin, que fue adaptada en 1821 por Taylor y Nodier y representada en el Panorama-Dramatique. (GR) [2] El emir druso Fakhr Ed-Din (1595-1634) consiguió crearse en el Líbano un reino casi independiente. Fue vencido por los turcos y estrangulado en Constantinopla por orden de Amurat. Sobre sus contactos con Europa ver p. 370-371. (GR) [3] Benjamín Constant, Adolphe. IV. (GR) [4] Ver Molière, L’École des femmes. [5] Segundo hijo de Méhémet-Ali (GR)

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 el cabo Boutroun, el emir Fakardin, los celos, Toussoun-Bey, un equívoco amoroso
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAñANA Y DE SOLIMÁN, decease EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – IV. Mello… Sobre la trampa que Solimán tendió a la Reina de Saba en Mello… Fue en Mello, viagra ciudad situada en lo alto de una colina desde la que se puede ver en toda su extensión el valle de Josafat; donde el rey Solimán se propuso agasajar a la reina de los sabeos. La hospitalidad del campo es más cordial: el frescor del agua, el esplendor de los jardines, la agradable sombra de los sicómoros, tamarindos, laureles, cipreses, acacias y terebintos despierta en los corazones los sentimientos más tiernos. Solimán también estaba satisfecho de poder disfrutar de su morada campestre; ya que, en general, los soberanos prefieren mantener a sus iguales apartados, y guardarles para sí mismos, antes que exponerse junto a sus rivales a los comentarios de la gente de su capital. El valle verdeante estaba sembrado de tumbas blancas, protegidas por pinos y palmeras: y desde allí se podían ver las primeras laderas del valle de Josafat. Entonces, Solimán dijo a Balkis: –  “¡Qué mejor y más digno objeto de meditación para un rey, que el espectáculo de nuestro final común! Aquí, cerca de vos, reina mía, están los placeres, puede que la felicidad; allá abajo, la nada, el olvido. –  Reposamos de las fatigas de la vida con la contemplación de la muerte. –  En estos momentos, señora, yo la temo; la muerte separa… ¡ojalá que yo no tenga que aprender demasiado pronto de su consuelo!” Balkis echó una mirada furtiva a su anfitrión, y le vio realmente emocionado. Revestido de la luz del crepúsculo, Solimán le pareció hermoso. Antes de penetrar al salón del festín, los augustos anfitriones contemplaron la mansión con los últimos reflejos del sol, respirando los voluptuosos perfumes de los naranjos que embalsamaban la puesta del sol y la llegada de la noche. Esta espaciosa residencia está construida al gusto sirio. Elevada sobre un bosque de finas columnas, dibuja sobre el cielo sus torrecillas y pabellones de cedro, revestidos de elegantes molduras. Las puertas abiertas dejaban entrever cortinajes de púrpura de Tiro, divanes de seda tejida en la India, rosetones con incrustaciones de piedras preciosas, muebles de madera de limonero y sándalo, jarrones de Tebas, vasos de pórfido o lapislázuli, rebosantes de flores, trípodes de plata en donde se quemaba el áloe, la mirra y el benjuí; lianas que trepaban por los pilares y se extendían a lo largo de las murallas: ese hermoso lugar parecía consagrado al amor. Pero Balkis era sabia y prudente: su sentido común la protegía del momento mágico de Mello. – “Tímidamente recorro con vos este pequeño castillo, dijo Solimán: pues desde que vuestra presencia lo honra, me parece mezquino. Las villas de los Himayaríes son, sin duda, más ricas. –  No, exactamente; pero, en nuestro país, las columnas más esbeltas, las molduras, las estatuillas, los campaniles festoneados se construyen en mármol. Nosotros esculpimos en piedra lo que vosotros sólo talláis en madera. Por otra parte, nuestros ancestros no han cosechado la gloria gracias a vanas fantasías. Ellos han llevado a cabo una obra que hará su recuerdo eternamente bendito. –  ¿Cuál es esa obra? El conocimiento de las grandes empresas exalta el pensamiento. –  Antes de nada, debo confesar que la feliz y fértil región del Yemen, al principio, era una zona árida y estéril. Nuestro país no recibió del cielo ni ríos ni arroyuelos. Mis antepasados han triunfado sobre la naturaleza y creado un edén en medio del desierto. –  Reina, habladme de esos prodigios. –  En el corazón de las altas montañas que se elevan al este de mis estados y sobre la vertiente en la que se sitúa la ciudad de Mareb, serpenteaban, aquí y allá torrentes y arroyuelos que se evaporaban en el aire, se perdían en los abismos y en el fondo de los pequeños valles antes de llegar a la llanura, completamente seca. Gracias a una obra de siglos, nuestros antiguos reyes consiguieron concentrar todas las aguas sobre una meseta de muchas leguas, en la que excavaron un inmenso aljibe sobre el que hoy en día se puede navegar como si fuera un mar. Hubo que apuntalar la escarpada montaña con contrafuertes de granito más altos que las pirámides de Gizeh, rriostrados por bóvedas ciclópeas, de tales dimensiones, que bajo ellas puede circular con facilidad un ejército de caballería y elefantes. Este inmenso e inagotable estanque se desliza en cascadas argentinas sobre acueductos, amplios canales que, divididos en pequeños surcos, transportan las aguas a lo largo de la llanura y riegan así la mitad de nuestras comarcas. Gracias a esta sublime obra tenemos opulentas cosechas, industrias fecundas, numerosos prados, árboles seculares y profundos bosques que conforman la riqueza y el encanto del dulce país del Yemen. Tal es, señor, nuestro “mar de bronce”, sin ánimo de despreciar al vuestro que, por supuesto, es una curiosa invención. –  ¡Noble creación! -exclamó Solimán- que imitaría con orgullo de no ser porque Dios, en su infinita clemencia, nos ha repartido las abundantes y benditas aguas del Jordán. –  Ayer lo atravesé vadeándolo, añadió la reina; y el agua no les llegaba a mis camellos ni a la rodilla. –  Es peligroso invertir el orden de la naturaleza, pronunció el sabio, y crear, sin la intercesión de Jehová, una civilización artificial, un comercio, una industria, poblaciones subordinadas a la duración de una obra de los hombres. Nuestra Judea es árida; no tiene más habitantes que los que puede alimentar, y las artes que los sustentan son el producto regular del sol y del clima. Cuando vuestro lago, esa copa cincelada en las montañas, se rompa; esas construcciones ciclópeas se derrumben, y seguro que un día llegará ese infortunio… vuestro pueblo, desposeído del tributo de las aguas, expirará consumido por el sol, devorado por el hambre en medio de esas campiñas artificiales”. Embargada por la aparente profundidad de esa reflexión, Balkis se quedó pensativa. –  “Es más, prosiguió el rey, estoy seguro de que ya los arroyos de la montaña están erosionando barrancos y buscan el modo de escapar de su prisión de piedra, que socavan sin cesar. La tierra está sujeta a temblores, el tiempo arranca las rocas, el agua se filtra y huye como las culebras. Además, sobrecargado con tal amasijo de agua, vuestro magnífico estanque, que se consiguió construir cuando no había agua, sería imposible de reparar. ¡Oh, reina! Vuestros antepasados han legado a vuestro pueblo el futuro caduco de un montón de piedras. La esterilidad les habrá hecho industriosos; y han sacado partido de un suelo en el que perecerán sin saber qué hacer y consternados, al tiempo