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“VIAJE A ORIENTE” (Léxico de palabras extranjeras)

Léxico[1] de palabras extranjeras o raras  Nerval traduce casi siempre las palabras extranjeras que cita, nurse de modo que en este léxico sólo aparecerán los términos que no tradujo o, viagra que traducidos sólo en una ocasión, and se retomaron más tarde sin dar más explicaciones. Abbah: manto o capa amplia y larga sin mangas, hecha de lana y abierta por la parte de delante. Aigledon: forma popular de edredón. (GR) Akkal: hombre santo, sabio, erudito. Aleikoum al salam: que la paz sea contigo. Anclabre: altar de sacrificios usado por los romanos (anclabris mensa). (GR) Apios: planta de flores olorosas dispuestas en forma de racimo (apios tuberosa) (GR) Araba: coche, carro. Ardeb: recipiente de unos 270 a 280 litros. Arif: hábil, inteligente. Babylonian: de arquitectura grandiosa y masiva. Baïram: fiesta del ayuno que se celebra a continuación del Ramadán. Banian: pobre diablo. Barbarin: sirviente, criado, en general negro. Bardaque: vasija de tierra secada al sol. (GR) Benich: abrigo amplio que se coloca sobre los demás vestidos. Besestain: edificio de grandes proporciones y abovedado dentro de un bazar, en el que se depositan las mercancías de valor. (GR) Borghot: máscara alargada que llevan las mujeres. Bostangi: jardinero. Cachef: gobernador de una provincia, instituido por los turcos. Cadi: juez musulmán que ejerce funciones civiles y religiosas. Cadine: dama. Cafedji: también kahwedji: sirviente encargado de preparar el café. Cajute: cabina. Calender: derviche mendicante. Cant: afectación, hipocresía. Cardina: divinidades que protegen la puerta, el umbral y los goznes de la puerta. (GR) Casin: casino, establecimiento público de ocio. (GR) Cavas (o Cavasse): ujier asignado a una institución o a una personalidad oficial. Chibouk: pipa de boquilla larga. Cinnor: lira de forma triangular. (GR) Cohel: sombra de ojos. Conversation: casino. (GR) Dive: según una fuente utilizada por Nerval, un dive es una “criatura que no era ni hombre, ni ángel, ni diablo; se trataba de un genio, un demonio, tal y como lo entendían los griegos; un gigante que no pertenecía a la especie de los hombres” (D’Herbelot, Bibliothéque orientale, 1697) Djerme: barca. Dourah: maíz. Féredjé: amplio manto con velo, bajo el que las mujeres ocultan su rostro y vestuario. (GR) Figuier de Pharaon: especie de sicómoro. (GR) Fine-jane: tacita. Firman: edicto o decreto de una autoridad musulmana. Frengui: europeo. Gastoffe: albergue. Ghawasie: danzarina. Giaour: infiel. Habbarah: manto negro muy amplio que cubre todo el cuerpo. Hadji: musulmán que ha realizado la peregrinación a La Meca. Hamal: mozo de cuerda. Hanoum: dama principal de una casa. Improper: inconveniencia. Improved patent: patente de probada garantía. Jellab: mercader de esclavos. (GR) Kabibé: querida, amada. Kachef: adjunto de un bey, en las armadas turcas y egipcias. (GR) Kaddosch: sagrado. Kahwedji: sirviente encargado de preparar el café. Kaïmakan: lugarteniente, gobernador, subprefecto. Kasiasker: jefe religioso que también ejerce como juez. Khanoun: igual que Hanoum: dama principal de una casa. Kief: siesta, reposo y, en la experiencia del hachischin, fase de calma y beatitud. Kislar-aga: jefe de los eunucos. (GR) Koulkas: colocasia o arum colocasia, planta de raíz harinosa y comestible. (GR) Kyaya: ministro de un príncipe de poca importancia. (GR) Lailet-ul-id: la noche de la fiesta. Lattaquié: tabaco de la ciudad de Lataquia (Siria). (GR) Ligure: ópalo. (GR) Locanda: albergue, posada. (GR) Machallah!: con el permiso de Dios (que sea lo que Dios quiera) Machlah: manto de piel de camello que cubre todo el cuerpo. Mafish: no, no hay, no tengo absolutamente nada. Mahdi: (el oculto) se da ese nombre al imán esperado al final de los tiempos por ciertas sectas musulmanas. Mandille: pañuelo o foulard de seda. Milayeh: envoltorio, velo negro con el que se cubre por completo la mujer. Moal: poema estrófico cantado. Mollah: doctor en teología islámica. Moudhir: gobernador, administrador. Moukre: el que alquila caballos, mulas o transporta mercancías. Moultezim: recaudador de los impuestos sobre la tierra pagados por los campesinos. (GR) Muchir: oficial de alto rango. (GR) Munasihi: el que da consejos, el consejero. Muslim: musulmán. Naz (también naï): tipo de flauta. Nazir: funcionario de alta graduación, director general de ciertos servicios importantes. (GR) Nedji: caballo de Arabia central (Nedj), reputado por ser de los mejores. (GR) Nichan: condecoración instituida por Mahmoud II[1]. Ocque: en Egipto, la ocque equivalía aproximadamente a 1Kg. 250 gr. (GR) Okel: ciudadela, refugio. Oualem: cantantes y danzarinas (almées[2]). Parazonium: espada corta suspendida de un tahalí. (GR) Patito: pretendiente de una mujer. Pentacle: figura mágica en forma de estrella de cinco puntas, símbolo de la perfección o de la potencia oculta en los elementos. Péri: genio, hada. Physizoé: quien da la vida, nutricia, fecunda. Pic: longitud que varía entre los 66 y 70 cm. (GR) Polos: nimbo o media luna constelada, que servía de corona a ciertas divinidades. (GR) Raya(h): individuo no musulmán del gobierno turco. (GR) Rebab: viola monocorde o de doble cuerda. Reïs: capitán, oficial. Rosolio: licor perfumado con pétalos de rosa. (GR) Saba-el-kher: buenos días. Saïs: explorador, mensajero. Sirafeh: ofrenda de monedas. Surmeh: polvo negro para teñir los párpados. (GR) Taktikos: sombrero de paja. Talari: escudo de Austria (Thaler o tálero), equivalente a unos 5 francos. (GR) Talé bouckra: ven mañana. Tantour: peinado de mujer en forma de cono, o tipo de tocado de esta misma forma que usaban las mujeres de la nobleza. Tayeb: bien, de acuerdo. Téké: convento o cofradía de derviches. Tendido: cortina. Uléma: doctor en leyes, teólogo musulmán. Wauxhall: lugar público en donde se celebran bailes o conciertos. Yalek: ropón de mangas largas y anchas. Yamak: aprendiz o ayudante, o también puede significar “velo que deja ver los ojos”. Yaoudi: judío. Yavour: como Giaour: infiel. Zebeck: soldado procedente de Asia Menor (GR) [1] Mahmoud II (del 20 de julio de 1784 al 1 de julio de 1839) fue Sultán del Imperio Otomano, del 15 de noviembre de 1808 al 1 de julio de 1839. Continuó con las reformas iniciadas por su primo Selim III, intentando restaurar la autoridad central en el imperio y reformar la armada. Asimismo masacró a la orden de los janisarios en 1826 y creó una nueva armada tomando como modelo el europeo. Aún así, no pudo impedir la independencia de Grecia en 1830, ni la del Egipto de Méhémet-Ali. (http://fr.wikipedia.org/wiki/Fichier:Sultan_Mahmud_II_of_the_Ottoman_Empire.jpg)  (EDL) [2] Almée, del árabe âlmet («sabia»), mujer india cuya profesión es la de improvisar versos, cantar y danzar en las fiestas, acompañándose de la flauta, castañuelas o címbalos. Eran escogidas entre las muchachas más hermosas y recibían una cuidadosa educación. Con frecuencia eran reclamadas por la gente importante para alegrar los festines. (« Almée » dans Dictionnaire universel d’histoire et de géographie, 1878) (EDL) [1] La excelente edición del Voyage en Oriente realizada por Gilbert Rouger, Ed. Richelieu, Imprimerie nationale de France, 1950, 4 vol. (hoy en día agotada) lleva numerosas notas que se han añadido aquí, marcándolas con la abreviatura de Gilber Rouger (GR) Las que no llevan esta abreviatura corresponden a notas de Jeanneret o del propio Nerval. Las que llevan la abreviatura (EDL) corresponden a algunas aclaraciones que me ha parecido oportuno hacer para facilitar la lectura o la comprensión de algunos términos y personajes.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 febrero, 2012 25 febrero, 2012 GLOSARIO de palabras extranjeras o raras
“VIAJE A ORIENTE” – Las noches del Ramadán – Final del relato de Solimán y la Reina de la Mañana

HISTORIA DE LA REINA DE LA MAÑANA Y DE SOLIMÁN, EL PRÍNCIPE DE LOS GENIOS – XII. “Makbenách”… (sobre el asesinato ritual de Adonirám en el templo de Jerusalén. De cómo Adonay abandona y castiga a Solimán por verter la sangre de los descendientes de Caín- “MAKBENÁCH” (la carne se desprende de los huesos) nueva palabra-clave elegida por los maestros, tras encontrar el cadáver de Adonirám enterrado bajo una acacia en la que se había posado el ave Hud-Hud…)      Durante la pausa que siguió al relato anterior, los oyentes andaban agitados con ideas controvertidas. Unos rechazaban admitir la tradición seguida por el narrador; pretendían que la reina de Saba sólo tuvo realmente un hijo con Solimán y con nadie más. El abisinio, sobre todo, se creía ultrajado en sus convicciones religiosas por la suposición de que sus soberanos no fueran más que los descendientes de un obrero.“Has mentido, -gritaba al rapsoda-. El primero de nuestros reyes abisinios se llamaba Menilék, y era el auténtico hijo de Solimán y de Balkis-Makeda. Su descendiente reina aún sobre nosotros en Gondar[1].        – Hermano, -le dijo un persa-, déjanos escuchar la historia hasta el final, de otro modo te echarán fuera como la otra noche. Este relato, según nuestro punto de vista, es el ortodoxo, y si vuestro pequeño “Padre Juan[2]” de Abisinia[3] quiere descender de Solimán, estaremos de acuerdo en que así sea, pero lo sería gracias al matrimonio entre Solimán y alguna negra etíope, y no a través de la reina Balkis, que pertenecía a nuestra raza blanca.        El dueño del cafetín interrumpió la furiosa respuesta que ya estaba preparando el abisinio, y cuando a duras penas restableció la calma, el narrador continuó de este modo[4]…         Mientras Solimán acogía en su casa de campo a la princesa de los sabeos, un hombre que pasaba por los altos del Moria, miraba pensativo el crepúsculo que se extinguía entre los nubarrones y los relámpagos resplandecientes como constelaciones de estrellas, bajo las sombras de Mello. Enviaba un último pensamiento a su amor, y se despedía de las rocas de Solyme[5], en la ribera del Cedrón que jamás volvería a ver.          El tiempo iba pasando, y el sol, al palidecer, había dejado caer la noche sobre la tierra. Al ruido y llamada de los martillos, que repicaban golpeando sobre el mar de bronce, Adonirám, dejando aparte sus pensamientos, atravesó la multitud de obreros allí congregados, y penetró en el templo, del que entreabrió la puerta oriental, colocándose al pie de la columna Jakin, para desde allí presidir la paga. Antorchas encendidas bajo el peristilo chisporroteaban al recibir unas gotas de tibia lluvia, a cuya caricia, los jadeantes obreros ofrecían su pecho con gallardía.           La muchedumbre era numerosa; y Adonirám, además de a los contables, tenía a su disposición encargados asignados a los distintos gremios. La separación de los tres grados jerárquicos se realizaba gracias a una palabra asignada a cada uno de ellos que reemplazaba, en esta circunstancia, a los signos manuales, cuya identificación habría llevado demasiado tiempo. A continuación, el salario era pagado conforme a la palabra-clave.        La palabra asignada para el grado de los aprendices, había sido anteriormente JAKÍN[6], nombre de una de las columnas de bronce; la de los otros compañeros, BOOZ, nombre de la otra columna, y la de los maestros, JEHOVÁ.        Ordenados por categorías y puestos en fila, los obreros se presentaban ante la mesa de pagos, delante de los intendentes, presididos por Adonirám que les daba la mano, y al oído le murmuraban en voz baja una palabra. Para este último día se había cambiado la palabra clave. El aprendiz decía TUBALCAÍN; el compañero, SCHIBBOLETH; y el maestro, GIBLIM[7].        Poco a poco, la muchedumbre iba desapareciendo; el recinto se quedó desierto, y habiéndose retirado los últimos solicitantes, se dieron cuenta de que no todo el mundo se había presentado, ya que aún quedaba dinero en la caja.        “Mañana, -dijo Adonirám-, vos haréis la llamada, y así sabréis si es que hay algun obrero enfermo, o si la muerte hubiera visitado a alguno.”        Una vez que todos se hubieron alejado, Adonirám, vigilante y cuidadoso hasta el último día, tomó, según tenía por costumbre, una lámpara para ir a hacer la ronda por los talleres desiertos y por las diferentes estancias del templo, a fin de asegurarse que sus órdenes de extinguir los fuegos habían sido ejecutadas. Sus pasos resonaban tristemente sobre las losas: una vez más contempló sus obras, y se detuvo largamente delante de un grupo de querubines alados, el último trabajo del joven Benoni.        “¡Mi querido niño!” –murmuró con un suspiro.        Una vez cumplido ese peregrinaje, Adonirám se encontró de nuevo en la gran sala del templo. Las tinieblas espesas alrededor de la lámpara se retorcían en volutas rojizas que marcaban las altas nervaduras de las bóvedas, y los muros de la nave, de la que se salía por tres puertas que miraban respectivamente al septentrión, al poniente y al levante.        La primera puerta, la del norte, era la reservada al pueblo; la segunda, la destinada al rey y a sus guerreros; la puerta de oriente era la de los levitas; las columnas de bronce, Jakin y Booz, se distinguían en el exterior de la tercera puerta.        Antes de abandonar el templo por la puerta de occidente, la que le quedaba más cerca, Adonirám echó un vistazo al fondo de la tenebrosa sala, y su imaginación, exacerbada por las numerosas estatuas que acababa de contemplar, evocó en las sombras el espíritu de Tubalcaín. Su mirada trató de perforar las tinieblas; pero la quimera se hizo cada vez más grande y borrosa hasta que, llenando todo el templo, se desvaneció en la profundidad de los muros como la sombra que arrojara un hombre iluminado por el resplandor de una llama que se aleja. Un quejumbroso lamento pareció resonar bajo las bóvedas.[8]        Entonces, Adonirám se volvió, aprestándose a salir. Pero de pronto, una forma humana se desgajó de la columna, y en un tono feroz le dijo:        “Si pretendes salir habrás de librarme la palabra-clave de los maestros.”        Adonirám iba desarmado; respetado por todos, habituado a ordenar mediante signos, ni se le había ocurrido pensar en defender su sagrada persona.        “¡Desdichado! –respondió, al reconocer al compañero Méthousaël-, ¡Aléjate!. ¡Tú serás recibido entre los maestros sólo cuando la traición y el crimen sean honrados! Huye con tus compinches antes de que la justicia de Solimán alcance vuestras cabezas.”        Méthousaël le escuchó, y alzando el martillo con su vigoroso brazo, lo hizo retumbar con terrible fragor sobre el cráneo de Adonirám. El artista se tambaleó aturdido; por un movimiento instintivo, buscó escapar por la segunda puerta, la de septentrión; pero allí se encontraba el sirio Phanor, que le dijo:        “¡Si quieres salir, revélame la palabra-clave de los maestros!”        – ¡Tú ni siquiera has hecho siete años de trabajos! –replicó Adonirám con voz exangüe.        – ¡La palabra clave!        – ¡Jamás!        Phanor, el albañil, le hundió su cincel en el costado; pero no pudo herirle de nuevo, ya que el arquitecto del templo, avivado por el dolor, voló como una saeta hasta la puerta de Oriente para escapar de sus asesinos.        Pero era allí en donde Amrou, el fenicio, compañero del gremio de los carpinteros, le estaba esperando para a su vez conminarle:        “Si quieres pasar, dame la palabra clave de los maestros.        – Yo no la he obtenido de este modo, -articuló con dificultad un agotado Adonirám-; reclámasela al que te ha enviado.”        Al ver que Adonirám se esforzaba tratando de abrirse camino, Amrou le clavó la punta de su compás en el corazón.        Y fue en ese mismo momento cuando estalló la tormenta con un terrible trueno.        Adonirám yacía en el suelo, y su cuerpo cubría tres inmensas losas. A sus pies se habían reunido los asesinos, agarrándose de las manos.        “Este hombre era grande, -murmuró Phanor.        – Pero en una tumba no ocupará más espacio que tú, -dijo Amrou.        – ¡Que su sangre caiga sobre Solimán Ben-Daoud!        – ¡Gimamos por nosotros! –replicó Méthousaël-; pues conocemos el secreto del rey. Destruyamos la prueba del asesinato; la lluvia cae; la noche es oscura; Iblís nos protege. Llevemos estos restos lejos de la ciudad, y confiémosles a la tierra.”        Entonces envolvieron el cuerpo en un gran lienzo de piel blanca, y, levantándolo en sus brazos, descendieron sigilosamente por las orillas del Cedrón, dirigiéndose hacia un cerro solitario situado más allá del camino de Betania. Cuando llegaron allí, asustados y con el corazón encogido por el miedo, se encontraron de pronto en presencia de una escolta de caballeros. El crimen es temeroso, se detuvieron; la gente que huye se comporta con miedo… y fue entonces cuando la reina de Saba pasó en silencio delante de los espantados asesinos que transportaban los restos de Adonirám, su esposo.        Los asesinos se alejaron un poco más y cavaron un agujero en la tierra que acogió el cuerpo del artista. Tras lo cual, Méthousaël, arrancando una rama tierna de acacia, la clavó en el terreno recién removido bajo el que reposaba la víctima.        Mientras tanto, Balkis huía a través de los valles; la tempestad desgarraba los cielos, y Solimán dormía; más cruel aún su dolor, por tener que despertar.        El sol había completado su recorrido por el mundo, cuando el efecto letárgico del filtro que había bebido se disipó. Atormentado por terribles sueños, se debatía contra aquellas visiones, y  gracias a una violenta sacudida volvió al dominio de la vida.        Se levantó y se extrañó; sus ojos errabundos parecían estar buscando la razón de su dueño, hasta que por fin empezó a recordar…        La copa vacía ante él; las últimas palabras de la reina trazándose de nuevo en su pensamiento; no la ve y se inquieta; un rayo de sol que revolotea irónico sobre su frente le hace temblar; de pronto, adivina todo y lanza un grito de furor.        En vano intenta saber algo; nadie la ha visto salir, y su cortejo ha desaparecido del llano en el que acampaba, no se han encontrado ni restos de su campamento. “¡Mírame bien!, -exclamó Solimán, lanzando una irritada mirada  al Sumo Sacerdote Sadoc-, ¡ésta es la ayuda que tu dios presta a sus servidores! ¿era esto lo que me había prometido? ¡Me arroja como a un juguete a los espíritus del abismo[9], y tú, ministro imbécil, que reinas bajo su nombre por mi impotencia, tú me has abandonado sin prever ni impedir nada de nada! ¡Quién me dará legiones aladas para alcanzar a esa pérfida reina! Genios de la tierra y del fuego, rebeldes dominaciones, espíritus del aire, ¿me obedeceréis vosotros?.        – No [1] blasfeméis, -gritó Sadoc-: Sólo Jehová es grande, y es un dios celoso.”        En medio de ese caos, el profeta Ahías de Siló apareció sombrío, terrible e inflamado del fuego divino; Ahías, pobre y temido, alguien que sólo se debía al espíritu; únicamente se dirige a Solimán: “Dios marcó con una señal la frente de Caín, el asesino, y ha pronunciado: -¡Quien atente contra la vida de Caín, siete veces será castigado! Y sobre Lamec, de la estirpe de Caín, habiendo vertido su sangre, ha sido escrito: -La muerte de Lamec será vengada setenta veces siete[10]. Ahora, ¡escucha, oh, rey, lo que el Señor me ha ordenado que te diga!: – El que haya derramado la sangre de Caín y de Lamec será castigado setecientas veces siete.”        Solimán bajó la cabeza; recordó a Adonirám, y al comprender por esta profecía que sus órdenes habían sido cumplidas, el remordimiento le arrancó este grito: “¡Miserables! ¿qué es lo que han hecho? Yo no les había ordenado matarle”.        Abandonado por su Dios, a merced de los genios, despreciado, traicionado por la princesa de los Sabeos, Solimán, desesperado, posó sus párpados sobre la mano desarmada en la que aún brillaba el anillo que había recibido de Balkis. Ese talismán le dio un atisbo de esperanza. Quedándose sólo, giró el chatón hacia el sol, y vio cómo acudían a él todos los pájaros del aire, excepto Hud-Hud, la abubilla mágica. Él la llamó por tres veces, forzándola a obedecer y ordenándola que le condujera hasta la reina. La abubilla, en ese mismo instante retomó el vuelo, y Solimán, que tendía sus brazos hacia ella, sintió cómo se elevaba sobre la tierra y era llevado por los aires; entonces el miedo le atenazó, y desviando la mano, bajó a la tierra de nuevo. La abubilla, atravesó el valle y fue a posarse en un promontorio de tierra recién removida, sobre la rama de una temblorosa rama de acacia, de donde Solimán no consiguió que se bajara.        Arrebatado por el vértigo, el rey Solimán fantaseaba con reunir numerosos ejércitos para exterminar a sangre y fuego el reino de Saba. Con frecuencia se encerraba solo para maldecir su suerte y convocar a los espíritus. Un ‘afrit, genio de los abismos, fue obligado a servirle y acompañarle en su soledad. Para olvidar a la reina y dar un desahogo a su fatal pasión, Solimán hizo buscar por todas partes mujeres extranjeras que desposó según ritos impíos, y le iniciaron en el culto idólatra de las imágenes. Pronto, y para ablandar a los genios, pobló los altozanos con sus imágenes y construyó, no lejos del Thabor, un templo a Molóch[11].        De ese modo se cumplía la profecía que la sombra de Enoc (Henoc)[12] había hecho en el imperio del fuego, a su hijo Adonirám, en estos términos: “Tú estás destinado a vengarnos, y ese templo que estás erigiendo para Adonay causará la perdición de Solimán.”        Pero el rey de los hebreos aún hizo algo más, tal y como se menciona en el Talmud; ya que, habiéndose extendido el ruido de las murmuraciones sobre el asesinato de Adonirám, el pueblo sublevado exigía justicia, por lo que el rey ordenó que nueve maestros acreditasen la muerte del artista, encontrando su cuerpo.        Habían transcurrido diecisiete días: las pesquisas por los alrededores del templo habían resultado estériles, y los maestros recorrían en vano los campos. Uno de ellos, agotado por el calor, al querer trepar más fácilmente, agarrándose a la rama de una acacia de la que acababa de salir volando un pájaro brillante y desconocido, se sorprendió al percibir que el arbusto entero cedía bajo su mano y se desgajaba por completo de la tierra, que se notaba había sido removida hacía poco, ante lo que el maestro extrañado llamó a sus compañeros.        En seguida los nueve comenzaron a cavar con las uñas y constataron la forma de una fosa. Entonces uno de ellos dijo a sus hermanos:        “Es posible que los culpables fueran unos traidores que hubieran querido arrancar a Adonirám la palabra-clave de los maestros. ¿No sería prudente que la cambiáramos, no fuera que de nuevo volvieran por aquí?.        – ¿Qué palabra adoptaremos? –objetó otro.        – Si encontramos aquí a nuestro maestro, -continuó un tercero-, la primera palabra que sea pronunciada por uno de nosotros nos servirá como palabra-clave; esto llevará hasta la posteridad el recuerdo de este crimen y el juramento que haremos aquí de tomar venganza, nosotros y nuestros hijos, sobre esos asesinos, hasta su descendencia más lejana.”        El juramento fue hecho; sus manos unidas sobre la fosa, y volvieron a excavar con ardor.        Cuando reconocieron el cadáver, uno de los maestros le cogió por un dedo, pero la piel se le quedó en la mano; lo mismo le pasó al segundo; un tercero le agarró por la muñeca del modo que los maestros usan con sus compañeros, y también se separó la piel; ante lo que exclamó: MAKBENÁCH[13], que significa: LA CARNE SE DESPRENDE DE LOS HUESOS.        