que las primeras hojas de los árboles, cuando los canales cesen un buen día de humedecer sus raíces. No se debe tentar a dios, ni corregir sus obras. Lo que él hace, bien hecho está. –  Ese razonamiento, continuó la reina, proviene de vuestra religión, empequeñecida por las sombrías doctrinas de vuestros sacerdotes, que sólo sirven para inmovilizar, para mantener a vuestro pueblo en la ignorancia y para reprimir bajo su tutela cualquier atisbo de independencia que presente la humanidad. ¿Acaso ha sembrado y arado dios los campos?, ¿ha sido dios el fundador de ciudades y el constructor de palacios?. ¿Fue él quien puso a disposición de los hombres el hierro, el oro, el cobre y todos esos metales que brillan en el templo de Solimán?. No. Él ha transmitido a sus criaturas el genio creador, la actividad; él sonríe ante nuestros esfuerzos, y, en nuestras torpes creaciones, él reconoce el espíritu de su alma, con el que ha esclarecido la nuestra. Al creer celoso a ese dios, vos limitáis su poder, consideráis divinas vuestras facultades, mientras que materializáis las suyas. ¡Oh, rey! los prejuicios de vuestra religión algún día se convertirán en un obstáculo para el progreso de la ciencia, el impulso del genio, y una vez constreñidos y debilitados los hombres, ellos harán lo mismo con su dios y al reducirle a su propio tamaño, acabarán por negarle. –  Sutil, dijo Solimán con una sonrisa amarga; sutil, pero engañoso…” La reina continuó: – “Entonces, no suspiréis cuando mi dedo se pose sobre vuestra secreta herida. Vos estáis solo, en este reino, y sufrís: vuestras intenciones son nobles, audaces, pero la constitución jerárquica de esta nación pesa sobre vuestras alas; vos os decís, y aún es poco para vos: ¡Yo dejaré a la posteridad la estatua de un rey demasiado grande para un pueblo demasiado pequeño!. En cambio, por lo que respecta a mi imperio, la diferencia es notable… Mis antepasados han preferido el anonimato para hacer más grandes sus obras. Trentaiocho monarcas sucesivos han añadido algunas piedras al lago y a los acueductos de Mareb: y aunque los siglos venideros olviden sus nombres, sus obras seguirán cubriendo de gloria a los sabeos; y si un día todo se derrumba, si la tierra, avara, retoma sus ríos y arroyos, el suelo de mi patria, fertilizado por mil años de cultivo, continuará produciendo; los grandes árboles que proyectan su sombra a lo largo y ancho de las llanuras, conservarán el frescor, protegerán las albercas y las fuentes, y el Yemen, conquistado una vez a las arenas del desierto, guardará hasta el fin de los tiempos el dulce nombre de “Arabia feliz”… Y, vos, de haber tenido más libertad, habríais podido ser grande para mayor gloria de vuestro pueblo y felicidad de los hombres. –  Ya veo a qué aspiraciones vos llamáis a mi alma… Demasiado tarde; mi pueblo es rico; la conquista o el oro le procura lo que Judea no produce; y para la madera de construcción, mi prudencia ha suscrito tratados con el rey de Tiro; los cedros y pinos del Líbano se amontonan en mis almacenes; nuestras naves rivalizan en los mares con las de los fenicios. –  Vos os consoláis con vuestra grandeza, basada en la atención paternalista de vuestra administración”, dijo la princesa, triste y condescendiente. Esa reflexión fue seguida de un momento de silencio; las espesas tinieblas disimularon la emoción que se imprimía en el rostro de Solimán, que murmuró con una dulce voz: –  “Mi alma se ha unido a la vuestra y mi corazón la sigue.” En parte turbada, Balkis lanzó una mirada furtiva a su alrededor; los cortesanos se habían apartado. Las estrellas brillaban sobre su cabeza a través de las ramas de los árboles, sembrando flores de oro. Cargada con el perfume de los lirios, nardos, glicinas y mandrágoras, la brisa nocturna cantaba entre las tupidas ramas de los mirtos; el incienso de las flores había tomado la palabra; el aire llevaba bálsamo en su aliento; a lo lejos zureaban las palomas; el ruido de las aguas acompañaba al concierto de la naturaleza; brillantes insectos y flamígeras mariposas paseaban su lustroso esplendor en medio de aquella atmósfera tibia y plena de voluptuosas emociones. La reina se sintió embargada por una languidez embriagadora; la tierna voz de Solimán penetraba en su corazón y la atrapaba con su encanto. ¿Le gustaba Solimán, o bien le soñaba como ella hubiera querido amarle?… Tras haberle dado una lección de modestia, ella se comenzaba a interesar por él. Pero esa empatía surgida de la calma del razonamiento, mezcla de una dulce piedad y tras la victoria de la mujer, no era ni espontánea, ni entusiasta. Dominándose a sí misma, igual que lo había hecho con los pensamientos y opiniones de su huesped, reflexionaba que quizá podría llegar a amarle a través de la amistad, pero ¡ese camino era tan largo!. Y Salomón estaba subyugado, deslumbrado, pasando furiosamente del despecho a la admiración, del desaliento a la esperanza, y de la cólera al deseo, pues ya había recibido más de una herida, y para un hombre, amar demasiado pronto, suponía correr el riesgo de que sólo él pudiera amar. Además, la reina de Saba era reservada; su superioridad constantemente había dominado a todo el mundo, incluido al propio Solimán. Tan solo el escultor Adoniram[1] había conseguido por un instante mantener su atención: ella no había podido penetrar en su interior: su imaginación había vislumbrado en él un misterio; pero esa viva curiosidad de un instante sin duda alguna ya se había desvanecido. Y no obstante, ante la visión de Adoniram, por primera vez, esta mujer de notoria fortaleza pensó y se dijo: he ahí un hombre. Podría ser que esa visión pasajera, aunque reciente, hubiera rebajado ante ella el prestigio de Solimán, y prueba de ello sería que una o dos veces, cuando la conversación vino a recaer sobre el artista, ella se contuvo y cambió de tema. Fuera lo que fuese, el hijo de David se enardeció rápidamente: la reina ya estaba acostumbrada a ese carácter; él se anticipó diciendo que seguía el ejemplo de todo el mundo; pero supo expresarlo con gracia; la hora era propicia, Balkis en edad de amar, y, por la virtud de las tinieblas, curiosa y enternecida. Pero de pronto, las antorchas proyectaron rojos destellos sobre los arbustos, anunciando que la cena estaba servida. “¡En qué mal momento!” – pensó el rey – “¡Menos mal!” – pensó la reina… Se sirvió la cena en un pabellón construido al gusto fantasioso y desenfadado de los pueblos de las orillas del Ganges. La sala octogonal estaba iluninada con cirios de colores y fanales en los que ardía nafta mezclada con perfume; la luz tamizada surgía a través de los ramos de flores. En la antesala, Solimán ofreció la mano a su invitada, que adelantando su pequeño pie, lo retiró de inmediato vivamente sorprendida. La sala estaba cubierta por una superficie de agua en la que se reflejaban la mesa, los divanes y los cirios. – “¿Qué os detiene?” –preguntó extrañado Solimán. Balkis entonces quiso mostrarse por encima del miedo, y con un gesto encantador, alzó sus vestiduras y fue a sumergirse con firmeza. Pero el pie fue rechazado por una superficie sólida. – “¡Ay, reina, ¿veis? –dijo el sabio-, el más prudente puede equivocarse al juzgar las apariencias; yo he querido sorprenderos y por fin lo he conseguido… Vos estáis caminando sobre un suelo de cristal[2]”. Ella sonrió, alzando los hombros, más por divertimento que de admiración, y seguramente lamentó que Solimán no la hubiera sabido asombrar de otro modo. Durante el festín, el rey fue galante y solícito; sus cortesanos le rodeaban, y él reinaba en medio de todos ellos con majestad tan incomparable que la reina se sintió ganada por el respeto. La etiqueta se observaba en la mesa de Solimán rígida y solemne. Los manjares eran exquisitos, variados, pero excesivamente salados y con abundantes especias: nunca se había enfrentado Balkis a semejantes condimentos. Supuso que ese era el gusto de los hebreos; y no menos se sorprendió al ver que ese pueblo, que se nutría con tales salazones, se abstenía de beber. No había copero del rey; ni una gota de vino ni de hidromiel, y ni una sola copa sobre la mesa. A Balkis le ardían los labios, tenía el paladar reseco, y como el rey no bebía, ella no osaba pedir bebida alguna; la dignidad del príncipe se lo impedía. Acabada la cena, los cortesanos se dispersaron poco a poco y fueron desapareciendo entre las profundidades de una galería apenas iluminada. Muy pronto, se encontró la reina de Saba a solas con Solimán, más galante que nunca, con los ojos plenos de ternura y que de solícito pasó a casi agobiante. Superando su apuro, la reina sonriente y bajando la vista se levantó con la intención de retirarse. –  “¡Cómo! Exclamó Solimán, ¿vais a dejar de este modo a vuestro humilde esclavo sin una palabra, sin una esperanza, sin una prenda de vuestra compasión?. Esta unión con la que he soñado tanto, esa felicidad sin la que ya no sabría vivir, esta pasión ardiente y sometida que os imploro sin recompensa, ¿arrojaréis todo esto a vuestros pies?”. Él la había agarrado una mano, que le abandonaba retirándola sin esfuerzo; pero él se resistía. Ciertamente, Balkis había pensado más de una vez en esta alianza; pero no al precio de perder su libertad y su poderío. De modo que ella insistió en su deseo de retirarse, y Solimán se vio obligado a ceder. –  “Sea –dijo él- dejadme, pero voy a poneros dos condiciones a vuestra retirada. –  Hablad. –   La noche es dulce y aún más dulce es vuestra conversación. ¿Me acordaríais otra hora? –   Consiento en ello. –   La segunda condición es que cuando salgáis de aquí, no os llevéis nada que me pertenezca. –   ¡Os lo otorgo! y de todo corazón –respondió Balkis riendo a carcajadas. –   ¡Reid!, mi reina; a gente más rica he visto ceder ante las tentaciones más raras. –  ¡De maravilla!, vos sois ingenioso para salvar vuestro amor propio. No más engaños, hagamos un tratado de paz. –  Un armisticio, es lo que al menos yo espero…” Continuaron con la charla, y Solimán se empleó a fondo, bien aprendida la lección, en hacer hablar a la reina tanto como pudo. Un surtidor de agua, que murmuraba al fondo de la sala, le servía de acompañamiento. Ahora bien, si hablar demasiado reseca la garganta, cuánto más si se ha comido sin beber ni una gota y se han hecho los honores de unos manjares excesivamente salados. La hermosa reina de Saba se moría de sed; hubiera dado una de sus provincias por una pátera de agua pura. Pero aún así, no se atrevía a mostrar tan ardiente deseo. Y la fuente clara, fresca, argentina y socarrona chisporroteaba junto a ella, lanzando perlas que volvían a caer en el aljibe con alegre ruido. Y la sed crecía, y la reina jadeante no podía aguantar más. Mientras seguía hablando, y viendo a Solimán medio distraido y con cierto torpor, la reina comenzó a pasear como quien no quiere la cosa por en medio de la sala, y por dos veces, aún pasando muy cerca de la fuente, no se atrevió… Pero el deseo se hizo irresistible. La reina volvió sobre sus pasos y echando una rápida ojeada, sumergió furtivamente su bella mano haciendo un cuenco con ella; luego, volviéndose, bebió ávidamente aquel sorbo de agua pura. Solimán se levantó entonces rápidamente, se acercó, se apoderó de la mano mojada y lustrosa, y de un tono tan festivo como resuelto dijo: –  “Una reina sólo tiene una palabra, y conforme a los términos pactados con la vuestra, vos me pertenecéis. –   ¿Qué queréis decir? –   Vos me habéis robado el agua…y, como vos misma habéis constatado muy juiciosamente, el agua es un bien escaso en mis estados. –   ¡Ah! Señor, ¡eso es trampa, y jamás aceptaré un esposo tan torticero! –  Entonces, no le queda más que probaros que es aún más generoso. Si él os da la libertad, si a pesar de este compromiso formal… –  Señor, interrumpió Balkis bajando la cabeza, nosotros debemos dar a nuestros súbditos ejemplo de lealtad. –  Señora, repuso, cayendo de rodillas ante Balkis, Solimán, el príncipe más cortés de los tiempos pasados y futuros, esa palabra es vuestro rescate” Y levantándose de inmediato, tocó una campanilla: veinte servidores aparecieron corriendo provistos de una gran variedad de refrescos, y acompañados por los cortesanos. Solimán articuló estas palabras con majestad: –  “¡Ofreced bebida a vuestra reina!“ Tras esas palabras, los cortesanos cayeron prosternados ante la reina de Saba a la que comenzaron a adorar. Pero ella, palpitante y confusa, temía haberse comprometido más allá de lo que habría deseado. —————- Durante la pausa que seguía a esta parte de la narración, un incidente bastante curioso llamó la atención de los parroquianos del cafetín. Un joven, que por el color de su piel, como la de un céntimo de cobre nuevo, podía reconocérsele como abisinio (habesch), se precipitó en medio del círculo y se puso a danzar una especie de bamboula , acompañándose con una canción en un mal árabe, de la que pude retener el estribillo. Un canto que partía como un cohete que lanzara las palabras: “¡Yaman! ¡Yamanî!” acentuadas por la repetición de esas sílabas arrastradas, típicas de los árabes del sur   “¡Yaman! ¡Yaman! ¡Yamanî!… ¡Sélam-Aleik Belkiss-Makéda! Makéda!… ¡Yamanî! ¡Yamanî!…” y que venía a decir: “¡Yemen!, ¡oh, país del Yemen!… ¡que la paz sea contigo, Balkis, la grande! ¡oh, país del Yemen!” Esa crisis de nostalgia sólo podía explicarse por la relación que existía antaño entre los pueblos de Saba y de Abisinia, ubicados en el borde occidental del Mar Rojo, y que constituían todos ellos el imperio de los Himyaríes. Sin duda, de ahí provenía la admiración de este oyente, hasta entonces silencioso, hacia el relato precedente, que formaba parte de las tradiciones de su país. También puede ser que le hiciera feliz el hecho de que la gran reina hubiera podido escapar a la trampa tendida por el sabio Salomón. Como sus monótonos cánticos duraban ya mucho tiempo importunando a la clientela habitual, algunos gritaron que ese tipo era melbous (fanático) y le condujeron suavemente hasta la puerta. El dueño del café, inquieto por los cinco o seis paras (tres céntimos) que le debía ese cliente, se apresuró a perseguirle fuera del café. Todo debió terminar bien, ya que el cuentacuentos retomó pronto su narración en medio del más religioso silencio. [1] Adoniram también es conocido por Hiram, nombre conservado gracias a la tradición de las sociedades místicas. Adoni únicamente es un término que denota excelencia, y que significa maestro o señor. No se debe confundir a este Hiram con el rey de Tiro, que casualmente también se llamaba Hiram. [2] Tomado de El Corán 27: Azora de la hormiga.