Sobre el terreno acordaron que esa sería la palabra-clave de maestro en lo sucesivo, y el grito de adhesión de los vengadores de Adonirám, y la justicia divina ha querido que durante un buen número de siglos esa palabra haya levantado a los pueblos contra el linaje de los reyes.        Phanor, Amrou y Méthousaël habían huido; pero, reconocidos como falsos hermanos, perecieron a manos de los obreros, en el Estado de Maaca, rey del país de Geth[14], en donde se ocultaban bajo los nombres de Sterkin, Oterfut y Hoben[15].        Con todo, las corporaciones, por una secreta inspiración, han continuado a lo largo de los siglos buscando llevar a cabo su frustrada venganza sobre Abiram o el asesino… Y la descendencia de Adonirám fue sagrada para ellos; ya que aun transcurrido mucho tiempo, seguían jurando por los hijos de la viuda; pues así llamaban a los descendientes de Adonirám y la reina de Saba.        Por orden expresa de Solimán Ben-Daoud, el ilustre Adonirám fue inhumado bajo el mismo altar del templo que había construido; y por eso Adonay terminó por abandonar el arca de los hebreos y redujo a esclavitud a los sucesores de Daoud[16].         Ávido de honores, de poder y de voluptuosidad, Solimán desposó a quinientas mujeres, y finalmente reuniendo a todos los genios, les obligó a obedecerle y luchar contra las naciones vecinas, gracias a la virtud del célebre anillo, antaño cincelado por Irad, padre del Cainita Maviaël; que lo legó a Henoch, y con él se sirvió para dominar sobre las piedras; Henoch lo cedió al patriarca Jared, que a su vez se lo dio a Nemrod, siendo éste quien se lo pasó a Saba, padre de los Himyaríes.        Con el anillo, Salomón (sic)[17] sometió a los genios, a los vientos y a todos los animales[18]. Harto de poder y de placeres, el sabio iba repitiendo: “Comed, amad, bebed; lo demás sólo es orgullo.”        Y, extraña contradicción: ¡no era feliz! Ese rey, degradado su cuerpo, aspiraba a convertirse en inmortal…        A base de artificios, y con ayuda de un profundo saber, esperaba que mediando ciertas condiciones, podría depurar su cuerpo de los elementos mortales, sin que se corrompiera. Para ello, era necesario que durante doscientos veinticinco años, su envoltura carnal permaneciera al abrigo de cualquier ataque, de todo principio corruptor, durmiendo el sueño profundo de los muertos. Tras lo cual, el alma exilada, volvería a su envoltura terrenal, rejuvenecida y con la virilidad floreciente, cuyo esplendor se sitúa en los treinta y tres años de edad.        Viejo y achacoso, en cuanto percibió la total decadencia de sus fuerzas, señal de un final cercano; Solimán ordenó a los genios que había convertido en sus siervos, construirle, en la montaña del Kaf, un palacio inaccesible, en cuyo centro hizo erigir un trono de oro macizo y marfil, colocado sobre cuatro pilares hechos con el vigoroso tronco de un roble.        Era allí donde Solimán, príncipe de los genios, había decidido pasar ese tiempo de prueba. Los últimos días de su vida fueron empleados en conjurar, mediante signos mágicos y por la virtud del anillo, a todos los animales, a todos los elementos, a todas las sustancias dotadas de la propiedad de descomponer la materia. Conjuró a los vapores de las nubes, a la humedad de la tierra, a los rayos del sol, al soplo de los vientos, a las mariposas, a las polillas y a las larvas. Conjuró a las aves de presa, al murciélago, al búho, a la rata, a la mosca impura, a las hormigas y a las familias de todos los insectos que reptan, trepan y roen. Conjuró al metal; conjuró a la piedra, a los álcalis y a los ácidos, e incluso a las emanaciones de las plantas.        Tomadas estas disposiciones, una vez que se hubo asegurado bien de haber sustraído su cuerpo a todos los agentes destructores, despiadados ministros de Iblís, se hizo transportar por última vez al corazón de la montaña del Kaf, y, convocando a los genios, les impuso trabajos inmensos, ordenándoles, bajo la amenaza de los castigos más terribles, respetar su sueño y velar en torno a él.        A continuación, se sentó en el trono, al que sujetó fuertemente sus miembros, que se fueron enfriando poco a poco; sus ojos se apagaron, su hálito se detuvo, y durmió el sueño de los muertos.        Y los genios esclavos continuaron sirviéndole, ejecutando sus órdenes y prosternándose delante de su señor, esperando su resurrección.        Los vientos respetaron su rostro; las larvas que engendran gusanos no pudieron acercársele; pájaros y roedores fueron obligados a alejarse; el agua desvió sus humedades, y, por la fuerza de los conjuros, el cuerpo permaneció intacto durante más de dos siglos.        La barba de Solimán había crecido y le caía hasta los pies; las uñas habían perforado el cuero de sus guantes y el tafilete dorado de su calzado.        ¿Pero cómo la sabiduría humana, de tan cortas luces, podría alcanzar el INFINITO (sic)?  Solimán había descuidado el conjuro de un insecto, el más ínfimo de todos… se había olvidado de la cresa[19].        La larva avanzó misteriosa… invisible… penetró en uno de los pilares que sostenían el trono, y lo fue royendo lentamente, muy lentamente, sin detenerse ni un momento. Ni el oído más fino habría podido escuchar cómo iba raspando poco a poco ese átomo, que sacudía tras él, año tras año, unos pocos granos de finísimo serrín.        Trabajó de ese modo durante doscientos veinticuatro años… y después, de golpe, uno de los pilares, carcomido, se dobló bajo el peso del trono, que se desmoronó con un terrible fragor[20].        Así que fue la cresa la que venció a Solimán y la primera en conocer su muerte; ya que el rey de reyes, precipitándose sobre las losas, no volvió a despertarse nunca más. Entonces, los genios humillados, reconociendo su desprecio, recuperaron su libertad.        Aquí termina la historia del gran Solimán Ben-Daoud, cuyo relato debe ser acogido con respeto por los verdaderos creyentes, ya que fue reconstruido y compendiado por la sagrada mano del profeta, en la treinta y cuatro fatihat(sic) del Corán, espejo de sabiduría y fuente de verdad[21]                   FIN DE LA HISTORIA DE SOLIMÁN Y DE LA REINA DE LA MAÑANA         El narrador había terminado su historia, que había durado unas dos semanas. No he querido comentar otras cosas que pude observar en Estambul durante el intervalo de estas sesiones, por miedo a desviar el interés sobre el relato. Tampoco he tenido en cuenta algunas breves historias intercaladas aquí y allá, conforme al uso, bien en los momentos en los que el público no es todavía numeroso, bien por darle unas pinceladas divertidas a algunas peripecias dramáticas. Los ‛cafedjis‛ (propietarios o encargados de los cafetines) invierten con frecuencia sumas considerables para asegurarse el concurso de tal o cual narrador de renombre. Como cada sesión no dura más allá de hora y media, los narradores, a lo largo de la misma noche, pueden trabajar en muchos cafés. También ejercen su profesión en los harenes, cuando el marido, una vez se ha asegurado del interés de un cuento, quiere hacer participar a su familia del mismo placer que él ha experimentado. La gente prudente se dirige, para hacer estos negocios, al síndico de la corporación de narradores, los llamados khassidéens, pues a veces sucede que narradores de mala fe, descontentos por la recaudación en el café o por el estipendio recibido en una casa, desaparecen en medio de la situación más interesante, y dejan al auditorio desolado al no poder conocer el final de la historia.             A mí me gustaba mucho el cafetín frecuentado por mis amigos los persas, por lo variopinto de sus parroquianos y la libertad de expresión que allí reinaba; me recordaba al Café du Suratedel bueno de Bernardin de Saint-Pierre[22]. En efecto, se encuentra más tolerancia en estas reuniones cosmopolitas de comerciantes de diversos países de Asia, que en los cafés frecuentados solo por turcos y árabes. De la historia que nos habían contado, se discutía cada sesión entre los distintos grupos de habituales; ya que, en los cafés de Oriente, la conversación jamás es generalista, y, salvo las observaciones del abisinio, que, como cristiano, parecía abusar un poco del mosto de Noé, nadie puso en duda los temas principales de toda la narración. En efecto, los hechos relatados son conformes a las creencias generalizadas en Oriente; tan solo se encuentra un poco de ese espíritu popular de controversia que distingue a los persas de los árabes del Yemen. Nuestro narrador pertenecía a la secta de ‘Aly, que es, por decirlo de alguna manera, la tradición católica de Oriente, mientras que los turcos, pertenecientes a la secta de Omar, representarían más bien una especie de protestantismo que han hecho predominar sometiendo a las poblaciones meridionales[23]. [1] Según la tradición musulmana, Balkis tuvo realmente un hijo de Salomón, origen de la dinastía de los reyes abisinios; que residen en Gondar. [2] Ptolomeo (Geografía VII) GR. [3] El último rey de Abisinia, Hayle Selassie I (23 Julio 1892 – 27 Agosto 1975), se decía que era descendiente de la reina de Saba. Era soberano y Papa al mismo tiempo, y siempre se le ha conocido como el “Padre Juan”. Sus súbditos, aún hoy en día, se llaman a sí mismos “Cristianos de San Juan” [4] La muerte de Adonirám y la búsqueda de su cuerpo, tal y como Nerval las describe a partir de aquí, son el eje central del ritual masónico para la iniciación. [5] Jerusalén (Solime) Jerusalén ha sido llamada con diversos nombres. Primero se llamó Jébus, después Salem, y ambas palabras reunidas formaron el nombre de Jerusalén. También fue conocida como Solyme, Yerusalayim, Luz y Béthel (”Histoires des Croisades”, de Jacques de Vitry) Para el origen de Béthel  –  en hebreo בֵּית־אֵל-, ver http://fr.wikipedia.org/wiki/B%C3%A9thel . [6] El nombre de estas columnas deriva de dos personajes bíblicos. El primero, Jakín, desciende por línea directa del patriarca Jacob (Génesis 46, 10), mientras que Boaz (o Booz) aparece como unos de los ancestros del rey David (Rut 4, 21) http://hermetismoymasoneria.com/s13frar1.htm.  [7] Para el término Schibboleth: ver Jueces XII, 6; Para Giblím: ver I Reyes, V, 32. Estas palabras clave son mencionadas y se explican en diferentes manuales de francmasonería. Todo este capítulo XII, con el relato de la muerte del maestro y más adelante del descubrimiento de su cadáver, sigue de cerca la tradición masónica y confirma que, en el espíritu de Nerval, la historia de Adonirám debía, al igual que en la Flauta mágica, llevarnos hasta el ritual de los francmasones. [8] Hay una visión equivalente a ésta, -la desaparición de una figura desmesuradamente grande- en Aurelia I, 2 y 6. [9] Es el mismo tema de Le Christ aux Oliviers (Les Chimères). [10] Génesis, IV, 15 y 24. [11] Moloch o Moloch Baal o Baal fue un dios de los fenicios, cartagineses y cananeos. Era considerado el símbolo del fuego purificante, que a su vez simbolizaba el alma. Se le identifica con Cronos y Saturno (http://es.wikipedia.org/wiki/Moloch) [12] El Libro de Enoc (o Libro de Henoc, abreviado 1 Enoc) es un libro intertestamentario, que forma parte del canon de la Biblia de la Iglesia ortodoxa etíope pero no es aceptado como canónico por las demás iglesias cristianas, a pesar de haber sido encontrado en algunos de los códices de la Septuaginta (Códice Vaticano y Papiros Chester Beatty). Los Beta Israel (judíos etíopes) lo incluyen en la Tanaj, a diferencia de los demás judíos actuales, que lo excluyen (http://es.wikipedia.org/wiki/Libro_de_Enoc) [13] Sobre algunos elementos relativos a la francmasonería que señala Nerval en este capítulo, es interesante ver la controversia e incluso enfado que produce en algunos miembros de la masonería la narración de Nerval, acusándole de apartarse de los textos bíblicos y musulmanes tradicionales, y despojando a Salomón de sus virtudes, que hace recaer en la reina de Saba (“La contribución ocultista de Gérard de Nerval a la leyenda de Hiram”, de Ángel Almazán de Gracia, http://www.soriaymas.com/ver.asp?tipo=articulo&id=1564) (EDL) [14] Geth: una de las ciudades principales de los filisteos, hogar de la resistencia al pueblo de Israel.- Todos estos nombres son atestiguados en la tradición masónica. [15] Se dice que el verdadero nombre de Abiram era Hoben, y que los otros son Oterfut o Hutterfut y Sterkin. La cuestión de los nombres de los Asesinos es muy compleja; pero los Rituales antiguos afirman que estos cambios en los nombres eran voluntarios, que los Iniciados modificaban el nombre que le daban a los Asesinos de acuerdo con su intención simbólica. Recordemos que en la Masonería simbólica los Asesinos se denominan Jubelás, Jubelós y Jubelón. Algunos dicen “Jubella Gibbs, Jubello Gravelot y Jubellum Romvel. Extraido de: http://es.scribd.com/doc/24353389/Grado-10-Elegido-de-Los-Quince : “Los verdaderos nombres de los Asesinos” (EDL) Y para Abiram o Abi-Ramah, ver el “Diccionario Enciclopédico de la Masonería”, de Lorenzo Frau Abrines (http://ufdc.ufl.edu/UF00083845/00001/20j) (EDL) [16] Nota del traductor: se ha respetado la transcripción de Nerval para los nombres de Solimán (Salomón) y de Daoud (David), y otros muchos personajes de la antigüedad; aunque para otros nombres bíblicos, en ocasiones, he preferido adoptar la transcripción que aparece en la “Sagrada Biblia”, de Eloíno Nácar Fúster y Alberto Colunga, por tratarse de una traducción directa de las lenguas originales. No obstante, para las menciones a capítulos del Antiguo Textamento, se ha consultado también en la TORAH el texto hebreo de los mismos (EDL) [17] En esta ocasión Nerval escribe “Salomón” en lugar de “Solimán” (EDL) [18] En el Corán, en la azora 34, Sabâ, se da una versión de la muerte de Salomón casi idéntica a la del texto de Nerval. (GR) [19] Según el Diccionario de la Real Academia Española: cresa (de queresa, y este quizá der. del lat. caries). a) f. Conjunto de huevos puestos por la abeja reina. b) f. Larva de ciertos dípteros, que se alimenta principalmente de materias orgánicas en descomposición. c) f. Conjunto de huevos amontonados que ponen las moscas sobre las carnes. [20] Nota de NERVAL: Según los Orientales, las potencias de la naturaleza no pueden actuar más que en virtud de un pacto generalmente consentido. Es el acuerdo de todos los seres el que le da el poder al mismo Allah. Se aprecia aquí la relación que hay entre la cresa triunfadora ante las ambiciosas combinaciones de Salomón, y la leyenda de los Edda (con este nombre se conocen dos recopilaciones literarias islandesas medievales que forman el corpus más importante sobre la mitología nórdica) acerca de Balder. Odín y Freya también habían conjurado a todos los seres, a fin de que respetasen la vida de Balder, su hijo; pero olvidaron el muérdago del roble, y esa humilde planta fue la causa de la muerte del hijo de los dioses. Por eso el muérdago era sagrado en la religión druídica, posterior a la de los escandinavos. [21] Los capítulos del Corán se llaman suras o azoras. Al-Fatiha (La Apertura) designa sólo a la primera de las azoras. La azora 34, Sabâ, describe la muerte de Salomón (GR), con una versión parecida a la del relato de Nerval. [22] Le Café du Surate, cuento filosófico de Bernardin de Saint-Pierre acerca de la tolerancia religiosa. (GR) [23] Los shi’íes, sólo reconocen como únicos califas legítimos a ‘Aly, esposo de Fátima (hija del Profeta Mahoma) y  a sus descendientes, y excluyen a otros descendientes de Mahoma, reconocidos por los sunníes, o musulmanes ortodoxos. (Sobre Shi’a y Sunna, se puede consultar, por ejemplo: http://www3.giz.de/E+Z/zeitschr/ds202-6.htm )  

Esmeralda de Luis y Martínez 9 junio, 2012 9 junio, 2012 Abirám, Adoniram, Ahías de Siló, Amrou, Balkis-Makeda, Benoni, Betania, Booz, Caín, Giblim, Henoch, Hoben, Iblís, Irad, Jehová, la columna Jakín, Lamec, Makbenách, Maviaël, Mello, Menilék, Méthousaël, Molóch, Moria, Nemrod, Oterfut, Padre Juan, Phanor, Saba, Sadoc, Salomón, Schibboleth, Solimán, Sterkin, Talmud, Tubalcaín
“VIAJE A ORIENTE” 002

LAS MUJERES DEL CAIRO – I. Las bodas coptas – I. La máscara y el velo                                                                     El Cairo es la ciudad de Levante con las mujeres más herméticamente veladas. En Constantinopla, cialis en Esmirna, look una muselina blanca o negra permite en ocasiones adivinar los trazos de las hermosas musulmanas y es raro que los edictos más rigurosos consigan espesar ese velo sutil. Son doncellas graciosas y coquetas que, cure aunque consagradas a un solo esposo, no les molesta, en cuanto surge la oportunidad, coquetear con otros. Pero Egipto, severo y piadoso, fue siempre el país de los enigmas y misterios. La belleza se rodea, igual que antaño, de velos y tapadas. Y ese talante gris desalienta muy pronto al frívolo europeo que a los ocho días abandona El Cairo y apresura su marcha hacia las cataratas del Nilo en busca de otras decepciones que le reserva la ciencia pero que jamás reconocerá como tales.             La paciencia era la mayor virtud de los antiguos iniciados ¿Por qué, pues, apresurarse? Vamos a detenernos e intentemos levantar un borde del austero velo de la diosa de Saïs.             Por lo demás ¿acaso no es estimulante comprobar –en un país en el que las mujeres pasan por estar prisioneras— que los bazares, calles y jardines las muestran a miles: solas y a la ventura, o en pareja, o acompañadas de un niño? Desde luego, las europeas no disfrutan de tanta libertad: aquí, las mujeres distinguidas salen, es cierto, encaramadas en pollinos y en una posición inaccesible; pero, en Europa, las mujeres del mismo rango apenas si salen y cuando lo hacen se ocultan en un coche. Por supuesto está el velo que…tal vez, no establezca una barrera tan hostil como aparenta. Entre los ricos trajes árabes y turcos que la reforma ha desechado, el mismo vestido de las mujeres da a la muchedumbre que se agolpa en las calles el alegre aspecto de un baile de máscaras; el tinte de las túnicas varía tan sólo del azul al negro. Las grandes damas se tapan cuerpo y rostro con la habbarah de ligero tafetán, mientras que las mujeres del pueblo se envuelven con gracia en un simple ropón azul de lana o algodón (khamiss) como en la antigua estatuaria egipcia. La imaginación se aviva ante esta incógnita de los rostros femeninos. Incógnita que no se extiende a todos sus encantos. Hermosas manos adornadas con anillos-talismanes y brazaletes de plata. A veces, brazos de pálido mármol se escapan por completo de sus amplias mangas remangadas por encima del hombro; pies cargados de ajorcas que la babucha abandona a cada paso y sus tobillos, que van cantando con un rumor argentino. Esto es lo que está permitido admirar, adivinar, sorprender, sin que la gente se inquiete o sin que la mujer aparente notarlo. En ocasiones, los pliegues flotantes del velo estampado en blanco y azul que cubre cabeza y hombros se deslizan ligeramente y la abertura que se manifiesta entre ese velo y la larga máscara llamada borghot,  permite vislumbrar una graciosa sien en la que los cabellos castaños se rizan en bucles apretados, como en los bustos de Cleopatra; o una pequeña y firme oreja, sacudiendo sobre el cuello y la mejilla racimos de cequíes de oro, o alguna placa taraceada de turquesas y filigrana de plata. En ese instante se siente la necesidad de dialogar con los ojos de la egipcia velada y esto es precisamente lo más peligroso. La máscara es una pieza de crin negra estrecha y larga que desciende de la cabeza a los pies, y tiene dos agujeros a la altura de los ojos, como los del capirote de un penitente. Algunos anillos brillantes son enfilados entre el intervalo que une la frente con la barbilla de la máscara y justo tras esa muralla os aguardan unos ojos ardientes, armados de todas las seducciones que puedan prestarse a tal arte. La ceja, la órbita del ojo, la pupila misma y entre las pestañas reciben un afeite, el kohl , que las resalta y es imposible destacar mejor lo poco de su persona que una mujer aquí tiene derecho a mostrar.             Yo tampoco había comprendido al principio el poder de atracción que ejercía este misterio en el que se oculta la mitad más interesante del pueblo de Oriente; pero han bastado tan sólo algunos días para enseñarme que si una mujer se siente observada, generalmente encuentra el medio de dejarse ver, si es bella. Las que no lo son, saben que es mejor mantenerse veladas y no se les ha de tomar en cuenta. La fealdad se oculta como un crimen, pero siempre se puede adivinar alguna cosa con tal de que sea bien formada, graciosa, joven y bella.             La misma ciudad, al igual que sus habitantes, va desvelando muy lentamente sus rincones más ocultos, sus interiores más turbadores. La noche en que llegué a El Cairo estaba mortalmente triste y desanimado. Un paseo de algunas horas a lomos de un asno y en compañía de un dragomán, habían conseguido demostrarme que iba a pasar allí los seis meses más aburridos de mi vida, y encima todo había sido arreglado por adelantado a fin de que no pudiera quedarme ni un día menos.  Pero, ¡cómo! ¿esto es –me decía yo— la ciudad de “Las mil y una noches”? ¿la capital de los califas fatimíes y sudaneses?…Y me perdía en el enmarañado laberinto de callejuelas estrechas y polvorientas, en medio de la muchedumbre harapienta, del estorbo de los perros, camellos y burros, cercana ya la noche cuya sombra desciende rápida, por la polvareda que empaña el cielo y la altura de las casas.             ¿Qué esperar de esa confusa maraña, tal vez tan vasta como Roma o París? ¿de esos palacios y mezquitas que se cuentan por miles? Todo fue espléndido y maravilloso, no cabe duda, pero han pasado ya treinta generaciones; la piedra se desmorona por todas partes y la madera se pudre. Da la impresión de viajar en un sueño por una ciudad del pasado, únicamente habitada por fantasmas, que la pueblan sin animarla. Cada barrio se encuentra rodeado de murallas almenadas, cerrado con pesados portones como en la Edad Media, y aún conserva el aspecto de la época de Saladino. Largos pasadizos abovedados que conducen acá y allá de una calle a otra, encontrándose uno con frecuencia en un callejón sin salida que obliga a desandar lo andado. Poco a poco todo se cierra; tan solo queda luz en los cafés, y los fumadores, sentados sobre cestos tejidos con hojas de palmera, al vago resplandor de los candiles, escuchan alguna larga historia narrada en una monótona cantinela. En tanto, las mashrabeyas -celosías de madera, talladas y entrelazadas con esmero- se iluminan y cuelgan sobre la calle a guisa de miradores. La luz que se filtra a través de estos balcones es insuficiente para guiar la marcha del caminante que, consciente de la proximidad del toque de queda, se habrá de proveer de un farolillo, pues afuera sólo se encuentran, y muy raramente, europeos o soldados haciendo la ronda.             Desde luego, no acababa de ver qué iba a hacer yo por esas calles pasada esa hora, las diez de la noche, así que me fui a la cama bastante taciturno, diciéndome que seguro que esto se repetiría así todos los días y desesperando ya de los placeres de esta capital desoladora…             Mi primer sueño se cruzaba de forma inexplicable con los vagos sonidos de una cornamusa y de una ronca viola que me estaban crispando los nervios. Esa música obstinada repetía siempre en tonos diferentes el mismo melisma y despertaba en mí los ecos de una antigua fiesta de Navidad borgoñona o provenzal. ¿Pertenecía todo esto al ensueño o a la vida? Mi espíritu aún se debatió algún tiempo antes de despertarse totalmente. Me daba la impresión de descender a la tierra de una forma grave y burlona al mismo tiempo, entre cánticos de parroquia y borrachines coronados de pámpanos, una especie de alegría patriarcal y de tristeza mitológica que mezclaba sus impresiones en ese extraño concierto, donde quejumbrosas cantinelas de iglesia formaban la base de un aire bufón apropiado para marcar los pasos de una danza de Coribantes. El ruido se acercaba y se hacía cada vez más penetrante. Me levanté, aún soñoliento, cuando una gran luz, que penetraba por el enrejado de la ventana, me avisó por fin de que se trataba de un espectáculo real. Lo que había creído soñar se materializaba en parte: hombres casi desnudos, coronados como luchadores antiguos, combatían en medio del tumulto con espadas y escudos; pero se limitaban a golpear el escudo con el acero siguiendo el ritmo de la música y, retomando la  marcha, volvían a empezar un poco más lejos la misma lucha simulada. Numerosas antorchas y pirámides de velas llevadas por niños brillaban en la calle y guiaban un largo cortejo de hombres y mujeres, del que no pude distinguir todos los detalles. Algo como un fantasma rojo tocado de una corona de pedrería avanzaba lentamente entre dos matronas de gran porte, y un grupo confuso de mujeres vestidas de azul cerraba la marcha lanzando en cada parada un gorjeo de albórbolas de singular efecto. Se trataba de una boda, no cabía la menor duda. En París ya había visto, en los grabados del ciudadano Cassas, un mosaico completo de estas ceremonias; pero lo que acababa de percibir a través de las artesas no bastaba para apagar mi curiosidad y quería a toda costa seguir al cortejo y observarlo más a mi gusto. Mi dragomán, Abdallah, al que comuniqué esta idea, simuló estremecerse de mi osadía, inquietándose un poco por el hecho de recorrer las calles en medio de la noche y hablándome del peligro de ser asesinado o asaltado. Por suerte yo había comprado uno de esos mantos de piel de camello llamados machlah que cubren a un hombre de arriba abajo, y con mi barba ya crecida y un pañolón retorcido en torno a la cabeza, el disfraz estaba a punto.

Esmeralda de Luis y Martínez 25 enero, 2012 26 enero, 2012 bodas coptas, Cairo, máscara
“VIAJE A ORIENTE” 043