Esmeralda de Luis y Martínez 7 abril, 2012 7 abril, 2012 Adoniram, Balkis, Benoni, el valle de Josafat, el Yemen feliz, Mareb, Mello, Solimán
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II. Las esclavas – VII. Contrariedades domésticas…   Al día siguiente, prostate por la mañana, physician llamé a Abdallah para que encargara mi almuerzo al cocinero Mustafá, viagra quien de inmediato contestó que, de entrada, habría que adquirir los utensilios necesarios. Nada más cierto, y es más, debo añadir que el menaje no era muy complicado. En cuanto a las provisiones, las fellahas (campesinas) andan por todas partes, en las calles, con banastas llenas de gallinas, palomas y patos. Incluso se venden al celemín los pollitos recién salidos de los tan célebres hornos de huevos del país. Los beduinos, por la mañana, vienen cargados de urogallos y codornices, sujetas las patas entre los dedos, formando un ramillete en torno a la mano. Todo esto, sin contar con los peces del Nilo, las verduras, y las enormes frutas de esta vieja tierra de Egipto, que se venden a precios fabulosamente moderados. Echando cuentas, por ejemplo, las gallinas a 20 céntimos y las palomas, a la mitad, podía vanagloriarme de escapar durante mucho tiempo del régimen de los hoteles. Por desgracia, era imposible encontrar aves gordas; no había más que pequeños esqueletos con plumas. Los campesinos encuentran más ventajas vendiéndolos así que nutriéndolos durante más tiempo con maíz. Abdallah me aconsejó comprar un cierto número de jaulas, a fin de poder cebarlas. Una vez hechas todas las compras, se dejaron las gallinas en libertad por el patio, y a las palomas las soltaron dentro de una habitación; Mustafá, que le había echado el ojo a un pequeño gallo menos huesudo que los otros, se dispuso, bajo mis órdenes, a preparar un couscoussou. Jamás olvidaré el espectáculo que ofrecía este bravo árabe, desenvainando su cimitarra destinada a matar a un desventurado pollastre. El pobre bicho tenía buen aspecto, y su plumaje ostentaba algo del esplendor del faisán dorado. Al sentir la cuchilla, lanzó unos roncos cacareos que me partieron el alma. Mustafá le cortó enteramente la cabeza, y le dejó aún arrastrarse revoloteando por la terraza, hasta que se detuvo con las patas tiesas, y cayó en un rincón. Estos sangrientos detalles bastaron para quitarme el apetito. Me gustan mucho los guisos que no veo preparar…y me sentía como infinitamente más culpable de la muerte del pollo que si hubiera perecido a manos de un cocinero. Puede que encuentren este razonamiento cobarde, pero ¿qué quieren? Yo no podía sustraerme a los recuerdos del antiguo Egipto, y en ciertos momentos sentía escrúpulos de hundir yo mismo el cuchillo en el cuerpo de un repollo, por temor a ofender a algún antiguo dios. Tampoco quería abusar de la piedad que puede sentirse por la muerte de un pollo flaco, en legítimo interés del hombre forzado a alimentarse; hay otras muchas provisiones en la gran ciudad del Cairo, y los dátiles frescos y las bananas serían suficientes para un almuerzo normal; pero no pasó mucho tiempo sin que reconociera la pertinencia de las observaciones de Ms. Jean. Los carniceros de la ciudad no venden más que cordero, y los de los alrededores, añaden a esto, como variedad, carne de camello, cuyos inmensos cuartos aparecen suspendidos al fondo de las carnicerías. En el camello no hay dudas acerca de su identidad; pero con el cordero, la broma menos pesada de mi dragomán era la de pretender que se trataba de perro; aunque tengo que confesar que en ese punto no me había dejado engañar. Lo único que no pude comprender nunca fue el sistema de pesas y la preparación de la comida, que hacía que cada plato me costara alrededor de diez piastras; hay que añadir, bien es cierto, la guarnición obligada de MELOUKIA o de BAMIA, verduras sabrosas de las que una de ellas reemplaza un poco a la espinaca, y la otra, no tiene analogía con ninguna de nuestras verduras de Europa. Volvamos a las generalidades. Me parece que en Oriente los hosteleros, guías, mayordomos y cocineros se confabulan todos ellos contra el viajero. Me doy perfecta cuenta de que si no se muestra una fuerte resolución e incluso imaginación, se necesita una enorme fortuna para poder vivir allí una temporada. El Sr. De Chateaubriand confiesa que él se arruinó; el Dr. Lamartine hizo unos gastos desorbitados; del resto de los viajeros, la mayor parte no se alejó de los puertos, o no hicieron más que atravesar rápidamente el país. Yo voy a intentar un proyecto que considero mejor: me compraré una esclava, y puesto que me hace falta una mujer, llegaré poco a poco a que reemplace al guía; posiblemente al criado, y a llevarme correctamente las cuentas con el cocinero. Calculando los gastos de una larga estancia en El Cairo y de lo que pueda estar aún en otras ciudades, está claro que obtendré algunos ahorros. Casándome, habría conseguido justo todo lo contrario. Decidido tras estas reflexiones, le dije a Abdallah que me condujese al bazar de las esclavas.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 bamia, Chateaubriand, Contrariedades domésticas, couscoussou, fellahas, Lamartine, meloukia
“VIAJE A ORIENTE” 004

I Las bodas coptas – III.- El dragomán Abdallah                 Mi dragomán es un hombre valioso, hospital pero me temo que sea un servidor demasiado noble para un señor de tan escasos medios como yo. Fue en Alejandría, sobre el puente del vapor Leónidas, donde se me presentó en todo su esplendor. Había atracado junto al navío en una barca que capitaneaba él mismo. Un mozalbete negro que acarreaba el narguile y otro dragomán más joven que él formaban su séquito. Una larga túnica blanca cubría sus ropas y resaltaba sus facciones, en donde la sangre nubia daba color a una máscara tomada directamente de las cabezas de las esfinges del antiguo Egipto. Era, sin duda, el producto de la mezcla de dos razas. Anchos aretes de oro colgaban de sus orejas, y su paso indolente, envuelto en los amplios ropajes era la viva imagen de un liberto del Bajo Imperio. No había ingleses entre los pasajeros, y nuestro hombre, un poco contrariado, no se movía de mi lado, a falta de otro cliente mejor. Desembarcamos; alquiló cuatro asnos para él, para sus sirvientes y para mí, y me condujo directamente al hotel Inglaterra, en donde aceptaron alojarme por sesenta piastras diarias. En cuanto a él, limitó sus pretensiones a la mitad de esta cantidad, con la que se encargaba de mantener al segundo dragomán y al muchacho negro. Tras haber paseado todo el día con esta importante escolta, me planteé la inutilidad del segundo dragomán, e incluso del joven negro. Abdallah (así se llamaba el personaje) no vio dificultad alguna en despedirse del colega; pero el chico negro se lo quedó a sus expensas, reduciendo el total de sus propios honorarios a veinte piastras diarias –unos cinco francos-. Llegados a El Cairo, los asnos nos llevaron derechamente al hotel Inglés de la plaza de El-Esbekieh, y allí se me vino el mundo abajo cuando me informaron que el hospedaje costaba lo mismo que en Alejandría[1]. –                     ¿Prefiere ir entonces al hotel Waghorn, en el barrio francés? –me dijo el honesto Abdallah. –                     Preferiría un hotel que no fuera inglés. –                     ¡Bien! tenemos el hotel francés de Domergue. –                     Pues vamos allá. –                     Disculpe, yo le acompañaré, pero no me voy a quedar en ese hotel. –                     ¿Por qué? –                     Porque es un hotel que sólo cuesta cuarenta piastras al día, y yo no puedo alojarme allí. –                     Pero si yo lo voy a hacer. –                     Usted es un desconocido, yo soy de la ciudad; de ordinario sirvo a señores ingleses, y debo conservar mi prestigio. No obstante, yo seguía encontrando bastante elevado el precio de este hotel para un país en donde todo es seis veces más barato que en Francia, y en el que un hombre puede vivir con una piastra al día, o lo que es lo mismo, cinco céntimos de nuestra moneda. “Hay un medio de arreglar las cosas -prosiguió Abdallah- usted se alojará dos o tres días en el hotel Domergue, adonde yo iré a visitarle como a un amigo y, mientras tanto, yo le alquilaré una casa en la ciudad y podré quedarme enseguida a su servicio sin dificultad” En efecto, al parecer, muchos europeos alquilan casas en El Cairo, a poco que se queden en la ciudad, e informado de esta circunstancia, le di plenos poderes a Abdallah. El hotel Domergue está situado al fondo de un callejón sin salida, que da a la calle principal del barrio franco. Es, después de todo, un hotel bastante curioso, limpio y bien cuidado. Los dormitorios rodean en el interior un patio cuadrado y enjalbegado, cubierto por una ligera pérgola por la que trepa y se