V. La embarcación – V. El bosque de piedra… No sabía muy bien qué hacer al día siguiente por la mañana para esperar la hora en que el viento debía levantarse. El raïs y toda su gente se habían librado al sueño con esa profundidad del “gran día”, cialis difícil de concebir entre las gentes del norte. Pensé que lo mejor era dejar a la esclava en la embarcación durante todo el día, mientras yo me iba a pasear por Heliópolis, que estaba apenas a una milla. De pronto, me acordé de una promesa que había hecho a un gallardo comisario de marina que me había prestado su camarote durante la travesía de Syra a Alejandría. “Sólo le pido una cosa, me había dicho – cuando al llegar le di las gracias – y es que me traiga algunos fragmentos del bosque petrificado que se encuentra en el desierto, a poca distancia de El Cairo. Cuando pase por Esmirna, déjelos en casa de Mme. Cartou, en la calle de Las Rosas”. Este tipo de encargos son sagrados entre viajeros. La vergüenza de haberme olvidado de esto hizo que me decidiera de inmediato a hacer esa fácil expedición. Por lo demás, yo también tenía ganas de ver ese bosque cuya estructura no acababa de explicarme. Desperté a la esclava que estaba de muy mal humor, y que pidió quedarse con la mujer del raïs; una simple reflexión y la experiencia adquirida sobre las costumbres del país me probaron que, en esa honorable familia, la inocencia de la pobre Zeynab no corría peligro alguno. Una vez tomadas las disposiciones necesarias y advertido el raïs, que me hizo llegar un buen asno, me dirigí hacia Heliópolis, dejando a la izquierda el canal de Adriano, excavado entre el Nilo y el Mar rojo, y cuyo lecho seco sirvió más adelante para trazar nuestra ruta en medio de las dunas de arena. Todos los alrededores de El Choubrah están cultivados admirablemente. Tras un bosque de sicomoros, que se extiende alrededor de los criaderos de caballos, se dejan a la izquierda numerosos jardines, en los que el naranjo se cultiva al tresbolillo en los intervalos que dejan las plantaciones de palmeras datileras. Después, atravesando una rama del CÁLISH o canal del Cairo, se gana en poco tiempo la linde del desierto, que comienza en el límite de las inundaciones del Nilo. Allí se detiene la fértil cuadrícula de las llanuras, cuidadosamente regadas por los surcos que corren desde las acequias o de los pozos de palas. Allí comienza, con esa impresión de tristeza y muerte de quienes vencen a la misma naturaleza, ese extraño suburbio de construcciones sepulcrales que sólo termina en el MOKATAM, y que se llama, de este lado, El Valle de Los Califas. Allí es donde Touloun y Bïbars, Saladin y Malek-Adel*, y otros mil héroes del Islam, sino en grandes palacios aún brillantes de arabescos y dorados, entremezclados con amplias mezquitas. Parece que los espectros, habitantes de estas vastas moradas, quisieran poseer aún estos lugares de plegaria y reuniones que, según se cree en sus tradiciones, se pueblan en fechas determinadas de una especie de fantasmagorías históricas. Al alejarnos de esa triste ciudad, cuyo aspecto exterior produce el efecto de un brillante barrio de El Cairo, llegamos al altozano de Heliópolis, construida allí para ponerla al abrigo de las grandes inundaciones. Toda la planicie que se percibe en ese paraje está festoneada de pequeñas colinas formadas por un amasijo de escombros. Se trata, sobre todo, de las ruinas de una aldea que cubren por completo los restos perdidos de las primitivas construcciones. No queda nada en pie, ni una sola piedra antigua se eleva del nivel del suelo, excepto el obelisco, a cuyo alrededor se ha plantado un extenso jardín. El obelisco señala el centro de los cuatro paseos de ébanos que dividen el enclave. Abejas silvestres han establecido sus panalillos en las anfractuosidades de una de las caras del obelisco que, como es bien conocido, está degradada. El jardinero, habituado a las visitas de los viajeros, me ofreció flores y frutos. Me senté y medité por un instante en los esplendores descritos por Estrabón*, en los otros tres obeliscos del templo del sol, de los que dos, están en Roma, y el otro fue destruido; en esas avenidas de esfinges de mármol amarillo, tan numerosas, y de las que en el último siglo ya solo se puede ver una en esa ciudad, cuna de las ciencias, adonde Herodoto y Platón vinieron para iniciarse en sus misterios. Heliópolis conserva también otros testimonios desde el punto de vista bíblico. Fue aquí donde José dio aquel buen ejemplo de castidad que en nuestro tiempo no se aprecia más que con una irónica sonrisa. Para los árabes, esta leyenda tiene un carácter bien diferente: José y Zuleïka representan el prototipo del amor puro**, sentimientos vencidos por el deber, que triunfa de una doble tentación, ya que el dueño de José era uno de los eunucos del faraón. En la leyenda original, con frecuencia tratada por los poetas de Oriente, la tierna Zuleïka no es sacrificada como en las que conocemos nosotros. Mal juzgada en un primer momento por las mujeres de Menfis, fue perdonada por todos cuando José, al salir de la prisión, fue a la corte del faraón para admirar todo el encanto de su belleza. El sentimiento de amor platónico que los poetas árabes creen que tuvo José hacia Zuleïka, y que hace su sacrificio aún más bello, no impidió a este patriarca unirse más tarde a la hija de un sacerdote de Heliópolis, llamada Azima. Fue un poco más lejos, hacia el norte, en donde se estableció con su familia, en un lugar llamado Gessen, en el que se ha creído hasta nuestros días encontrar los restos de un templo judío construido por Onías***. No he tenido tiempo de visitar esa cuna de la estirpe de Jacob, pero no dejaré escapar la ocasión de defender a todo un pueblo, del que hemos aceptado las tradiciones patriarcales, de un acto poco leal, que los filósofos le han reprochado con dureza. Discutía un día en El Cairo acerca de la huída a Egipto del pueblo de Dios con un humorista de Berlín, que formaba parte del grupo de sabios de la expedición de Lepsius: –          “¿Cree usted, me dijo, que tantos hebreos tan honrados habrían cometido la indelicadeza de tomar de ese modo los bienes de la gente que, aunque fueran egipcios, habían sido durante tanto tiempo sus vecinos o amigos?. –          Ante su comentario, le hice la siguiente observación: hay que creer eso o bien negar las Escrituras. –          Puede haber un error en la versión o una interpolación en el texto; pero le ruego que preste atención a lo que voy a decirle: los hebreos han poseído desde siempre un talento congénito para las finanzas, los créditos y los préstamos. En aquella época, todavía muy sencilla, no se debían hacer préstamos más que sobre prendas, y convénzase bien que esa y no otra era su industria principal. –          Pero los historiadores les describen como trabajadores ocupados en fabricar adobes para las pirámides (que bien es cierto, son de piedra) y que la retribución por su trabajo se hacía en cebollas y otros comestibles. –          ¡Desde luego! Y si pudieron atesorar algunas cebollas, le aseguro que habrían sabido sacar beneficio de ello y les habría proporcionado muchas otras ventajas. –            Entonces, ¿qué conclusión se podría obtener?. –            Ninguna otra cosa salvo que la riqueza que habían conseguido formaba probablemente parte de los préstamos que pudieron hacer en Menfis. El egipcio es negligente, y es muy probable que dejara acumularse los intereses y las cuentas, y la renta, según la tasa legal… –          ¿Eso significa que no pudieron reclamar ni un céntimo de beneficio? –          Estoy convencido. Los hebreos no se llevaron más que lo que habían ganado según las leyes de la equidad natural y comercial. Con ese acto, seguramente legítimo, sentaron entonces los fundamentos del crédito. Por lo demás, el Talmud cita en términos precisos: “Ellos tomaron tan sólo lo que era de ellos”. Yo no le dí más valor que el de un comentario más a esa paradoja berlinesa, y no tardé en encontrar a pocos pasos de Heliópolis los vestigios más importantes de la historia bíblica. El jardinero que se encarga de la conservación del último monumento de esta ilustre ciudad, llamada antiguamente Ainschems o “El ojo del sol”, me ha cedido a uno de sus campesinos para guiarme hasta el Matarée. Tras unos minutos de marcha entre el polvo del camino, encontré un nuevo oasis, mejor dicho, todo un bosque de sicomoros y naranjos: una fuente corre a la entrada del recinto, y es, según dicen, la única fuente de agua dulce que deja filtrar el terreno nitroso de Egipto. Los habitantes atribuyen esta cualidad a una bendición divina. Durante la estancia de la sagrada familia en Matarée, fue ahí, se dice, donde la Virgen venía a lavar la ropa del Niño-Dios. Además, se supone, entre otras virtudes, que este agua cura la lepra. Aquí, unas pobres mujeres, dispuestas cerca de la fuente, ofrecen una taza de agua, previo pago de una pequeña limosna.  Todavía tengo que ver en el bosque, el frondoso sicómoro bajo el que se refugió la Sagrada Familia, perseguida por la banda de un truhán llamado Dimas. El que más tarde se convirtió en “el buen ladrón”, acabó por descubrir a los fugitivos; pero de pronto la fe tocó su corazón, hasta el punto de que ofreció su hospitalidad a María y José, en una de sus casas situada en el emplazamiento del viejo Cairo, que entonces era conocido como la Babilonia de Egipto. Ese Dimas, cuyas ocupaciones al parecer eran lucrativas, tenía propiedades por todas partes. Ya me habían enseñado, en el viejo Cairo, en un convento copto, una antigua cueva, rematada por una bóveda de ladrillos, que pasaba por ser lo que quedaba de la hospitalaria casa de Dimas, e incluso el mismísimo lugar en el que dormía la Sagrada Familia. Todo esto pertenece a la tradición copta, pero el árbol maravilloso de Matarée recibe el homenaje de todas las confesiones cristianas. Sin que vayamos a pensar que ese sicómoro se remonta a la antigüedad que dicen, sí se puede admitir  que es producto de los retoños del primitivo árbol, y nadie le visita desde hace siglos sin dejar de arrancar un fragmento de su madera o de la corteza. Aún así, todavía mantiene hoy en día unas dimensiones enormes, y se asemeja a un baobab de la India. El inmenso desarrollo de sus hojas y ramas desaparece bajo los exvotos, bonetes, peticiones y estampas que cuelgan o clavan por todas partes. Al dejar Mattarée, no tardamos en encontrar de nuevo los vestigios del canal de Adriano, que nos sirvió de camino durante cierto tiempo, y en donde las ruedas de hierro de los vehículos de Suez, dejan profundas huellas. El desierto es mucho menos árido de lo que se pueda creer; matas de plantas olorosas, musgos, líquenes y cactus tapizan casi todo el terreno, y grandes rocas cubiertas de arbustos se perfilan en el horizonte. La cadena del Mokatam se pierde a la derecha hacia el sur; el desfiladero que al estrecharse, no tarda en ocultar la vista; entonces mi guía me indicó señalándola, la singular composición de las rocas que dominaban el camino: eran bloques de conchas y todo tipo de crustáceos. El mar del diluvio, o quizá, únicamente el Mediterráneo que, según los sabios cubrió en otros tiempos todo el valle del Nilo, dejó aquí marcas incontestables. ¿Se puede suponer algo más extraordinario?. El valle se abre en un inmenso horizonte que se extiende hasta perderse de vista; ni una huella, ni un camino; el suelo está surcado por todas partes por largas columnas rugosas y grisáceas. ¡Oh, prodigio! Aquí está el bosque petrificado. ¿Qué terrible soplo ha podido derribar en un instante estos troncos de palmeras gigantescas? ¿Por qué todos están caídos del mismo lado, con sus ramas y sus raíces, y por qué la vegetación se ha congelado y endurecido dejando ver claramente las fibras de madera y los conductos de la savia? Cada vértebra se ha roto por una suerte de desmembramiento; pero todas han quedado unidas como los anillos de un reptil. No hay nada en el mundo tan extraño. No es una petrificación producida por la acción química de la tierra; todo ha quedado a ras del suelo. Es así como cayó la venganza de los dioses sobre los compañeros de Phineo* . ¿Sería esto un terreno que abandonó el mar? Pero nada parecido señala la acción ordinaria de las aguas. ¿Fue un cataclismo súbito, un torbellino de las aguas del diluvio? ¿Pero cómo, en ese caso, los árboles no habrían flotado? Se pierde el aliento ante algo de tal magnitud; ¡mejor ni pensar en ello! Por fin salí de este extraño valle, y alcancé de nuevo rápidamente Choubrah. Apenas me di cuenta de los cubiles que habitan las hienas y las blancuzcas osamentas de los dromedarios que han sembrado profusamente el paso de las caravanas; llevaba en mi pensamiento una impresión mayor que la que me produjo la primera vez que vi las pirámides: ¡sus cuarenta siglos son bien poco ante los testigos irrecusables de un mundo primitivo destruido de un golpe!. * Touloun, fundador de la breve dinastía de los Toulounidas, se convirtió en gobernador de Egipto el 872 y se apoderó de Siria en el 877. Bïbars, fue en s. XIII el cuarto sultán de la dinastía de los Mamelucos Baharíes; Saladino (1137-1193) sultán de Egipto y de Siria, fue el héroe musulmán de la tercera Cruzada, y Malek-Adel, su hermano. (GR) * GÉOGRAPHIE, XVII (GR) ** El Corán, en la sura 12, JOSEF, menciona bien el amor de Zuleïka hacia Josef, la nobleza moral de él y la excusa que encuentra ella en la belleza del joven. Pero la idea de un “amor platónico” y el matrimonio con Azima suscitan comentarios que dan lugar a la leyenda. Como con frecuencia, Nerval sigue aquí a Herbelot, Bibliothèque Orientale. *** En el s. II a.C. el sumo pontífice judío Onías IV se retiró a Egipto en el reinado del rey Ptolomeo Filométer. Allí construyó, al norte de Heliópolis, una copia reducida del templo de Jerusalem (GR) * Phineo intentó secuestrar a Andrómeda el día de sus nupcias con Perseo; pero éste le mostró la cabeza de La Medusa y al instante quedó petrificado junto con sus compañeros.

Esmeralda de Luis y Martínez 18 febrero, 2012 18 febrero, 2012 Azima, el canal de Adriano, el Mar Rojo, El raïs, Gessen, Heliópolis, Jsé y Zuleïka, Matttarée, Mme. Cartou, Mokatam, Onías, Syra
AL-YÁMI’.- Jarabes y electuarios – 003

                                                 /3//?/ ?????: ???? ??? ?????? ???? ??? ????? ? ???? ?????? ? ???? ??? ????? ??????? ? ?? ???? ?????:              ? ?? ?? ???? ?????: – ??? ???? ?? ??? ?? ????? – ??? ??? ???? ??                   – ?????   – ??? ???   – ??? ??? ————-     ???? ????? – ?????? —————–     ??? ?????     ???? ??????? ????? ? ???? ???? ?? ?????? ????? ???? ?? ????? ?????? ????? ? ?? ????? ??????? ????? ??? ?? ????? ??? ??????? ? ???? ?? ???? ???? ?? ??? ? ???? ??? ??? ?????? ???? ????? ?? ???? ???? ?? ? ??. TRADUCCIÓN 3 – (Otro electuario tipo) ma’??n. Se toma después de comer, sovaldi sale pues es un digestivo que fortalece el estómago y beneficia la digestión de los alimentos; tiene además grato sabor: Una onza de cada uno (de los siguientes elementos): cáscara de toronja (que haya hervido en agua) cáscara de lima pequeña majada almáciga pétalos de rosa Cinco dracmas de cañafístula Media onza de macis Se majan los simples por separado y luego se ciernen. Se amasan y añaden mermelada dulce de manzana y mermelada de membrillo, a parte iguales y en cantidad tal que permita amasar los medicamentos. Se conserva en vasija de vidrio o de barro esmaltado. Debe tomarse tras la comida pues es provechoso (con permiso de Dios Grande y Poderoso).

Esmeralda de Luis y Martínez 4 septiembre, 2012 4 septiembre, 2012 digestivo, ma’ŷūn
“VIAJE A ORIENTE” 031

III. El harem – VIII. Los misterios del harem…  Andaba meditando sobre todo lo que había escuchado, purchase y de nuevo me di cuenta de otra ilusión que también había que abandonar: las delicias del harem, el poderío del marido o del señor, las mujeres encantadoras unidas para hacer feliz a un solo hombre… La religión o las costumbres atemperan singularmente este ideal que ha seducido a tantos europeos. Todos aquellos que bajo el influjo de nuestros prejuicios habían entendido la vida oriental de ese modo, en muy poco tiempo se habían visto decepcionados. La mayoría de los Francos que entraron al servicio del Pachá y que, por razones de interés o de placer, abrazaron el islamismo, han vuelto en la actualidad, si no al redil de la Iglesia, al menos a las dulzuras de la monogamia cristiana. Metámonos bien esta idea en la cabeza, que la mujer casada, en todo el imperio turco, tiene los mismos privilegios que en nuestros países, y que puede prohibir a su marido tomar una segunda mujer, haciendo de este punto una cláusula de su contrato de matrimonio. Y en caso de que consienta habitar en la misma casa con otra mujer, tiene derecho a vivir aparte, y no coincidir de ninguna manera, como se cree, para formar esos idílicos cuadros con las esclavas bajo la mirada del esposo y señor. Que a nadie se le ocurra pensar que estas bellas damas van a consentir en cantar o bailar para divertir a su señor. Esos son talentos que les parecen indignos de una mujer honesta; pero cada uno tiene derecho de hacer venir a su harén a “Lamées” y “Ghawasies” para así distraer a sus mujeres. Además, más vale que el señor de un serrallo se guarde muy bien de ocuparse de las esclavas que ha regalado a sus mujeres, ya que estas esclavas se han convertido en propiedad personal, y si le apeteciera adquirir una para su propio uso, hará mejor en alojarla en otra casa, aunque por supuesto, nada les impide utilizar este medio para aumentar su posteridad. Conviene saber que cada casa está dividida en dos partes separadas por completo: una, consagrada a los hombres, y la otra, a las mujeres. De un lado, hay un señor de la casa, pero del otro, está la señora. Esta última es la madre o la suegra, o la esposa más antigua, o la que ha dado a luz al primogénito de la familia. La primera mujer se llama la “gran dama”, y la segunda, “el periquito” (durrah) Cuando las mujeres son numerosas, lo que sólo se da entre las grandes fortunas, el harem es una especie de convento en donde dominan unas reglas austeras. Se ocupan sobre todo de criar a los niños, bordar y organizar el trabajo doméstico de las esclavas. La visita del marido se hace con toda ceremonia, así como la de los parientes más cercanos, y como no se almuerza con las mujeres, todo lo que puede hacer para pasar el tiempo es fumar con parsimonia el narguile y tomar café o sorbetes. Es costumbre que se haga anunciar con tiempo su llegada. Además, si encuentra pantuflas a la puerta del harem, se guarda muy mucho de penetrar en él, ya que esto es señal de que su mujer o algunas de sus mujeres, reciben la visita de sus amigas, y las amigas, con frecuencia, se quedan allí uno o dos días. En cuanto a la libertad de salir y hacer visitas, es algo que no se puede prohibir a una mujer nacida libre. El único derecho del marido se ciñe a hacerla acompañar por esclavos; aunque ésta es una precaución insignificante, debido a la facilidad que tienen para salir de un lugar disfrazadas, bien sea de los baños, o bien de la casa de alguna de sus amigas, mientras los vigilantes aguardan a la puerta. El velo y la uniformidad del vestuario les dan en realidad una mayor libertad que a las europeas, si quisieran seguir ese juego. Los cuentos graciosos narrados por la tarde en los cafés tratan con frecuencia de las aventuras de amantes que se disfrazan de mujeres para entrar en un harem. Nada más fácil, en efecto, aunque hay que aclarar que esto pertenece más a la imaginación árabe que a las costumbres turcas, que prevalecen en Oriente desde hace dos siglos. Añadamos además, que el musulmán no es muy inclinado al adulterio, y encontraría terrible poseer una mujer que no le perteneciera enteramente a él. Y respecto a la buena fortuna de los cristianos, pues es rara. En otra época había un doble peligro de muerte; pero hoy en día sólo la mujer arriesga su vida, y únicamente en el caso flagrante de cometer el delito en la casa conyugal. De otro modo, el caso de adulterio no es más que una causa de divorcio y de algún castigo. La ley musulmana no tiene nada que reduzca, como se creía, a las mujeres a un estado de esclavitud y de abyección. Las mujeres heredan, tienen pertenencias personales, como cualquiera, y todo ello con independencia de la autoridad del marido. Tienen derecho a provocar el divorcio por los motivos regulados por la ley. El privilegio del marido es, sobre este punto, el de poder divorciarse sin dar razones para ello. Basta con que diga a su mujer ante tres testigos: “Te divorcio” y no puede reclamar más que la dote estipulada en su contrato de matrimonio. Todo el mundo sabe que, si quisiera desposarla otra vez, no podría hasta que ella se volviera a casar de nuevo, y después se divorciara. La historia del “hulla” , que en Egipto llaman “musthilla”, y que juega el papel de esposo por intermedio, se renueva algunas veces, sólo entre la gente pudiente. Los pobres, se dejan y se vuelven a unir sin dificultad. En fin, sea como sea, todos los grandes personajes que, por ostentación o por gusto, usan de la poligamia, tienen también su anverso en El Cairo entre los pobres diablos que se casan con varias mujeres para vivir de su trabajo. Mantienen tres o cuatro domicilios en la ciudad, lo que las mujeres ignoran por completo, y cuando descubren el engaño, se originan disputas de lo más cómicas que terminan en la expulsión del perezoso “fellah” de los diversos hogares de sus esposas, ya que si la ley le permite varias mujeres, también le impone, por otra parte, la obligación de mantenerlas.

Esmeralda de Luis y Martínez 12 febrero, 2012 12 febrero, 2012 Durrah, el divorcio, el hulla, fellah., la dote, musthilla
“VIAJE A ORIENTE” 053

VI. La Santa Bárbara – IX. Costas de Palestina… Saludé emocionado a la tan deseada aparición de la costa de Asia. ¡Hacía tanto tiempo que no había visto montañas! La brumosa frescura del paisaje, troche el resplandor tan vivo de las casas pintadas y de los kioscos turcos reflejándose en el agua azul, patient las tierras escalonadas que trepan con dificultad entre el cielo y el mar, el romo pico del monte Carmelo, el edificio cuadrado y la alta cúpula de su célebre convento, que desde lejos aparecen teñidos de ese radiante color cereza, que recuerda siempre a la fresca aurora de los cantos de Homero, y al pie de esos montes, Khaiffa, que dejábamos ya atrás, frente a San Juan de Acre; situada al otro extremo de la bahía, y delante de la que se había detenido nuestro navío. Era un espectáculo lleno de gracia y a la vez grandeza. La mar, apenas rizada, se deslizaba como aceite hacia el arenal en donde espumaba la delgada traza de la ola, pujando su tinte azulado con el éter que ya vibraba con el fuego del sol aún invisible… Esto es lo que Egipto jamás ofrece con sus costas bajas y unos horizontes siempre mancillados por el polvo. Por fin apareció el sol que recortó con nitidez ante nosotros la ciudad de Acre avanzando hacia el mar sobre su promontorio de arena; con sus blancas cúpulas, sus muros, casas con terrazas, y aquella torre cuadrada, festoneada de almenas, que fue hace mucho tiempo morada del terrible Djezzar-Pacha, contra el que luchó Napoleón[1]. Echamos el ancla a poca distancia de la orilla. Había que esperar la visita de Sanidad antes de que las barcas pudieran venir a aprovisionarnos de agua fresca y fruta. Desembarcar, nos estaba prohibido, a menos que quisiéramos detenernos en la ciudad y pasar allí la cuarentena. En cuanto el barco de Sanidad vino a constatar que todos estábamos enfermos por llegar de la costa de Egipto, se permitió a las barcas del puerto que nos trajeran las provisiones esperadas y recibir nuestro dinero con las precauciones habituales. De este modo, a cambio de los toneles de agua, melones, sandías y granadas, que nos vendieron, nosotros teníamos que poner nuestros ghazis, piastras y paras (monedas turcas) dentro de barreños con agua y vinagre, que se colocaban a nuestro lado. Una vez que nos hubieron suministrado todas las provisiones, olvidamos nuestras querellas internas. Al no poder desembarcar durante algunas horas, y renunciando a quedarme en la ciudad, no juzgué conveniente enviar mi carta al pachá que, por otra parte, todavía podría servirme de recomendación en otro de los puntos de la antigua costa fenicia sometida al pachalik de Acre. Esta ciudad, que los antiguos llamaban Ako, o “la estrecha”, y los árabes Akka, fue conocida como Ptolémaïs hasta la época de Las Cruzadas. De nuevo se izaron las velas, y a partir de este momento nuestro viaje fue una fiesta; pasamos rozando, a un cuarto de milla de distancia las costas de la Célé-Syrie[2] y el mar, siempre claro y azul, reflejando como un lago la graciosa cadena de las montañas que van desde El Carmelo hasta el Líbano. Seis leguas más alto que San Juan de Acre aparece Sour, la antigua Tiro, con el espigón de Alejandro (el Magno) uniendo la costa al islote en donde se construyó la ciudad antigua, que hubo de ser asediada durante tanto tiempo. Seis leguas más lejos está Saïda, la antigua Sidón, que agrupa como un rebaño su amasijo de casas blancas al pie de las montañas habitadas por los drusos. Esa célebre costa no muestra más que unas pocas ruinas como recuerdo de la rica Fenicia. Pero ¿qué pueden legar ciudades en las que únicamente ha florecido el comercio? ¡Su esplendor ha pasado como una sombra, como el polvo, y la maldición de los libros bíblicos se ha cumplido enteramente, como todo lo que sueñan los poetas y que niega la sabiduría de las naciones!. Sin embargo, en el momento de llegar al final del trayecto, todo da igual, incluso esas hermosas orillas ribeteadas de azul. Por fin, el promontorio de Ra’s-Beirut y sus rocas grisáceas, dominadas a lo lejos por la cima nubosa del Sannín. La costa es árida y bajo los rayos de un sol ardiente aparecen los más mínimos detalles de las rocas tapizadas de una musgosidad rojiza. Dejamos la costa, giramos hacia el golfo, y de pronto todo cambió. Un pasiaje lleno de frescor, de sombra y de silencio; una vista de Los Alpes tomada desde un valle de un lago de Suiza, y ahí está Beirut… calma por un tiempo. Es Europa y Asia que se funden en muelles caricias; es, para todo peregrino un poco saturado de sol y de polvo, un oasis marítimo en donde se encuentra extasiado, frente a las montañas, con algo que en el norte es tan triste y que en cambio, en el sur se torna en gracioso y deseado: ¡las nubes!. ¡Benditas nubes!, ¡nubes de mi patria!, ¡había olvidado vuestros beneficios! ¡Y el sol de oriente os dota de tal encanto! Por la mañana aparecéis con esos dulces colores, medio rosas, medio azulados, como nubes mitológicas, de cuyo seno siempre se espera ver aparecer sonrientes deidades. Por la tarde, sus maravillosas brasas, bóvedas púrpuras que se desmoronan y degradan con rapidez en copos violetas, mientras el cielo pasa de tintes de zafiro a los de esmeralda, fenómeno tan raro en los países del norte. A medida que avanzábamos, el verdor resplandecía en toda su magnificencia, y el colorido intenso de la tierra y de las casas añadía aún más frescor al paisaje. La ciudad, al fondo del golfo, parecía ahogada entre la vegetación, y en lugar de ese amasijo fatigoso de casas blanqueadas con cal, que constituyen la mayoría de las ciudades árabes, me parecía vislumbrar una colonia de encantadoras villas diseminadas en una superficie de unas dos leguas. Es cierto que algunos edificios se aglomeraban en un cierto punto de donde surgían torres redondas y cuadradas; pero aquello no parecía ser otra cosa que un barrio del centro, ornado con numerosas banderolas de todos los colores. Mas en vez de acercarnos, como yo creía, a la estrecha rada colmada de pequeños navíos, cortamos en línea recta a través del golfo y fuimos a desembarcar en un islote rodeado de rocas, en donde unos modestos edificios, presididos por una bandera amarilla, señalaban la cuarentena, y en cuyo lugar, de momento, sólo nos estaba permitido desembarcar. [1] El bosnio Ahmed (1775-1804), apodado Djezzar (el carnicero), antiguo mameluco que llegó a pachá de Acre, defendió en 1799 la ciudad contra Napoleón con la ayuda del almirante inglés Sidney Smith y del inmigrante francés Phélippeaux. (GR)  [2] CÉLÉSYRIE, (Géogr.) provincia de Asia que formaba parte de Siria.  