entrelaza una parra. Un pintor francés, muy amable, aunque un poco sordo pero con bastante talento para el daguerrotipo, había montado su taller en una de las galerías altas. De vez en cuando llevaba allí a vendedoras de naranjas y caña de azúcar de la ciudad, que querían servirle de modelos y le permitían estudiar sin dificultad sus cuerpos desnudos, aunque la mayoría insistía en conservar el rostro velado, como último refugio del pudor oriental. El hotel francés posee, entre otras cosas, un jardín bastante agradable. Su restauración lucha con fortuna contra la dificultad de variar las comidas europeas en una ciudad en la que escasean el buey y la vaca. Ésa es la circunstancia que explica sobre todo el elevado precio de los hoteles ingleses, en los que la cocina se elabora con carnes en conserva y legumbres, como en los barcos. El inglés, esté donde esté, jamás cambia su menú cotidiano: rostbeaf con patatas y cerveza rubia o negra. Me encontré a la hora de comer, en la mesa, con un coronel, un obispo in partibus[2], unos pintores, una profesora de idiomas, y a dos hindúes de Bombay: el ayo y su pupilo. Por lo visto, toda la cocina meridional les parecía muy sosa, así que se sacaron de los bolsillos unos saleros de plata llenos de pimienta y mostaza, con las que salpimentaron todos los platos. Me ofrecieron probarlas, y la sensación que se debe experimentar mascando brasas al rojo vivo daría una idea exacta del fuerte sabor de estos condimentos. La decoración del hotel francés se completaba con un piano en la primera planta y un billar en el vestíbulo, y pensé que para este decorado no habría hecho falta salir de Marsella. Francamente, yo prefería probar totalmente la vida oriental. Siempre se suele encontrar una sólida y hermosa casa de varias plantas, con patios y jardines, por unas trescientas piastras al año (unos setentaicinco francos). Abdallah me mostró varias en el barrio copto y en el barrio griego. Poseían salones magníficamente decorados, con suelos de mármol y fuentes; galerías y escalinatas como en los palacios de Génova o Venecia; patios rodeados de columnatas y jardines umbrosos de árboles magníficos. Tenían todo lo necesario para llevar allí una vida principesca, a condición de poblar de criados y esclavos aquellos soberbios interiores. Y en todos ellos, ni una sola habitación en condiciones, a menos que se invirtiera una cantidad exorbitante en los arreglos indispensables. Ni un solo vidrio en las ventanas tan curiosamente recortadas, abiertas a los vientos de la tarde y a la humedad de las noches. Hombres y mujeres viven así en El Cairo, pero la oftalmia les castiga con frecuencia por esta imprudencia, que se explica por la necesidad de aire fresco. Además, yo era poco partidario de vivir prácticamente al aire libre en un rincón de un palacio inmenso que, como muchas de estas mansiones, antiguas residencias de una aristocracia extinguida, se remontan al reinado de los sultanes mamelucos y amenazan seria ruina. Abdallah acabó por encontrarme una casa mucho menos espaciosa, pero más segura y mejor aislada. Un inglés que la había habitado recientemente, había reparado y acristalado las ventanas, lo que pasaba por ser una rareza. Hubo que ir a buscar al cheikh del barrio para tratar con la propietaria, una viuda copta. Esta mujer poseía más de veinte casas, pero por procuración y para extranjeros, ya que estos no podían ser legalmente propietarios en Egipto. En realidad, la casa pertenecía al canciller del Consulado Inglés. Se redactó el contrato en árabe y hubo que pagar y hacer regalos al cheikh, al notario, al jefe de policía más cercano, además de dar bakchis (propinas) a los escribas y a los sirvientes; tras lo cual, el cheikh me entregó la llave. Llave que no se parece en nada a las nuestras y que está formada por un simple trozo de madera, similar a las palas de los panaderos, en cuyo extremo hay seis clavos dispuestos como al azar, aunque en realidad no hay tal azar en su colocación. Se introduce este singular instrumento en una escotadura de la puerta, y resulta que los clavos corresponden a pequeños orificios invisibles y ocultos en el interior, tras los que se encaja un pestillo de madera, que se desplaza y abre la cancela. Pero no basta con tener la llave de madera de la casa…que sería imposible guardar en el bolsillo, aunque se puede colgar de la cintura. También es necesario un mobiliario, acorde al lujo del interior, pero este detalle es, en todas las casas de El Cairo, de la mayor simplicidad. Abdallah me llevó hasta un bazar en donde hicimos pesar unas cuantas ocques de algodón. Con esto y con tela de Persia, unos cardadores instalados en casa, ejecutaron en unas horas unos cojines para el diván, que durante la noche se transformaban en colchones. El cuerpo del mueble se compone de un cajón alargado que un cestero construye allí mismo con hojas de palma. Es ligero, elástico y más sólido de lo que uno se podría imaginar. Una pequeña mesa redonda, algunas tazas, unos narguiles -a menos que se prefiera pedirlos prestados al cafetín vecino- y ya se puede recibir a la mejor sociedad de la ciudad. Sólo el Pachá posee un mobiliario completo: lámparas, relojes de pared, que tan sólo usa para mostrar que es amigo del comercio y del progreso europeos. Además, a las casas, también hay que dotarlas de unas esteras, tapices y cortinas para quien desee pasar por persona opulenta. En los bazares me encontré a un judío que cortesmente hizo de intermediario entre Abdallah y los vendedores para demostrarme que estaba siendo expoliado por ambas partes. El judío se aprovechó de la instalación de los muebles para acomodarse como un amigo sobre uno de los divanes; y hubo que ofrecerle una pipa y hacerle servir un café. Se llamaba Yousef, y se dedicaba a la cría del gusano de seda durante tres meses al año. El resto del tiempo, me dijo, no tenía otra ocupación que la de ir a ver las hojas de las moreras para comprobar si la recolección sería buena. Por lo demás, da la impresión de actuar de forma totalmente desinteresada, y que no busca la compañía de extranjeros sino para formarse más y perfeccionar la lengua francesa. Mi casa está situada en una calle del barrio copto, que conduce a la puerta de la ciudad correspondiente a las alamedas de Choubrah. Hay un cafetín enfrente, algo más lejos una posta de arrieros, que alquila las bestias a razón de una piastra la hora, y más allá, hay una pequeña mezquita rematada por un minarete. La primera vez que escuché la voz lenta y serena del almuédano, a la puesta del sol, me sentí invadido por una indecible melancolía. –                     ¿Qué dice? –le pregunté al dragomán. –                     La Allah illa Allah…No hay más dios que dios. –                     Conozco esa fórmula, ¿y después? –                     Vosotros, los que váis a dormir, encomendad vuestras almas al que nunca duerme. Es cierto que el sueño es otra vida que hay que tener en cuenta. Desde que llegué a El Cairo, todas las historias de “Las Mil y una noches” me dan vueltas en la cabeza, y veo en sueños a los genios[3] y gigantes encadenados por Salomón. En Francia se toman muy jocosamente el tema de los demonios que alimentan el sueño, y sólo se les reconoce como el producto de la imaginación exaltada, pero ¿acaso no existen en nosotros, y no experimentamos en ese estado todas las sensaciones de la vida real[4]? El sueño es a menudo pesado y triste en una atmósfera tan calurosa como la de Egipto, y el Pachá, se dice, tiene siempre a un sirviente de pie, junto a su lecho para despertarle cada vez que sus movimientos o su rostro traicionen un sueño agitado. Pero no es suficiente encomendarse simplemente, con fervor y confianza…¡al que nunca duerme! [1] La correspondencia muestra que Nerval tuvo, durante su viaje, graves problemas económicos, debiendo limitar al máximo sus gastos. 2.- Se refiere a la diosa Isis, diosa de Saïs, a la que increpa más adelante con estas palabras: “¡Levanta tu velo sagrado, diosa de Saïs!¿es que el más devoto de tus adeptos se ha encontrado cara a cara con la muerte?”. Louis François Cassas (1576-1827), Voyage pittoresque de la Syrie, de la Phoenicie, de la Palestine et de la Basse-Égypte (1799). (GR) Nerval toma de hecho numerosos detalles en los ,CUADERNS EGYPTIENS de W. Lane. I, 6 (v. n.94).     [2] Se dice de un obispo cuyo título es puramente honorífico y no da derecho a ninguna jurisdicción. [3] Según otra fuente utilizada con frecuencia por Nerval, un –dive- es una “criatura que no es ni hombre, ni ángel, ni diablo; es un genio, un demonio, como lo entendían los griegos, y un gigante que no es de la especie de los hombres”. (D’Herbelot, BIBLIOTHÈQUE ORIENTALE, 1697). Ver también n. 26*. (G.R.) [4] Intuición fundamental que profundizará en AURELIA: “El sueño es una segunda vida” (I,1).