Esmeralda de Luis y Martínez 20 febrero, 2012 20 febrero, 2012 Akka, Beirut, Djezzar-Pacha, El Carmelo, Fenicia, Khaiffa, Líbano, San Juan de Acre, Sidón, Tiro
“VIAJE A ORIENTE” 016

II. Las esclavas – VI. Los derviches…             Cuando dejé la casa del cónsul, cure la noche estaba ya avanzada. El barbarín me esperaba a la puerta, enviado por Abdallah, que había juzgado oportuno retirarse a dormir. Nada que objetar. Cuando se tienen muchos criados, se reparten las obligaciones, es natural… Por lo demás, Abdallah nunca se dejaría catalogar en esta última categoría. Un dragomán es a sus propios ojos un hombre instruido, un filólogo, que consiente en poner su ciencia al servicio del viajero. No le importaría hacer el oficio de cicerone, e incluso no rechazaría y se tomaría con agrado las amables atribuciones del señor Pandarus de Troya, pero hasta ahí llega su especialidad. ¡Y ya tiene usted servicios de sobra para las veinte piastras diarias que le paga!. Vendría bien, por lo menos, que estuviese allí para explicar todas las cosas que se me escapan. Por ejemplo, me hubiera gustado saber el motivo de cierto movimiento en las calles, que a esa hora de la noche me resultaba extraño. Los cafetines permanecían abiertos y abarrotados de gente; las mezquitas iluminadas, resonaban con cantos solemnes, y sus esbeltos minaretes se adornaban con anillos de luz. Se habían montado tenderetes en la plaza de Ezbekieh, y por todas partes se escuchaba el sonido del tambor y de la flauta de caña. Nada más dejar la plaza y adentrarnos en las calles, a duras penas pudimos dar un paso entre la multitud que se apiñaba a lo largo de los puestos, abiertos como en pleno día, alumbrados todos ellos, por centenares de velas y adornados con cadenetas y guirnaldas de papel dorado y de colores. Ante una pequeña mezquita situada en medio de la calle, había un inmenso candelabro formado por multitud de pequeñas lámparas de vidrio en forma de pirámide del que pendían, suspendidos a su alrededor, racimos de farolillos. Unos treinta cantores, sentados en óvalo en torno al candelabro, parecían formar un coro en el que otros cuatro, de pie y en medio de ellos, entonaban sucesivamente las distintas estrofas. Había dulzura y un punto de expresión amorosa en este himno nocturno que se elevaba al cielo con un sentimiento de melancolía, típico de la gente de Oriente, que con tanta facilidad se da a la alegría o a la tristeza. Me detuve a escucharlo, a pesar de la insistencia del barbarín, que pretendía arrancarme fuera de la muchedumbre, y entonces me percaté de que la mayoría de los oyentes eran coptos, reconocibles por su turbante negro. Quedaba claro, pues, que los turcos admitían de buen grado la presencia de cristianos en esta solemnidad. Esperaba tener suerte y que la tiendecilla de Ms. Jean no estuviera lejos de esta calle, y conseguí hacer que el barbarín comprendiera mi petición de que me condujera hasta allí. Encontramos al otrora mameluco bien despierto y en pleno ejercicio de su comercio de espirituosos. Un tonel, al fondo de la trastienda, reunía a coptos y a griegos, que venían a refrescarse y a reposar de vez en cuando, de los trajines de la fiesta. Ms. Jean me informó de que acababa de asistir a una ceremonia de cánticos religiosos, o ZIKR, en honor de un santo derviche enterrado en la vecina mezquita, que por estar situada en el corazón del barrio copto, disfrutaba del privilegio de que los gastos anuales de esta fiesta corrieran a cargo de las familias coptas más adineradas. Esto explicaba la profusión y mezcla de turbantes negros con los de otros colores. Además, a las clases populares cristianas también les gustaba celebrar las fiestas en conmemoración de ciertos derviches o santones religiosos, cuyas extrañas prácticas, con frecuencia no pertenecían a ningún culto determinado, sino que se remontaban a supersticiones de la antigüedad. En efecto, cuando volví al lugar de la ceremonia, adonde Ms. Jean se empeñó en acompañarme, me encontré con que la escena había tomado un carácter aún más extraordinario. Los treinta derviches, cogidos de la mano, se balanceaban con una especie de movimiento cadencioso, mientras los cuatro corifeos, o ZIKKERS, entraban poco a poco en un frenesí poético, entre tierno y salvaje; su cabello de largos bucles, conservado sin cortar, en contra de la costumbre de los musulmanes, flotaba con el balanceo de sus cabezas, tocadas, no con el TARBOUCHE turco, sino con una especie de bonete de formas primitivas, parecido al pétase romano. Su salmodia zumbante iba tomando por momentos acentos dramáticos. Por supuesto, los versos eran respondidos y se dirigían entre ternuras y lamentos a un incierto objeto de amor desconocido. Es posible que los antiguos sacerdotes de Egipto celebraran de este modo los misterios de Osiris perdido o hallado. Así debieron ser sin duda, los lamentos de los coribantes o cabirios, y este extraño coro de derviches aullando y golpeando la tierra con una monótona cadencia puede que aún obedezcan a esa vieja tradición de arrebatos y trances que antaño resonaran en esta parte del Oriente, desde los oasis de Ammón, hasta la fría Samotracia. Solo con escucharles se me llenaban los ojos de lágrimas, mientras el entusiasmo iba ganando poco a poco a todos los asistentes. Ms. Jean, viejo escéptico de la armada republicana, no compartía esta emoción. Encontraba todo aquello bastante ridículo, y me aseguró que incluso los musulmanes consideraban a esos derviches como mendigos dignos de lástima. “Es el populacho quien les anima, me decía, además, es lo menos ortodoxo y parecido al auténtico mahometanismo, incluso, aún dándoles algún beneficio de ortodoxia, lo que cantan no tiene sentido. No es nada, me dijo, son canciones amorosas que dedican a no se sabe qué propósito. Yo conozco muchas de ellas, por ejemplo, ésta es una de las que acaban de cantar: Mi corazón está turbado de amor, mis párpados ya no se cierran ¿volverán a ver mis ojos a la amada? En la consunción de las noches tristes, la ausencia hace morir la esperanza. Mis lágrimas ruedan como perlas y mi corazón yace abrasado. ¡Oh, paloma!, dime, ¿por qué te lamentas así? ¿también la ausencia te hace a ti gemir? ¿o es que  tus alas ya  no encuentran el cielo? La paloma responde: Nuestras penas son parejas, yo me consumo de amor, ¡así es! sufro del mismo infortunio, y la ausencia de mi amado es la que me hace llorar. Y el estribillo con el que los treinta derviches acompañan a estas coplas siempre es el mismo: “¡No hay más Dios que Dios!”. –  Me parece, dije, que esta canción bien puede dirigirse en efecto, a la divinidad; y no cabe duda de que se trata del amor divino. –   De ninguna manera; porque en otras coplillas se les oye comparar a su amada con la gacela del Yemen; decirle que tiene la piel suave y que apenas ha dejado el tiempo de lactancia…Esto es, añadió, lo que nosotros llamaríamos cantares picarescos”. Yo no estaba convencido, y más bien encontraba en los otros versos que me citó, un cierto parecido con el Cantar de los Cantares. “Además, prosiguió Ms. Jean, aún les verá realizar considerables locuras pasado mañana, durante la fiesta de Mahoma; tan solo le aconsejo que se vista de árabe, ya que esta fiesta coincide este año con el regreso de los peregrinos de La Meca, y entre estos últimos hay muchos magrebíes (musulmanes del oeste) que no gustan de los atuendos de los francos, en especial tras la conquista de Argel”. Me prometí seguir su consejo y regresé a mi casa en compañía del barbarín. La fiesta debía continuar aún toda la noche.

Esmeralda de Luis y Martínez 9 febrero, 2012 9 febrero, 2012 coptos, la conquista de Argel, La Meca, Los derviches, oasis de Ammón, Pandarus de Troya, Samotracia, Zikkers, Zikr
“VIAJE A ORIENTE” 003

I Las bodas coptas: II. Una boda a la luz de las antorchas                 La dificultad consistió en alcanzar al cortejo, patient que se había perdido en el laberinto de calles y vericuetos sin salida. El dragomán había encendido una especie de linterna de papel y estuvimos corriendo a la buena ventura, for sale guiados o extraviados de vez en cuando por los sonidos de una cornamusa que se oía a lo lejos, o por los destellos de luz reflejados en las esquinas de las encrucijadas. Al fin alcanzamos la puerta de un barrio muy diferente al nuestro. En los hogares comenzaban a verse las primeras luces, los perros ladraban, y de pronto dimos con una larga calle, resplandeciente y bulliciosa, rebosante de gente que incluso se aglomeraba en las terrazas de las casas. El cortejo avanzaba lentamente al son melancólico de los instrumentos, imitando el obstinado ruido de una puerta que chirría o de un carruaje probando ruedas nuevas. Los responsables de esta algarabía eran una veintena de hombres que desfilaban rodeados de gente con lanzas de fuego. Detrás de este cortejo, venían los niños cargados de enormes candelabros cuyas velas lanzaban una viva claridad por doquier. Los luchadores seguían con sus juegos de esgrima durante los numerosos altos de la comitiva, y algunos, subidos en zancos y con un tocado de plumas en la cabeza, simulaban atacarse con largos bastones. Más allá, unos jovencitos portaban banderolas y estandartes con emblemas y atributos de oropeles, al igual que en los tiempos de la vieja Roma; otros, mostraban unos arbolillos adornados con guirnaldas y coronas, engalanados con velas encendidas que resplandecían con sus destellos, y semejaban árboles de Navidad. Grandes placas de cobre dorado, izadas sobre perchas y engalanadas con ornamentos recubiertos de inscripciones, reflejaban aquí y allá el resplandor de las luminarias. Inmediatamente después, venían las cantantes (oualems) y las bailarinas (ghavasies), vestidas con trajes de seda a rayas, gorrito turco bordado con hilillos de oro (tarbouche) y largas trenzas, rutilantes de zequíes. Algunas tenían la nariz perforada con largos anillos, y mostraban sus rostros maquillados de colorete y aleña, mientras que otras, aunque cantando y bailando, seguían cuidadosamente tapadas. Se acompañaban, por lo general, de címbalos, sistros y tamboriles. Dos largas filas de esclavas marchaban detrás, llevando cofres y cestos en los que brillaban los presentes hechos a la novia por su esposo y su familia; luego, el cortejo de los invitados: las mujeres en medio, cuidadosamente engalanadas con sus largos mantos negros y veladas con máscaras blancas, como corresponde a las personas de calidad; los hombres, ricamente vestidos, ya que ese día, me contaba el dragomán, hasta el más humilde de los campesinos (fellahs) sabía procurarse el vestuario adecuado. Por fin, en medio de una cegadora claridad de antorchas, candelabros y pebeteros, avanzaba lentamente el rojo fantasma que yo había vislumbrado desde la ventana, es decir, la recién casada (el arouss), enteramente cubierta con un velo de cachemira que le llegaba hasta los pies, y cuya ligera seda permitía, sin duda, que la novia pudiera ver sin ser vista. Nada más exótico que esta alargada figura, avanzando bajo ese tocado de rectos pliegues, coronado por una especie de diadema piramidal resplandeciente de pedrería y que agrandaba aún más su figura. Dos matronas, vestidas de negro, la sostenían por los codos, de tal manera, que la novia parecía deslizarse lentamente sobre el suelo. Cuatro esclavas mantenían sobre su cabeza un dosel de púrpura, y otras acompañaban al cortejo con el clamor de címbalos y tamboriles. Por entonces, se había producido una nueva parada mientras yo admiraba la cabalgata, y los niños distribuyeron asientos para que la esposa y sus parientes pudieran reposar. Las oualems, volviendo sobre sus pasos, nos amenizaron con improvisaciones y coros acompañados de música y danzas, y todos los asistentes repetían algunas estrofas de sus cánticos. Yo, que en ese momento me encontraba expuesto a la vista de todos, abría la boca como los demás, imitando lo mejor que podía los eleysson y los amén que servían de réplica a las coplillas más profanas; pero un peligro mayor amenazaba mi incógnito. No me había percatado de que unos esclavos recorrían la multitud desde hacía un buen rato, escanciando un líquido claro en pequeñas tazas que iban distribuyendo entre la gente. Un egipcio enorme, vestido de rojo, y que probablemente era de la familia, presidía el reparto y recibía las congratulaciones de los bebedores. Se encontraba a tan sólo dos pasos de mí, y yo no tenía ni la menor idea de cómo dirigirme a él. Afortunadamente, había tenido tiempo de observar todos los movimientos de mis vecinos, y cuando me llegó el turno, agarré la taza con la mano izquierda y me incliné llevando la mano derecha a la altura del corazón, luego sobre la boca, y después sobre la frente. Estos movimientos son fáciles, no obstante hay que tener cuidado de no invertir el orden y reproducirlos con toda naturalidad. Desde ese instante adquirí el derecho de tomarme el contenido de la taza; pero aquí mi sorpresa fue aún mayor, ya que se trataba de un aguardiente, o más bien de una especie de anisete. ¿Cómo interpretar que musulmanes distribuyeran tales licores en sus nupcias?. De hecho, yo no me esperaba nada más allá de una limonada o de un sorbete. Aunque en realidad, era bastante evidente que tanto las almeas como los músicos y saltimbanquis del cortejo se habían beneficiado en numerosas ocasiones de esta espirituosa distribución. Por fin, la novia se levantó, y prosiguió la marcha; las campesinas (felahs) vestidas de azul, se agruparon e iniciaron de nuevo sus gritos salvajes, y todo el cortejo continuó su paseo nocturno hasta la casa de los recién casados. Satisfecho de haber pasado por un auténtico cairota, y de haberme desenvuelto bastante bien en esta ceremonia, hice una señal para llamar a mi dragomán, que se había ido algo más lejos para colocarse al paso de los repartidores de aguardiente; pero él ya no tenía prisa por retirarse y le había cogido gusto a la fiesta. –                     Vamos a seguirles hasta la casa –me susurró en voz baja. –                     Pero, ¿cómo voy a responder si me hablan? –                     Usted diga tan sólo ¡Táyeb! Es un término que vale para todo… y de todos modos, aquí estoy yo para cambiar de conversación. Ya sabía yo que en Egipto la palabra Táyeb era un comodín. Es un término que, según la entonación que se le dé, significa cualquier cosa, y ni siquiera se puede comparar al goddam de los ingleses, a menos que no sea para marcar la diferencia que hay entre un pueblo ciertamente muy educado, y una sociedad totalmente formalista y cortés. La palabra Táyeb, quiere decir al mismo tiempo: muy bien, o esto va muy bien, o eso es perfecto, o a su disposición. El tono y sobre todo el gesto añaden matices infinitos. Esta vía me parecía mucho más segura que la utilizada por un célebre viajero, Belzoni, creo; que se había introducido en una mezquita, disfrazado admirablemente, y repitiendo todos los gestos que veía hacer a sus vecinos, pero no pudiendo responder a una pregunta que le hicieron, su dragomán tuvo que contentar a los curiosos diciendo “¡No comprende, es un turco inglés!” Habíamos entrado por una puerta adornada con flores y guirnaldas en un hermoso patio bien iluminado con farolillos de colores. Las mashrabeyas proyectaban la marquetería de filigrana sobre el fondo de luz anaranjado de las habitaciones repletas de gente. Había que detenerse e intentar buscar un sitio en las galerías interiores. Sólo las mujeres subían a la casa, en donde se despojaban de sus velos, aunque desde abajo sólo se percibían de forma vaga, los colores, las listas de los vestidos y sus joyas, a través de los enrejados de las celosías. Mientras, las damas eran acogidas y agasajadas en el interior de las habitaciones por la recién casada y las mujeres de ambas familias. El marido, que había descendido de su asno, vestido con una túnica rojo y oro, recibía los cumplidos de los hombres, y les invitaba a colocarse frente a las numerosas y guarnecidas bandejas colocadas en los salones de la entrada, y repletas de platos dispuestos en pirámide. Bastaba con cruzar las piernas en el suelo, coger un plato o una taza, y comer limpiamente con los dedos. Yo no me atrevía a arriesgarme a tomar parte en el festín, por miedo a contravenir las normas. Además, la parte más interesante de la fiesta se desarrollaba en el patio, en donde las danzas continuaban con gran estruendo. Un grupo de bailarines nubios ejecutaba extraños pasos en medio de un vasto círculo formado por los invitados; iban y venían guiados por una mujer velada, tocada con un amplio manto estampado de anchas bandas y con un sable curvo en la mano con el que parecía amenazar de pronto a los danzantes, poniéndoles en fuga. A su vez, las oualem (almeas) acompañaban estas danzas con sus cánticos, y golpeaban con los dedos tamboriles de tierra cocida (tarabouki) que con un brazo mantenían suspendidos a la altura de la oreja. La orquesta, compuesta de un gran número de extraños instrumentos, hacía lo propio amenizando este conjunto, al que los asistentes se unían marcando el ritmo con palmadas. En los intervalos, entre danza y danza, circulaban los refrescos, entre los que había uno que yo no había previsto. Esclavos negros, con pequeños ibriques de plata, rociaban acá y allá sobre la gente. Se trataba de agua perfumada, cuyo suave olor de rosas no reconocí hasta sentir las gotas lanzadas al azar deslizarse sobre las mejillas y la barba. A todo esto, uno de los personajes más aparentes de la boda había avanzado hacia mí y me dijo unas palabras de un aire bastante cortés, a lo que yo le respondí con un tayeb, que pareció satisfacerle plenamente. Se dirigió a mis vecinos y pude preguntar al dragomán lo que aquello quería decir: –                     Les invita –me repuso este último— a subir a su casa para ver a la desposada. Sin duda alguna, mi respuesta había sido un asentimiento, pero como después de todo, no se trataba más que de un paseo de mujeres herméticamente tapadas, alrededor de las salas de invitados, no juzgué oportuno llevar la aventura más lejos. Bien es cierto que la novia y sus amigas se muestran entonces con los brillantes vestidos, cubiertos por el velo negro que habían lucido durante su cortejo callejero, pero yo aún no me encontraba muy seguro de mi pronunciación del táyeb como para arriesgarme hasta el seno de las familias. Llegamos, el dragomán y yo, a alcanzar la puerta exterior, que daba sobre la plaza de El-Esbekieh. –                     Es una pena –me dijo el dragomán—, podría haber asistido después al espectáculo. –                     ¿Cómo? –                     Sí, a la comedia. Enseguida pensé en el ilustre Caragueuz, pero no se trataba de eso. Caragueuz no se interpreta más que en las fiestas religiosas; es un mito, un símbolo de la más alta dignidad. Este otro espectáculo en cuestión debía componerse tan solo de breves escenas cómicas, representadas por hombres, y que podrían compararse a nuestros proverbios de sociedad. Esto se hace para entretener agradablemente durante el resto de la noche a los invitados, mientras los esposos se retiran con sus padres a la zona de la casa reservada para las mujeres. Al parecer, las fiestas de esta boda se prolongaban desde hacía ya ocho días. El dragomán me contó que el día de la firma del contrato nupcial se había realizado un sacrificio de corderos en el zaguán de la puerta, antes de que pasara por allí la novia. También me habló sobre esa ceremonia en la que se rompe un cono de azúcar donde están encerrados dos pichones, cuyo vuelo es interpretado por los augures. Todas estas costumbres seguramente se remontan a la antigüedad. Volví a casa totalmente emocionado con esta escena nocturna. He aquí un pueblo para el que el matrimonio es algo grande y, aunque los detalles de esta boda indicaran una buena posición de los recién casados, también era cierto que la gente humilde se casaba casi con la misma brillantez y bullicio. Estos últimos no tienen que pagar a los músicos, bufones y bailarines, ya que la mayoría son amigos, o bien recaudan fondos entre la gente. Los trajes se los prestan; cada invitado lleva en la mano su farolillo, y la diadema de la novia no está menos cargada de diamantes y de rubíes que la de la hija de un pachá. ¿Dónde buscar en otra parte una igualdad más real? Esta joven egipcia, puede que ni tan bella bajo su velo, ni tan rica con todos sus diamantes, dispone de un día de gloria en el que avanza radiante a través de la ciudad, que la admira y corteja, investida de púrpura y con las joyas de una reina, pero desconocida para todos y misteriosa bajo su velo, como una antigua diosa del Nilo. Un solo hombre poseerá el secreto de su belleza o de esa gracia ignorada. Tan sólo uno podrá perseguir en paz durante todo el día su ideal, y creerse el favorito de una sultana, o de un hada; incluso la decepción misma no dañaría su amor propio, ya que de todos modos, los hombres de este país tienen derecho a renovar más de una vez esta jornada de ilusión y triunfo.