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 26 enero, 2012 Abdallah, bakchis, cheikh, Hotel Domergue, Hotel Waghorn, judío
“VIAJE A ORIENTE” 024

III. El Harem – I. El pasado y el porvenir…   No lamentaba el haber fijado mi residencia por algún tiempo en El Cairo y haberme convertido en todos los sentidos en uno más de sus habitantes; único medio sin duda alguna de comprenderlo y amarlo. Los viajeros, here en general, look no se toman un tiempo para disfrutar de la vida íntima y de las pintorescas bellezas, doctor contrastes y recuerdos de esta ciudad. Siendo, como es El Cairo la única ciudad oriental en donde se pueden encontrar las capas bien diferenciadas de numerosas épocas de la historia. Ni Bagdad, ni Damasco, ni siquiera Constantinopla han conservado este patrimonio para su estudio y reflexión. En las dos primeras, el extranjero sólo encuentra frágiles construcciones de adobes y tierra seca. Únicamente los interiores ofrecen una espléndida decoración, pero jamás fue pensada como un arte serio y duradero. Constantinopla, con sus casas de madera pintada, se renueva cada veinte años, y sólo conserva la fisonomía uniforme de sus cúpulas azulonas y sus blancos minaretes. El Cairo, gracias a las inagotables canteras del Mokhatam, y a la constante serenidad de su clima, posee una innumerable cantidad de monumentos: la época de los califas, la de los sudaneses y de los sultanes mamelucos, se inscriben en variados sistemas de arquitectura, de los que España y Sicilia sólo poseen en parte, los modelos. Las maravillas morescas de Granada y de Córdoba nos vienen a la mente a cada paso en las calles de El Cairo, por una puerta de una mezquita, una ventana, un minarete, un arabesco, cuyo corte o el estilo indican una fecha remota. Sólo las mezquitas, por sí mismas, contarían la historia entera del Egipto musulmán, ya que cada príncipe hizo construir al menos una, para transmitir para siempre el recuerdo de su época y de su gloria: Amru, Hakem, Touloun, Saladino, Bibars o Barkouk, cuyos nombres se conservan así en la memoria de este pueblo; a pesar de que sus monumentos más antiguos sólo ofrecen muros derruidos y recintos devastados. La mezquita de Amrou, la primera construída tras la conquista de Egipto, ocupa un emplazamiento hoy en día desierto, entre la ciudad nueva y la vieja. Nada protege contra la profanación este lugar en otros tiempos venerado. He recorrido el bosque de columnas que aún soporta la antigua bóveda; he podido subir hasta la elaborada cátedra del imán, construida el año 94 de la Hégira, y de la que se decía que no había otra más bella, ni más noble, después de la del profeta. He pasado por las galerías y reconocí, en el centro del patio, el lugar en el que se levantaba la tienda del lugarteniente de Omar, cuando pensaba ya en fundar el viejo Cairo. Una paloma había hecho su nido bajo el pabellón, y Amrou, vencedor del Egipto griego, y que acababa de saquear Alejandría, no quiso que se molestara al pobre pájaro. Este lugar le pareció consagrado por la voluntad del cielo, e hizo construir una mezquita alrededor de su tienda. Después, en torno a la mezquita, una ciudad que tomó el nombre del Fostat esto es, “la tienda”. Hoy día, este lugar ni siquiera está ya en la ciudad, y se halla de nuevo, como se narraba en las antiguas crónicas, en medio de viñedos, huertos y palmerales. También he encontrado, en igual abandono, pero al otro extremo de El Cairo y dentro del recinto amurallado, cerca de Bab-el-Nasr, la mezquita del califa Hakem, fundada tres siglos más tarde, y unida en el recuerdo a uno de los héroes más extraños de la edad media musulmana. Hakem, al que nuestros viejos orientalistas llaman “Le Chacamberille”*, no se contentó con ser el tercero de los califas africanos, heredero y conquistador de los tesoros de Haroum al-Raschid; dueño absoluto de Egipto y Siria, el vértigo de la grandeza y de las riquezas hizo de él una especie de Nerón, o mejor, de Heliogábalo. De entrada, un día prendió fuego a su capital por puro capricho; después, se proclamó dios y esbozó las reglas de una religión que fue adoptada por una parte de su pueblo, y que es la de los drusos. Hakem** es el último revelador, o, si se prefiere, el último dios que se haya producido en el mundo y que aún conserva fieles más o menos numerosos. Los cantantes y narradores de los cafés del Cairo cuentan sobre él mil aventuras, y me han mostrado sobre una de las cimas de Mokhatam, el observatorio al que iba a consultar los astros, ya que los que no creían en su divinidad le consideraban al menos un poderoso mago. Su mezquita está aun más arruinada que la de Amrou. Los muros exteriores y dos de los minaretes situados en los ángulos sólo ofrecen formas arquitectónicas reconocibles; son de la época correspondiente a los monumentos más antiguos de España. En la actualidad, el recinto de la mezquita, toda polvorienta y sembrada de cascotes, está ocupado por cordeleros, que se dedican a torcer sus sogas en este vasto espacio, en donde la monótona rueca ha sustituido al murmullo de las plegarias. ¿Pero es que el edificio del fiel Amrou está menos abandonado que el del herético Hakem, anatematizado por los verdaderos musulmanes?. El viejo Egipto, olvidadizo a la vez que crédulo, ha enterrado en el polvo a otros muchos profetas y a otros tantos dioses. Así pues, el extranjero en este país no tiene por qué temer ni al fanatismo ni a la religión, ni a la intolerancia del racismo de otros lugares de Oriente. La conquista árabe jamás ha podido transformar hasta ese punto el carácter de sus habitantes: ¿no ha sido siempre, por otra parte, la tierra antigua y maternal donde nuestra Europa, a través del mundo griego y romano, ha sentido que remontaban a sus orígenes?. Religión, moral, industria, todo ha partido de este centro, a la vez misterioso y accesible, en donde los genios de los primeros tiempos han depositado para nosotros la sabiduría. Penetraban con terror en estos santuarios extraños, en donde se elaboraba el futuro de los hombres, y salían más tarde, la frente ceñida de resplandores divinos, para revelar a sus pueblos tradiciones que se remontaban a los tiempos anteriores al diluvio y hablaban de los primeros días del mundo. De ese modo Orfeo, Moisés, al igual que ese legislador menos conocido entre nosotros, al que los hindúes llaman Rama, llevaron un mismo fondo de enseñanzas y creencias, que se modificaron según los lugares y las razas, pero que por todas partes constituyeron civilizaciones que perduraron en el tiempo. Lo que conforma el carácter de la antigüedad egipcia, es justamente ese pensamiento de universalidad e incluso de proselitismo, que Roma imitó sólo por el interés de su poderío y su gloria. Un pueblo que fundó monumentos indestructibles para grabar en ellos todos los procedimientos de las artes y la industria y que habló para la posteridad en una lengua que esa misma posteridad ha comenzado a comprender; merece, ciertamente, el reconocimiento de todos los hombres. * Así, en Pierre Vattier, “L’Histoire mahométane ou les Quarante-neuf chalifes du Macine” (1657)(voir n.31*) abundantemente mencionada en el “Carnet de notes du Voyage en Orient” (Pléiade) ** En la leyenda de Hakem, narrada más adelante, el califa gritó: “¡Yo mismo soy dios!, sólo yo, el verdadero, el único dios, y los otros no son más que sombras” (p. 72, t.II) Ya aquí se constata que es la “Teomanía”, la desmesura prometeica que hay en Hakem, lo que fascina a Nerval.