Esmeralda de Luis y Martínez 26 enero, 2012 26 enero, 2012 arouss, Cassas, fellahs, ghavasies, machlah, oualems, tarbouche
“VIAJE A ORIENTE” 023

II. Las esclavas – XIII. La esclava de la Isla de Java…  Abd-el-Kérim nos había dejado un instante para atender a unos compradores turcos. Volvió de nuevo junto a mí y me dijo que estaban vistiendo a las abisinias que quería mostrarme. “Están, salve dijo, drugstore en mi harem, pills y son tratadas como de la familia; mis mujeres las hacen comer con ellas. Mientras tanto, si lo desea, le vamos a traer a algunas muy jóvenes”. Se abrió una puerta, y una docena de niñas de color se precipitaron en el patio como los críos en el recreo. Las dejaban jugar en el hueco de la escalera con los canarios y las pintadas, que se bañaban en el cuenco de una fuentecilla esculpida, restos del desaparecido esplendor del OKEL. Estuve contemplando a aquellas pobres criaturas de enormes ojos negros, vestidas como pequeñas sultanas, sin duda arrancadas de sus madres para satisfacer los apetitos de los adinerados habitantes de la ciudad. Abdallah me dijo que muchas de ellas no pertenecían al tratante, y las habían puesto en venta sus propios padres, que viajaban ex profeso a El Cairo, en la creencia de poder proporcionar de ese modo a sus hijas una existencia más feliz. “Sepa usted además, añadió, que éstas son más caras que las jóvenes núbiles. QUESTE FANCIULLE SONO CUCITE*! Dijo Abd-el-Kérim en su italiano corrupto. –          ¡Oh, puede estar tranquilo y comprar con confianza, remachó Abdallah en tono de buen experto, los padres lo han previsto todo!”. ¡Pues bien!, me dije a mí mismo, dejaré estas niñas para otros. El musulmán que vive según su ley, puede en conciencia responder ante Dios de la suerte de estas pobres criaturas, pero yo, si compro una esclava es con la idea de que sea libre, incluso de que me deje. Abd-el-Kérim volvió a reunirse conmigo y me invitó a subir a su casa. Abdallah se quedó discretamente junto a la escalera. En una sala espaciosa, de paredes repujadas, que aún enriquecían restos de arabescos pintados y dorados, vi alineadas contra la pared a cinco mujeres bastante hermosas, cuyo tono recordaba el reflejo del bronce de Florencia. Sus siluetas eran correctas, de nariz recta, boca pequeña; el óvalo perfecto de su cabeza, el engarce gracioso de su cuello, la serenidad de su fisonomía les daba el aire de esas pinturas italianas de las madonnas cuyo color amarillea con el tiempo. Eran abisinias católicas, posibles descendientes del Preste Jean o de la reina Candace.** La elección era difícil. Todas eran parecidas, como sucede con las razas primitivas. Abd-el-Kérim, al verme indeciso y creer que no me gustaban, hizo entrar a otra que, con paso indolente, fue a colocarse cerca de la pared. Yo grité entusiasmado. Acababa de descubrir el ojo almendrado, el párpado oblicuo de las javanesas, que ya había visto en algunos lienzos en Holanda, y por el aspecto, esta mujer era evidente que pertenecía a la raza amarilla. No sé qué gusto por lo exótico y por lo imprevisto, del que no pude evadirme, me decidió a su favor. Era mucho más hermosa que las otras, y de una rotundidad de formas que obligaba a admirarla. Ante el resplandor metálico de sus ojos, la blancura de sus dientes, la distinción de las manos, y su larga cabellera de tono castaño oscuro, que dejó ver al retirar el tarbouche, no se podían objetar los elogios que Abd-el-Kérim formulaba gritando: “¡Bono, bono!”. Volvimos a bajar y charlamos con ayuda de Abdallah. Esa mujer había llegado de madrugada en la caravana y sólo estaba donde Abd-el-Kérim desde entonces. La habían apresado siendo muy jovencita en el archipiélago indio los corsarios de Mascate. “Pero, dije a Abdallah, si Abd-el-Kérim la dejó ayer con sus mujeres… –     ¿Y…?” respondió el dragomán abriendo extrañado los ojos. Vi que mi observación era una tontería. –     “¿Cree usted, dijo Abdallah, captando por fin mis dudas, que sus mujeres legítimas le permitirían cortejar a otras?… Y además, un tratante de esclavas, ¡ni soñarlo!. Si esto se supiera perdería toda su clientela”. Era una buena razón. Abdallah me juró además que Abd-el-Kérim, como buen musulmán, debió pasar la noche rezando en la mezquita por la solemne fiesta de Mahoma. Sólo me quedaba tocar el tema del precio. Pidió cinco bolsas (625 francos). Yo pensé en ofrecerle sólo cuatro; pero, ante la perspectiva de que se trataba de regatear por una mujer, esa posibilidad me pareció despreciable. Además, Abdallah me puntualizó que un tratante turco jamás tenía dos precios. Pregunté su nombre, ya que, naturalmente, también en ese precio iba el nombre. Z’n’b’! dijo Abd-el-Kérim. Z’n’b’!, repitió Abdallah con un gran esfuerzo de contracción nasal. Yo no podía entender que el estornudo de tres consonantes representara un nombre. Precisé de algún tiempo para adivinar que todo eso podía pronunciarse como Zeynab*. Dejamos a Abd-el-Kèrim, tras haberle entregado las arras, para ir a buscar el dinero que tenía depositado con un banquero del barrio franco. Cruzando la plaza de El-Esbekïeh, presenciamos un extraordinario espectáculo. Una gran multitud se había congregado para ver la ceremonia de la Dohza. El cheikh o emir de la caravana debía pasar a caballo sobre el cuerpo de los derviches giróvagos y de los aulladores, que se ejercitaban desde el día antes junto a las colchonetas y bajo las tiendas de campaña. Aquellos desgraciados se habían tendido boca abajo en medio del camino de la casa de cheikh El-Bekry, jefe de todos los derviches, situada en el extremo sur de la plaza, formando una calzada humana de unos sesenta cuerpos. Esta ceremonia se considera como un milagro destinado a convencer a los infieles; por lo que se permite que los francos ocupen los primeros sitios. Un milagro público se ha convertido en una rareza, desde, como dice Heine, el momento en que el hombre ya sabe lo que va a acontecer al mirar en las mangas del buen dios. Pero esto, si el dios es uno, es incuestionable. He visto con mis propios ojos al viejo cheikh de los derviches, cubierto con un beniche blanco y un turbante amarillo, pasar a caballo sobre los riñones de los sesenta creyentes, hacinados sin el menor resquicio, con los brazos cruzados sobre su cabeza. El caballo estaba herrado, y todos se levantaron al unísono, entonando Allah!. Los más racionalistas del barrio franco pretenden que esto es un fenómeno análogo al que hacía que soportaran los golpes de cadenas en el estómago. La exaltación a la que llegan estas gentes desarrolla una fuerza y una resistencia extraordinarias. Los musulmanes no admiten esta explicación, y dicen que han hecho caminar al caballo sobre cristalería y botellas sin que haya roto nada. Esto último me habría gustado verlo, pues solo ese espectáculo me habría podido convencer. Esa misma tarde, trasladé triunfalmente a la esclava velada a mi mansión del barrio copto. Llegaba a tiempo, ya que era el último día del plazo que me había dado el cheikh del barrio. Un doméstico del okel la seguía con un asno cargado con un gran baúl verde. Abd-el-Kérim había arreglado bien el asunto. En el baúl había dos trajes completos: “Es de ella, me dijo, todo esto se lo regaló un cheikh de La Meca al que perteneció, y ahora, es vuestro”. Hay que reconocer que fue todo un detalle de delicadeza. * NOTA DEL EDITOR: Es difícil dar o traducir el sentido de esta observación. Podría significar algo así como “Estas niñas tienen cosido el virgo”. ** El Preste Jean es una figura polimorfa de la leyenda medieval: rey cristiano situado, primero en Mongolia y después en Etiopía. Candace: nombre genérico de las reinas de Etiopía, procedentes, según la tradición, de los amores de Salomón y la reina de Saba. * Nerval estuvo acompañado durante todo su viaje por un amigo, Joseph de Fonfrède, del que nunca habla (salvo en su correspondencia) y del que no sabemos casi nada. En realidad, él es quien compró una esclava (ver la carta del 2 de mayo de 1843 a Gautier).

Esmeralda de Luis y Martínez 10 febrero, 2012 10 febrero, 2012 cheikh El-Bekry, Dohza, Joseph de Fonfrède, La esclava de la Isla de Java, Zeynab
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