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 Amrou, Barkouk, Bibars, el Fostat, Hakem, Harem, Moisés, Orfeo, Rama, Saladino, Touloun
AL-YÁMI’.- Jarabes y electuarios – 005

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Esmeralda de Luis y Martínez 4 septiembre, 2012 4 septiembre, 2012 cabeza confusa al despertar, debilidad en los miembros, densidad excesiva de la sangre, insalivación anormal durante el sueño, jarabe, perturbaciones auditivas y de los demás sentidos, vista débil
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III. El harem – IX. La lección de francés… He encontrado mi alojamiento igual que cuando lo dejé: el viejo copto y su esposa ocupándose de poner todo en orden, there la esclava durmiendo en un diván, discount los gallos y las gallinas en el patio, sovaldi picoteando el maíz, y el criado, que estaba fumando en el cafetín de enfrente, esperándome en la misma postura en que lo dejé. La novedad es que fue imposible encontrar al cocinero. La llegada del copto le había hecho creer sin duda que iba a ser reemplazado, y se había ido de pronto sin decir nada. Es un comportamiento muy frecuente entre el personal de servicio o los obreros del Cairo. Además, hay que pagarles a diario para que se puedan procurar sus fantasías. No vi ningún inconveniente en reemplazar a Mustafa por Mansur y su mujer, que venía a ayudarle durante el día, y me parecía una excelente guardesa de la moralidad de mi hogar. La única pega era que esta respetable pareja ignoraba totalmente los rudimentos de la cocina, incluida la egipcia, ya que su alimento se componía de maíz hervido y de verduras encurtidas, lo que no les había conducido ni al arte de las salsas, ni al de los asados. Lo que intentaron en ese campo, hizo gritar hasta a la esclava, que se puso a colmarles de improperios. Esa primera muestra de su carácter me disgustó bastante. Encargué a Mansur que le dijera que ahora ella era quien tendría que cocinar, y que, como quería llevarla conmigo en mis viajes, más valía que se fuese preparando. Creo que no podría expresar en forma alguna la visión de un orgullo tan herido, o más bien, de una dignidad tan ofendida, con la que nos obsequió a todos. “Dile al señor, repuso ella a Mansur, que yo soy una dama (cadine) y no una sirvienta (odaleuk) y que escribiré al Pachá si no me proporciona el estatus que me corresponde. –          ¡Al Pachá! Grité, ¿pero qué va a hacer el Pachá en este asunto?. Compro una esclava para que me sirva, y si no tengo medios para pagar a los criados, como es el caso, no veo porqué ella no podría encargarse de la casa, como hacen las mujeres de todos los países. –          Ella dice, repuso Mansur, que dirigiéndose al Pachá, toda esclava tiene derecho a ser vendida y así cambiar de amo, que ella es musulmana y jamás realizará labores serviles”. Aprecio los caracteres fuertes, y ya que ella tenía ese derecho, cosa que me confirmó Mansur, me limité a replicar que estaba bromeando, que tan solo tendría que excusarse ante el anciano por su comportamiento, pero Mansur le tradujo esto de tal manera que la excusa me dio la impresión, que se la dio el anciano a ella. Quedaba claro que yo había cometido una locura comprando esta mujer. Si persistía en su idea, todo mi viaje sería objeto de mil y un gastos; al menos, habría que intentar que me pudiera servir de intérprete. Le comenté que, ya que ella era una persona tan distinguida, sería bueno que aprendiera francés, mientras yo aprendía árabe, y no pareció disgustarle esa proposición. Entonces, le di una lección de lenguaje y escritura; le hice escribir palotes sobre el papel como a los niños; y le enseñé algunas palabras. Esto le divertía bastante, y la pronunciación del francés le hacía perder la entonación gutural, tan poco graciosa en la boca de las mujeres árabes. Yo me lo pasaba estupendamente haciéndole pronunciar frases enteras que ella no comprendía. Por ejemplo, ésta: “Soy una pequeña salvaje”, que ella pronunciaba “zoy una biquenia zalvahe”. Viéndome reír, ella creía que le hacía decir alguna cosa inconveniente, y llamó a Mansur para que le tradujera la frase. Al no encontrar nada malo, repitió con mucha gracias “¿Ana (yo)? ¿Biquenia zalvahe?…¡mafisch! (ni hablar)”. Su sonrisa era encantadora. Aburrida de hacer palotes y trazos, la esclava me vino a decir que ella quería escribir (ktab) a su manera. Yo pensé que ella sabía escribir en árabe y le di una hoja en blanco. En seguida vi aparecer bajo sus dedos una serie de extraños jeroglíficos, que evidentemente no pertenecían a la caligrafía de ningún pueblo. Cuando hubo terminado la hoja, le pedí a Mansour que le preguntara qué era lo que había querido hacer. “Yo os he escrito, leed!, dijo ella. –                     Pero mi querida criatura, eso no representa nada. Es lo mismo que habría podido trazar la garra de un gato impregnada en tinta”. Esto la extrañó mucho, ya que había creído que cada vez que se pensaba en algo, deslizando al azar la pluma sobre el papel, la idea debía así traducirse claramente al ojo del lector. Yo la saqué de su engaño, y le hice decir que ella enunciara lo que había querido escribir, visto que para instruirla haría falta mucho más tiempo de lo que ella suponía. Sus inocentes súplicas se componían de varios puntos: el primero, renovaba la pretensión ya mencionada de llevar una HABBARAH de tafetán negro, como las damas de El Cairo, con el fin de que no la confundieran con una simple campesina; el segundo, indicaba el deseo de un vestido (yalek) de seda verde, y el tercero, concluía con la compra de unos botines amarillos, que yo no podía, en su calidad de musulmana, rechazarle el derecho a llevarlos. Hay que señalar aquí que esos botines son horrorosos y dan a las mujeres un cierto aire de palmípedo muy poco atractivo, y el resto del vestuario las asemeja a un enorme globo; pero, en el caso de los botines amarillos en particular, se trata de una cuestión de categoría social. Le prometí que me lo pensaría.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 cadine, habbarah, ktab, Mansur, Mustafa, odaleuk, yalek
“VIAJE A ORIENTE” 055

VII. La montaña – I. El padre Planchet… En cuanto pasamos la cuarentena, buy viagra alquilé por un mes un alojamiento en una mansión de cristianos maronitas, viagra a media legua de la ciudad. La mayor parte de estas mansiones, case situadas en medio de jardines, con terrazas plantadas de moreras escalonadas a lo largo de toda la costa, semejan pequeños dominios feudales construidos con solidez en una piedra de color tostado, con ojivas y arcos. Escaleras exteriores conducen a las diferentes plantas en la que cada una tiene su terraza, hasta llegar a la que domina todo el edificio, y donde las familias, al llegar la tarde, se reúnen para disfrutar de la vista del golfo. Nuestros ojos se encontraban por todas partes con un verdor espeso y lustroso, en donde sólo los setos de nopales marcan las medianerías. Los primeros días me abandoné a las delicias de ese frescor y esa umbría. Por todas partes se intuía y nos sentíamos rodeados de una vida desahogada. Mujeres bien vestidas, bellas y sin velo, iban y venían, casi siempre con pesadas cántaras que iban a rellenar a las cisternas y transportaban graciosamente sobre la espalda. Nuestra patrona, que tocada con una especie de cono drapeado de cachemira, sobre sus largas trenzas adornadas de zequíes, parecía una reina asiria, era tan solo la mujer de un sastre que tenía su tienda en el bazar de Beirut. Sus dos hijas y los niños pequeños vivían en la primera planta; nosotros ocupábamos la segunda. La esclava pronto se familiarizó con esta familia, e indolentemente sentada sobre las esteras, se veía a sí misma como rodeada de inferiores, haciéndose servir de todos ellos, por más que intenté impedírselo a aquellas pobres gentes. No obstante, encontraba cómodo el poder dejarla en lugar seguro dentro de esta casa mientras yo iba a la ciudad. Esperaba cartas que no llegaban, el servicio de correos francés se hace tan mal en estos parajes, que los periódicos y los paquetes llegan siempre con dos meses de retraso. Esta circunstancia me entristecía mucho y me abocaba a sueños sombríos. Una mañana, me desperté bastante tarde, medio inmerso aún en las ilusiones de un sueño. Vi a la cabecera de mi cama a un sacerdote sentado, que me miraba con cierto aire compasivo. –        “¿Cómo se encuentra, señor? Me dijo en tono melancólico. –                     Pues, bastante bien; perdone, me despierto, y… –                     ¡No se mueva! Cálmese. Medite. Piense que el momento se acerca. –                     ¿Qué momento? –                     ¡Esa hora suprema, tan terrible para los que no están en paz con Dios! –                     ¡Eh, eh!, ¿qué pasa aquí? –                     Aquí estoy, presto a recoger su última voluntad. –                     ¡Ah!, grité, ¡eso es terrible!. Y ¿quién es usted?. –                     Soy el Padre Planchet. –                     ¡El Padre Planchet! –                     De la Compañía de Jesús. –                     ¡No conozco a esas gentes! –                     Han venido al convento a decirme que un joven americano en peligro de muerte me esperaba para hacer algunos legados a la comunidad. –                     ¡Pero yo no soy americano! ¡hay un error! Y, además, yo no me encuentro en el lecho de muerte; ¡ya lo ve usted!” Me levanté bruscamente … un poco con la necesidad de convencerme a mí mismo de mi perfecta salud. El Padre Planchet comprendió al fin que le habían indicado mal. Se informó en la casa, y se enteró de que el americano vivía algo más lejos. Me saludó sonriendo con indiferencia, y me prometió que al volver vendría a verme, encantado de haberme conocido gracias a aquel singular azar. Cuando regresó, la esclava estaba en la habitación, y le conté su historia. “¡Cómo, me dijo, se ha echado un peso así en su conciencia!… Usted ha perturbado la vida de esta mujer, y a partir de ese momento es usted responsable de todo lo que le pueda acontecer. Y ya que no puede llevársela a Francia y seguro que usted no quiere desposarla, ¿qué será de ella?. –    Le concederé la libertad; el bien más grande que puede reclamar cualquier ser racional. –    Hubiera sido mejor dejarla donde estaba; habría podido encontrar un buen amo, un marido… en cambio, ahora, ¿se da usted cuenta en qué abismo de mala conducta puede caer, una vez dejada a su libre albedrío?. No sabe hacer nada de nada, no puede servir… Piense en todo esto”. La verdad es que no se me había ocurrido reflexionar seriamente sobre esas consideraciones. Así que le pedí consejo al padre Planchet, que me repuso: –    “Es posible que le pueda encontrar una buena situación y un porvenir. Hay, añadió, unas damas muy piadosas en la ciudad que se encargarían de su futuro.” Le previne acerca de la extremada devoción que ella tenía por la fe musulmana. Planchet sacudió la cabeza y mantuvo una larguísima conversación con la esclava. En el fondo, esta mujer poseía un sentimiento religioso desarrollado más por naturaleza y de manera general que en el sentido de una creencia determinada. Y además, el aspecto de la población maronita entre la que vivíamos, y los conventos desde los que se escuchaba el sonido de las campanas en la montaña, el frecuente deambular de emires cristianos y drusos, que venían a Beirut, magníficamente ataviados, provistos de armaduras resplandecientes, subidos en hermosas monturas, con numeroso cortejo de caballeros y de negros encargados de llevar tras ellos sus estandartes plegados en torno a las lanzas: todo ese aparato feudal, que hasta a mí mismo me admiraba, como salido de Las Cruzadas, mostraba a la pobre esclava que aquí existía la misma pompa y poderío que en el país de los turcos, con independencia de que fueran o no musulmanes. La apariencia externa seduce siempre a todas las mujeres, sobre todo a las simples e ignorantes, y suele ser la principal razón de sus simpatías o de sus convicciones. Cuando llegamos a Beirut y atravesó la multitud de mujeres sin velo, que llevaban sobre la cabeza el tantour, cuerno de plata cincelada y dorada del que cuelga y balancea un velo de gasa tras la cabeza, otra moda conservada de la edad media, hombres de buena presencia y ricamente armados, cuyo turbante rojo o abigarrado indicaba confesiones distintas al islamismo; gritó: “¡Cuántos giaours!…” Y eso alivió un poco mi resentimiento al haber sido injuriado con ese término. Se trataba, por tanto, de tomar partido. Los maronitas, nuestros anfitriones, a los que les gustaban muy poco sus formas, y que la juzgaban, como los demás, desde la intolerancia católica, me decían: Véndala. Incluso me proponían traer a un turco que se encargara del asunto. Se puede comprender el caso que hice de ese consejo tan poco evangélico. Me fui al convento a ver al padre Planchet, situado cerca de las puertas de Beirut. Daban allí clase a los niños cristianos, a los que dirigía su educación. Hablamos largo y tendido de M. De Lamartine[1], al que había conocido y del que admiraba mucho sus poemas. Se lamentaba de los esfuerzos que tenía que hacer para obtener del gobierno turco la autorización para ampliar el convento. Aún así, las obras interrumpidas revelaban un grandioso plan, y una magnífica escalinata en mármol de Chipre conducía a las otras plantas todavía sin terminar. Los conventos católicos gozan de mucha libertad en las montañas; pero a las puertas de Beirut no se les permite construcciones muy importantes, incluso a los jesuitas les está prohibido tener una campana. La habían suplido por un enorme cascabel, que, modificado poco a poco, iba adquiriendo el aspecto de una campana. También los edificios se agrandaban sensiblemente bajo los ojos poco atentos de los turcos. “Hay que hacer unos pocos malabarismos, me decía el padre Planchet; con paciencia lo conseguiremos”. Me volvió a hablar de la esclava con una sincera benevolencia. Y aún así yo luchaba con mis propias incertidumbres. Las cartas que yo esperaba podían llegar en cualquier momento y así cambiar mis resoluciones. Temía que el padre Planchet, se ilusionara piadosamente con la idea,  sobre todo por el honor que significaría para su convento, de una conversión musulmana, y que al final, la suerte de la pobre muchacha no fuera muy triste más adelante. Una mañana, la esclava entró en mi habitación aporreando con las manos y gritando aterrorizada: –    Durzi! Durzi! Durzi! Bandouguillah! (¡los Drusos! ¡los drusos! ¡los drusos! ¡disparos!) En efecto, a lo lejos se oían tiros de fusil; pero se trataba tan sólo de una fantasia de unos albaneses que partían hacia la montaña. Me informé, y me enteré de que los drusos habían quemado un pueblo llamado Bethmérie, situado a unas cuatro leguas. Se enviaron tropas turcas, no contra los drusos, sino para vigilar los movimientos de los dos partidos que todavía estaban luchando en ese lugar. Yo me había marchado a Beirut, en donde me enteré de estos asuntos. Regresé muy tarde, y entonces me comentaron que un emir o príncipe cristiano de una región del Líbano había venido a alojarse a la casa. Al saber que aquí también se hospedaba un “franco” de Europa, quiso verme y me estuvo esperando durante mucho tiempo en mi habitación, en la que dejó sus armas en señal de confianza y fraternidad. Al día siguiente, el ruido que provocaba su partida me despertó temprano; le acompañaban seis hombres bien armados y montando magníficas cabalgaduras. No tardamos en conocernos, y el príncipe me invitó a pasar unos días en su mansión de la montaña. Acepté presuroso ante la extraordinaria ocasión que se me presentaba de estudiar los usos y costumbres de estos pueblos singulares. Pero para poder hacer ese viaje necesitaba dejar a la esclava convenientemente alojada, pues yo no podía llevarla conmigo. Me indicaron en Beirut una escuela de jovencitas, dirigida por una dama de Marsella, llamada Mme. Carlès. Era la única escuela en la que se enseñaba francés. Mme. Carlès era una buena mujer, que sólo pedía tres piastras turcas por día, para el alojamiento, comida e instrucción de la esclava. Yo tenía que partir para la montaña tres días después de haber colocado a la esclava en esa casa; a la que se había habituado muy bien y en donde estaba encantada de poder charlar con las jovencitas, que se divertían mucho con sus ideas y sus cuentos. Mme. Carlès me llevó aparte y me dijo que no desesperaba de poder convertirla al cristianismo. “Mire usted, añadió con su acento provenzal, yo les suelo hablar de este modo. Les digo: ¿Ves, hija mía?, todos los buenos dioses de cada país, son el mismo buen dios. Mahoma es un hombre de mucho mérito…pero Jesucristo es también un buen hombre”. Esa forma tolerante y dulce de intentar una conversión me pareció bastante aceptable. “No conviene forzarla en nada, le dije”. –     Quédese usted tranquilo, repuso Mme. Carlès; ella incluso ya me ha prometido venir conmigo a misa el próximo domingo.” No cabía la menor duda de que no podía haberla dejado en mejores manos para aprender los principios de la religión cristiana y el francés…de Marsella. [1] Lamartine residió en Beirut entre 1832 y 1833.

Esmeralda de Luis y Martínez 21 febrero, 2012 22 febrero, 2012 Bethmérie, El padre Planchet, los drusos, los maronitas, Mme. Carlès
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